El primero Ha sido denominado el muro de la vergüenza. Cayó al final del pasado siglo, no por sí solo sino más bien por la sorda y eficaz resistencia social de miles de actores, en miles de acciones. Con él terminó el experimento del comunismo estaliniano de una vez por todas. Las sabias y esperanzadas […]
El primero
Ha sido denominado el muro de la vergüenza. Cayó al final del pasado siglo, no por sí solo sino más bien por la sorda y eficaz resistencia social de miles de actores, en miles de acciones. Con él terminó el experimento del comunismo estaliniano de una vez por todas.
Las sabias y esperanzadas palabras de John Berger ilustran, hacia atrás y hacia delante, el porqué, a veces, caen los imperios sin grandes aspavientos.
A estas palabras nos referimos:
En primer lugar están los operadores del orden mundial, los cuales toman cada minuto alguna decisión que afecta directamente a millones de vidas en todo el mundo, sin responder ante nadie, ni mucho menos ante los políticos individuales que han perdido gran parte de su poder pero no quieren admitirlo. Tenemos después a millones y millones de personas que en un cierto sentido no tienen poder o no actúan políticamente, por lo menos no en el sentido tradicional del término. Estas personas trabajan para ofrecer pequeñas soluciones que les permitan sobrevivir con la mayor simplicidad; representan un amplio movimiento, en cierto sentido amorfo pero que comparte muchas prioridades, ligadas a las acciones a emprender y a las formas de resistencia y de solidaridad a poner en marcha. Las personas que forman este movimiento no están planificando el cambio, simplemente lo construyen con sus propias vidas. Pienso que es la primera vez en la historia que sucede una cosa de este tipo y, si miro al cielo, veo algo que se parece a este movimiento que prepara la alternativa al poder actual que gobierna el mundo y que esperando prepara la alternativa para la supervivencia. Si miro en el espejo que el cielo me ofrece veo un espacio que contiene dentro de sí a todas las personas que intentan restituir un sentido a sus vidas»
El segundo
Lo hemos bautizado como muro de la codicia. Estamos viviendo su desmoronamiento, más por su propia autodestructividad «genética» que por la resistencia de los muchos damnificados, aunque también. La culminación de su ocaso necesitará una ayuda eutanásica.
El tercero
Lo hemos llamado muro de la ceguera y está por caer. En ella nos aplicamos los ecologistas.
La cuestión es centrarse en los ecosistemas y reconocer la evidencia de que nosotros como especie estamos insertos en la trama de la vida, es decir que dependemos esencialmente de la biosfera (esencialmente es psicológica, espiritual y materialmente)
No hay manera humana de sustraernos a nuestra propia esencia: somos hijos de las estrellas y desde ese nacimiento estamos entramados en las redes de interdependencia planetaria.
Este tipo de cosmovisión, que en principio es biocéntrica encierra un gran humanismo: nos ocupamos de los sistemas ecológicos de los que depende la vida de los seres humanos. Es un humanismo del presente y del futuro, y de toda la especie.
Los que dicen de sí mismos que son meramente humanistas son, con frecuencia, antropocéntricos, y tanta soberanía exhiben que acaban, en su ceguera, aserrando la rama del árbol de la vida sobre el que se sustentan.
Como la desmesura que se practica en el capitalismo está colocada a interés compuesto, arrasan con todo hasta acabar con la propia especie. Esa es la tendencia.
A los que nos acusen de «radicales» o «catastrofistas» lejos de molestarnos hemos de reconocerles cierta razón, pues no en vano somos parte de esos dos gremios y venimos a decir que, in extremis, de seguir así las cosas el Apocalipsis está asegurado. Pero como esta escatología la consideramos responsabilidad humana puede ser obra nuestra, también, el evitarla. Hay mimbres antropológicos, psicológicos y simbióticos para lograrlo.
Por eso hoy resulta de los más revolucionario y radical derribar el tercer muro y, en contra de la prohibición, atreverse a ver la evidencia de nuestra grandiosa y modesta inserción en la urdimbre inconsútil de la biosfera.
Para derribar este muro sería indispensable formar parte de ese espacio que está en el cielo que contiene dentro de sí a todas las personas que intentan restituir un sentido a sus vidas.
Mil personas, mil gestos, mil días en la direcciones biomiméticas adecuadas.
Hay otros muros, pero están en estos.
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