La política ha terminado siendo dominada por las empresas, los consorcios y las grandes fortunas, que imponen su lógica competitiva y su impronta darwinista cuando direccionan el financiamiento de futuras campañas entre aquellos candidatos que tienen mayores posibilidades de sobrevivir y que además se comprometen a retornar para estos conglomerados o personas las inversiones que se han realizado en su provecho.
En una conferencia dictada en 1917 que tenía por título “La política como vocación”, el sociólogo alemán Max Weber destacaba el riesgo de generar un tipo de políticos que viven exclusivamente de la política.
En dicho escrito, Weber llama la atención para la diferencia que existiría entre quienes viven para la política y quienes viven de la política. Los primeros, por razones obvias, serían aquellas personas que tienen los recursos necesarios para dedicarse a la política sin tener que ocuparse prioritariamente por generar las condiciones materiales de sustento. Por lo mismo, el pensador alemán destaca que en “la dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento plutocrático de las capas políticas dirigentes”.
En el caso de quienes viven de la política, ellos deben forzosamente buscar una remuneración por su trabajo puesto que carecen de los medios de supervivencia necesarios para mantenerse en esta actividad sin obtener una gratificación monetaria a cambio. Sin embargo, lo anterior no quiere decir que este tipo de políticos no tengan también “una causa” por la cual luchar. El punto es que, en el proceso de construcción de la carrea política, muchos de estos miembros van privilegiando la desviación patrimonialista de la acción política, confundiendo la vocación pública con el interés privado.
En este movimiento de tránsito hacia los intereses privados, los partidos políticos también han desempeñado un papel relevante, pues ellos se han transformado en un reducto de ascensión social u operan como agencias de empleo, en donde aquellas personas que hacen su “ingreso” a la política se benefician de prebendas y cargos en diversas instituciones o reparticiones del Estado y del sistema público en general, ya sea a nivel central, regional, provincial o municipal.
Ello es precisamente lo que ha venido ocurriendo con la gran mayoría de la clase política mundial, la cual ha descartado el carácter social de su quehacer por una opción casi exclusiva por las aspiraciones pecuniarias que les proporciona dicha actividad.
El debate de ideas, el recurso de la retórica, el respeto por las opiniones de los otros, la búsqueda de la pluralidad y la tolerancia se han reducido al acuerdo mezquino con un reducido círculo de correligionarios y amigos, acuerdos permeados por el interés económico inmediato o de corto plazo.
La política se ha volcado hacia el frío cálculo racional de costo-beneficio, determinada por una estructura de preferencias individuales en la cual cada agente evalúa los mejores escenarios y situaciones que les permitan adquirir más poder, dinero y prestigio.
En realidad, este fenómeno no es nuevo y sus mecanismos funcionan desde hace siglos y fueron expuestos con suma claridad por Nicolás Maquiavelo en su ensayo El Príncipe, el cual se propone estudiar la verità effetualle del mundo político de comienzos del siglo XVI.
En esta obra fundacional de la Ciencia Política, Maquiavelo, entre otras cosas, nos advierte respecto de las motivaciones egoístas que encarnan los seres humanos y que se expresan especialmente en quienes desean detentar el poder político. Ellos deben actuar por el interés propio, por la voluntad de dominio y por la ambición: “De allí que nace una controversia, que resulta en sí es mejor ser amado o temido. Se puede responder que todos gustarían de ser ambas cosas; sin embargo, como es difícil conciliarlas, es más seguro ser temido que amado en el caso de que falte una de las dos. Porque, de manera general, se puede decir que los hombres son ingratos, volubles, fingidos y disimulados, reacios al peligro, ávidos de ganancia”.
En esta breve y contundente definición de la naturaleza humana, Maquiavelo consigna como el quehacer de la humanidad, y especialmente de su clase política, no refleja los principios y valores que inspiraron la voluntad de quienes desean dedicarse al “servicio público”. Si por una parte es cierto que muchos políticos con vocación se preocupan por el bienestar de la nación, en la mayoría de los casos se puede observar que la tendencia es conseguir y mantenerse en el poder, como lo constató el pensador florentino hace más de 500 años atrás.
Para él, la virtù y la fortuna son los dos recursos con que cuentan los “príncipes” para ejercer el arte de la política, es decir, para organizar sus ciudades-Estados y librarlas de los efectos destructivos y de las ambiciones desmesuradas de sus habitantes. En tal sentido, los condottiere son imprescindibles para imponer la
dominación a sus súbditos y, a través de ella, proteger el principado y controlar las pulsiones desintegradoras de sus miembros. El poder en sí mismo es el objetivo de la acción política.
La diferencia con los tiempos actuales es que ahora la política ha terminado siendo dominada por las empresas, los consorcios y las grandes fortunas, que imponen su lógica competitiva y su impronta darwinista cuando direccionan el financiamiento de futuras campañas entre aquellos candidatos que tienen mayores posibilidades de sobrevivir y que además se comprometen a retornar para estos conglomerados o personas las inversiones que se han realizado en su provecho.
La secuencia interminable de escándalos de corrupción que salen a la luz cada semana en diversos países del planeta representan un funesto indicador del compromiso de la clase política con los intereses de empresarios inescrupulosos que solo desean enriquecerse a costa del erario público.
¿Cómo se puede revertir este cuadro en que los políticos puedan asumir una postura coherente, honesta y transparente para desempeñar las funciones por las cuales fueron electos? ¿Cómo imprimir los principios republicanos a una clase que se ha acostumbrado a recibir privilegios durante décadas? ¿Cómo inducir el respeto por las leyes en actores que han navegado durante años en las aguas de la impunidad y la displicencia institucional?
Las respuestas a estas interrogantes son complejas y multidimensionales. Quizás un esbozo de respuesta pase por aquello que el mismo Weber llamaba de “ética de la responsabilidad”, es decir, una ética que sea capaz de tomar en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción.
Ello implicaría asumir conscientemente el conjunto de decisiones que asumen los políticos, no solamente a partir de sus convicciones sino de un auténtico interés por las personas que lo han mandatado para mejorar la vida de sus comunidades y perseverar en la búsqueda del bien común y el bienestar social.
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