DECÍA Marx que la humanidad solo se plantea aquellos problemas que en cada momento puede resolver, lo que no significa, añadimos por cuenta propia, que se emplee en resolverlos. Hay uno que lleva golpeando a nuestras puertas desde hace tres años y no consigue hacerse oír pese a las sobrecogedoras señales que lo anuncian. El […]
DECÍA Marx que la humanidad solo se plantea aquellos problemas que en cada momento puede resolver, lo que no significa, añadimos por cuenta propia, que se emplee en resolverlos. Hay uno que lleva golpeando a nuestras puertas desde hace tres años y no consigue hacerse oír pese a las sobrecogedoras señales que lo anuncian. El susodicho asunto se expresa en formas tan vagas como «no podemos seguir así» o «esto no da más de sí», pero también en fórmulas tan precisas como «nuestro estilo de vida es inviable».
Estas formulaciones tienen un aire truculento pero no lo son si atendemos a los avisos que llevan a esas conclusiones. El primero de ellos tuvo lugar en el verano del 2008. La crisis financiera deshizo la ilusión de vivir en el mejor de los mundos. Había dinero disponible con el que saciar los sueños de consumo, hasta que una crisis se cobra en pocos meses dos millones de parados y cunde la alarma. De repente descubrimos que somos más pobres como país y que, de la noche a la mañana, nos hemos empobrecido individualmente. El mensaje que nos envían políticos y expertos es que estamos ante una mala racha, fruto, en buena parte como dijeron Obama y Almunia, «de la avaricia de los financieros». Aceptamos, aunque sea a regañadientes, apretarnos el cinturón porque esperamos que vuelvan los viejos buenos tiempos. El aviso no encuentra oídos.
La segunda señal se ilumina en el norte de África. La rebelión de una juventud sin expectativas se lleva por delante en Túnez, Egipto y Libia regímenes dictatoriales y corruptos que han servido mejor a los intereses de los países ricos que a los de sus propios pueblos. Pero el petróleo se dispara. No es un asunto menor pues de su precio controlado depende la recuperación de la maltrecha economía europea. Lo que esos pueblos ganan en libertad perdemos nosotros en esperanza. En ese momento cobra fuerza la idea de la energía atómica. Asusta la idea de un litro de gasolina a dos o tres euros porque, no lo dudemos, una democratización de esos países conlleva encarecimiento de las energías fósiles. Quienes siempre la han defendido sacan pecho y quienes la cuestionaban, pliegan velas. Tampoco hacemos caso a la señal.
El tercer aviso se presenta con aires apocalípticos. La tierra tiembla en Japón y el mar desatado destroza las instalaciones de Fukushima poniendo al mundo ante una catástrofe nuclear. La primera víctima del tsunami es la euforia, recién estrenada, por la energía nuclear. Angela Merkel, ardiente defensora de las centrales nucleares, declara una moratoria y los demás países la siguen. Empezamos a tomarlo en serio.
Las tres señales apuntan en la misma dirección y llevan el mismo mensaje, a saber, que el modelo de vida basado en el consumo ilimitado es inviable porque no hay energía capaz de mantenerlo en movimiento. Las reservas de petróleo son limitadas y la energía nuclear es un peligro. Sin esas fuentes energéticas el progreso, santo y seña de nuestra civilización, es imposible.
Nuestro problema es el progreso que es, como decía Ernst Jünger, «el templo más visitado por el hombre de nuestro tiempo». El progreso es el mito del siglo XXI porque a él va unida la idea compartida por todos, de que es ilimitado, imparable y salvífico. Hemos asistido a tantos descubrimientos en el último siglo que hemos llegado a la conclusión de que podemos vencer todos los obstáculos y así encontrar remedio a todos los problemas. Por eso es salvífico. A la vieja receta de abuela -«la hoja del calendario remedia todos los males»- corresponde nuestra fe ciega según la cual con tiempo todo se arregla. Pero si los recursos del mundo son limitados, los avances también. Sin olvidar que cada descubrimiento positivo tiene su lado negativo. Gracias a la energía nuclear podemos vencer al cáncer pero también destruir el planeta.
El problema de nuestro tiempo somos nosotros mismos. Ha llegado el momento de plantear un estilo de vida que permita vivir a todo el mundo con los limitados recursos de los que disponemos. Es hora de empezar a pensar un tipo de felicidad compatible con el empobrecimiento y no con el enriquecimiento indefinido. Hay que abandonar la idea de que el futuro consiste en volver a los viejos buenos tiempos.
Si la humanidad fuera inteligente, sacaría provecho de los tres avisos. Pero los cambios históricos son en general producto de la necesidad más que de la inteligencia. El caso alemán es significativo. Lo que hizo cambiar a la ‘lideresa’ europea, Angela Merkel, no fue el miedo nuclear sino el miedo a perder las elecciones. No las razones sino los votos. El desastre electoral en Baden-Wüttenberg, el rico ‘Land’ feudo durante casi sesenta años de la derecha alemana, es la metáfora de la racionalidad política. De momento los ciudadanos están diciendo que no quieren vivir bajo la amenaza del peligro nuclear. Si son consecuentes dirán también que están dispuestos a vivir con menos. La política, que entre sus nobles funciones tiene la de hacer pedagogía, debería revisar su querencia a prometer lo imposible y ayudar a reconciliarnos con las posibilidades reales de la existencia.
Fuente: http://www.hoy.es/prensa/20110427/opinion/tres-avisos-20110427.html