Hace unos meses, en la Universidad de Sevilla, un joven estudiante y militante trotskista realizó un acto público en el que narraba el supuesto surgimiento de consejos obreros en Libia. Estos eran (literalmente) comparados con los soviets rusos, e incluso con la Comuna de París. El pueblo libio, al parecer, estaba autoorganizándose y tomando en […]
Hace unos meses, en la Universidad de Sevilla, un joven estudiante y militante trotskista realizó un acto público en el que narraba el supuesto surgimiento de consejos obreros en Libia. Estos eran (literalmente) comparados con los soviets rusos, e incluso con la Comuna de París. El pueblo libio, al parecer, estaba autoorganizándose y tomando en sus propias manos su destino. La utopía estaba más cerca que nunca.
Nos consta de primera mano que este joven extraía toda (repito: toda) su información de un par de breves comunicados procedentes de dos flamantes «internacionales» socialistas, inventándose sin más el resto de la historia. Es de suponer que el aislamiento de la izquierda conduce a esta clase de razonamiento religioso: como deseo que algo sea de determinado modo, afirmo, sin complejos, que ya es de ese modo. Y punto. Será casi como si fuera cierto. Además, el mundo real queda tan lejos… ¿quién va a enterarse?
Naturalmente, aquellos ateos que negábamos la existencia de «soviets libios» (a menos que el vacío de poder que sucede a la conquista de cualquier ciudad en cualquier guerra del mundo deba ser idealizado y elevado al rango de revolución) éramos automáticamente tachados de apoyar dictaduras. Pese a nuestras insistentes súplicas, después de medio año, seguimos en blanco: ¿de dónde sale toda esa «información» según la cual la acción de los rebeldes libios constituye una revolución popular? Una y otra vez lanzamos esta pregunta; una y otra vez seguimos sin obtener respuesta. Hasta el día de hoy nadie ha sido capaz de aportar o compartir con el resto del mundo un solo dato, un solo indicio, una sola fuente acerca de los supuestos soviets libios que encabezaban esta «revolución». ¿Ubi sunt?
Pero hay más: también éramos tachados de conspiranoicos. Cabe preguntarse si existe una teoría de la conspiración mayor, más retorcida o de mayor surrealismo que esa que afirma que Mustafá Abud Jalil, Abdul Faah Yunis y Abdelhakim Belhaj son en realidad próceres de la libertad de los pueblos. ¿No se hace precisa una auténtica teoría de la conspiración para afirmar que, aunque aparentemente lleven meses pidiendo la invasión de la OTAN, en realidad estamos ante admirables militantes antiimperialistas? ¿No parece un fenómeno propio del triángulo de las Bermudas que un golpe de Estado liderado por tres reaccionarios de semejante calaña acabe, como por alquimia, transmutando en un bucólico proceso revolucionario, en lugar de en la vulgar rapiña petrolera que todo parecía indicar y que ahora se confirma? ¿Qué contubernio templario es necesario poner en juego para que el dramático enfrentamiento de sindicatos y pueblos desarmados contra el poder en Egipto y Túnez sea parangonable, como lo es para nuestros amigos, al empleo de armamento pesado por parte de los mercenarios libios desde el primer día?
De igual modo que ciertos descerebrados les acusan de ser de la CIA (absurdo: ¿cómo iba la CIA a disimular tan poco?), ellos nos han acusado a nosotros de apoyar dictaduras. En realidad, no vale la pena perder ni un solo segundo en explicarles por qué éste no es el momento de publicar una detallada lista de nuestras diferencias políticas con Gadafi, que no son pocas (como con casi todos los dirigentes del mundo). Y es que cualquier persona seria sabe que los discursos no se producen en un túnel abstracto, más allá del espacio y el tiempo. El contexto político y el momento en los que algo se dice cuentan tanto como aquello que se está diciendo. Por eso, cuando la OTAN invadió Iraq no era el momento de reforzar la coartada ideológica de la invasión publicando sesudas investigaciones acerca de la represión y el gaseo de los kurdos, aun cuando dicha acción hubiera sido, por supuesto, absolutamente despreciable. Por otro lado, si realmente queremos destruir el sistema, no será el imperialismo el que determine nuestra agenda política o dicte de qué debemos hablar en cada momento.
También nos preguntan, perspicaces, cómo podemos rechazar un planteamiento discursivo del tipo «ni-ni», cuando nosotros decimos con orgullo «ni PSOE ni PP». Otro argumento de peso. Al parecer, hay quien piensa que tenemos algo en contra de esa estructura gramatical que en la lengua castellana articula en dos ocasiones la palabra «ni» para rechazar dos figuras equivalentes. Desde aquí me gustaría aclarar que, a despecho de los amantes de la lexicología, nuestra reticencia era más bien semántica, esto es, se debía más bien al contenido concreto de la frase. ¿De verdad había dudas? Por otro lado, ¿será falta de ingenio lo que les impide recordarnos ejemplos más ilustrativos para su propósito? Por ejemplo, esa vieja postura de Lenin que bien podría articularse así: «Ni aliadófilos ni germanófilos». ¿O será tal vez que aludir a Lenin podría recordarnos más aún la diferencia entre una guerra inter-imperialista y una guerra en la que un imperio se enfrenta a una colonia?
En el colmo del surrealismo, hemos sido acusados incluso de actuar bajo las directrices «castrochavistas». Tiremos del refranero: «cree en ladrón que todos son de su condición». Como ellos cumplen las órdenes de una «internacional» (¿qué ocurriría si un militante opinara de manera diferente? ¿sería obligado a una sesión de «arrepentimiento», bajo persuasiva amenaza de expulsión inmediata?), se imaginan que el resto hacemos igual. No parece disuadirles de su absurdo el hecho de que hayamos sido enormemente críticos con la deportación venezolana de miembros de las FARC, así como con las directrices «prochinas» del VI Congreso del PC Cubano.
Concluyamos. Últimamente hemos visto a miembros de algunas organizaciones haciendo honesta autocrítica sobre la precipitación en que incurrieron sus colectivos al apoyar a los rebeldes libios. Eso sí: habría que pedirles que, aun siendo humanos, no tropiecen por segunda vez con la misma piedra, dada la posible proximidad de otra aventura bélica imperialista en Siria (proyecto que ya cuenta con sus propios mercenarios/»rebeldes» que, una vez más, suspiran enamorados de la OTAN, mientras son presentados por los mass media como «demócratas»). Sin embargo, también hemos visto a otras organizaciones (y se me ocurre una escudada tras un traicionero robo de siglas) festejando la victoria del tándem OTAN-rebeldes contra la resistencia.
Esa es la diferencia. Los antiimperialistas apoyamos a la resistencia y deseamos que gane esta guerra contra el tándem que conforman el invasor y sus mercenarios, cuya relación con (y financiación de) el imperialismo a día de hoy nadie honesto ni serio puede negar. De igual modo, y más allá de nuestras diferencias políticas e ideológicas, deseamos que las resistencias afgana, palestina e iraquí venzan en sus respectivas guerras contra el imperialismo. No creemos que la ocupación militar extranjera facilite un escenario en el que desarrollar la lucha de clases. Por eso, en una guerra inter-imperialista, aceptamos gustosos la calificación de «ni-nis», pero en una guerra que enfrenta a un imperio contra una colonia, deseamos la victoria de la colonia, sin necesidad de apoyar a sus gobernantes o dirigentes concretos. Obviamente.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.