Las ratas, pese a las apariencias, también tienen sentimientos. Lo ha puesto de manifiesto el psicólogo Inbal Ben-Ami Bartal y su equipo de investigadores de la Universidad de Chicago. Y es que, según sus estudios, estos roedores, tan maltratados por el imaginario colectivo, son capaces de desarrollar las reacciones más solidarias que se puedan imaginar […]
Las ratas, pese a las apariencias, también tienen sentimientos. Lo ha puesto de manifiesto el psicólogo Inbal Ben-Ami Bartal y su equipo de investigadores de la Universidad de Chicago. Y es que, según sus estudios, estos roedores, tan maltratados por el imaginario colectivo, son capaces de desarrollar las reacciones más solidarias que se puedan imaginar ante la insoportable visión del dolor ajeno.
Bartal, que recoge su trabajo en el último número de la revista Sciencie , pone de manifiesto como las ratas son incapaces de permanecer impasibles ante al sufrimiento de otro roedor en cautiverio. La empatía que desarrollan les empuja obsesivamente a buscar el modo de liberar al desdichado. Y lo hacen con una tenacidad que hasta les lleva a ignorar los reclamos de chocolate que los investigadores les aproximan para desviarlas de su empeño justiciero. Eso sí, esta desinteresada reacción solo brota ante la desdicha de quienes reconocen como miembros de su especie, mostrando una total indiferencia frente a los muñecos inanimados que los científicos enjaularon ante sus bigotes para escudriñar sus respuestas.
Ignoro si las conclusiones de los científicos de Chicago se reducen al selecto grupo de inmaculados ratones de laboratorio, o si por el contrario también son extensivas al inteligente círculo de los ratones colorados, o a las deleznables realidades de las ratas de cloaca. Quiero pensar que sí, que detrás de todos esos ojillos rojos, de esos puntiagudos bigotes y alargadas colas peladas se esconden unos corazones sentimentales guiados por el amor a la libertad. Incluso, quien sabe, quisiera pensar que el viejo dicho que asegura que la rata es la primera en abandonar el barco que se hunde, no es un reflejo de su mezquindad, sino una muestra de su desinteresado afán por salir en busca de ayuda.
De lo que no tengo duda es que las conclusiones del trabajo Bartal proyectarán no poca luz sobre los motivos que llevan a los animales de las más variadas especies a desear la libertad de sus hermanos encerrados. Véase si no la proliferación de extraños fenómenos que en las últimas semanas se han dado en ese complejo ecosistema humano que es el Consejo de Ministros y el Poder Judicial español. Porque no deja de llamar la atención que, en mitad del clamor ciudadano contra los banqueros y defraudadores, los últimos días de José Luis Rodríguez Zapatero estén sirviendo para liberar a los pocos de este selecto gremio que han sido encarcelados en este país.
Primero fue el indulto a Alfredo Sáez , delegado del Banco Santander, condenado a la insoportable pena de tres meses de arresto e inhabilitación por acusaciones falsas durante su etapa como presidente del Banesto. Después llegó el perdón gubernativo para Guillermo D’Aubarede y Fernando Pérez , encarcelados por falsificación de documentos y fraude a Hacienda por valor de 27 millones de euros durante el proceso de fusión de Ebro Agrícolas y Azucarera Española.
Otras liberaciones han sido indirectas, sin firma del Consejo de Ministros, pero no menos curiosas. Como esa oportuna fuga, aprovechando un permiso, de Jesús Lidiano Llopis , directivo de la Caja de Crédito de Alcoy cuya quiebra fraudulenta dejó a 800 personas afectadas. O esas liberaciones que no han sido físicas aunque no por ello menos rotundas. Ahí está si no la reciente sentencia del Tribunal Supremo que ha permitido a la firma Boliden librarse de pagar los 89,9 millones de euros que costó limpiar sus vertidos tóxicos que, en abril de 1998, provocaron el desastre de Aznalcóllar.
Curiosas liberaciones. Menos mal que el amor por la libertad descubierto ahora en las ratas nos ayuda a comprender muchas cosas.
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