Quizás por una cuestión de simple azar, o tal vez para mostrarnos sin máscaras la impostura y el horror del mundo, han coincidido el agradecimiento del Papa al presidente Bush por «su compromiso con los valores morales fundamentales» -cito textual-, con la sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU, que reconoce que las 270 personas secuestradas […]
Quizás por una cuestión de simple azar, o tal vez para mostrarnos sin máscaras la impostura y el horror del mundo, han coincidido el agradecimiento del Papa al presidente Bush por «su compromiso con los valores morales fundamentales» -cito textual-, con la sentencia del Tribunal Supremo de EE.UU, que reconoce que las 270 personas secuestradas ahora mismo en Guantánamo, a las que mantienen incomunicadas 22 horas al día en sus celdas de acero, tienen derecho a defenderse y a ser oídas por tribunales civiles.
Prácticamente a la misma hora en la que el Papa Benedicto XVI y el presidente norteamericano se deshacían en acarameladas sonrisas de admiración mutua, y el presunto representante de Dios en la Tierra entregaba a George W. Bush una foto de ambos posando al sol y al aire fresco que regalan los bellos jardines del Vaticano; casi a la vez, en Guantánamo, centenares de personas padecían -padecen-, en sus cárceles, sin ventanas y sin luz, sin poder hablar con su familia o con otros presos, su terrible e inexplicable encierro; sin una acusación formal, sin saber siquiera cuál es su delito.
Los valores morales fundamentales de los que habla el Papa son tan acogedores y flexibles que le permiten recibir, felicitar y homenajear como el invitado más ilustre al responsable del encierro ilegal e inhumano de miles de personas, y hacer todo esto sin albergar ninguna duda en el alma, como si de un acto protocolario más se tratara. Deben ser los mismos o parecidos valores morales que no le impiden a un eurodiputado apoyar una Directiva que permite el encierro de personas inocentes durante 18 meses de su vida; los mismos pilares éticos que soportan la expulsión de niños y jóvenes inmigrantes a terceros países; y después dormir tranquilo en un hotel de cinco estrellas, sin sentir remordimiento ni conciencia de haber cometido ningún mal a la Humanidad, aunque se sea siniestro copartícipe de un retroceso brutal en los derechos humanos de millones de personas, sesenta años después de su Declaración Universal.
«Tomad mi sangre.
Tomad mi mortaja y
los restos de mi cuerpo.
Fotografiad mi cadáver en la tumba, solo.
Y mandad las fotos al mundo,
a los jueces y a las personas
con la conciencia limpia.
Mandadlas a quienes tienen principios, a los justos.
Que ellos carguen con la culpa, ante el mundo,
por esta alma inocente.
Que ellos carguen con la culpa, ante sus hijos y ante la historia,
(…) por esta alma torturada a manos de los «protectores de la paz», escribe desde su celda de Guantánamo, Jumah al Dossari.
La Administración Bush siempre ha mantenido que los prisioneros de Guantánamo no han recibido un trato inhumano, pero la última organización en desmentirlo ha sido Human Right Watch, quien en su informe «Condiciones de detención y salud mental en Guantánamo» pide el cierre inmediato de este centro abierto en 2002.
Un argelino le dijo a su abogado: «Me siento enterrado en una tumba»; un preso de Chad de sólo 21 años, encerrado desde los 15, ha intentado suicidarse siete veces. Sólo en junio de 2006 se quitaron la vida tres personas. Porque a los secuestrados se les mantiene incomunicados hasta la locura y la muerte. En sus celdas pasan años sin derecho a defenderse, sin recibir a sus familias, sin hablar por teléfono con nadie, sin poder hacer ejercicio, sin ver la luz del sol ni relacionarse con otras personas.
«Pero, ¿es cierto que un día saldremos de Guantánamo?
(…) Yo viajo en sueños, sueño con regresar.
Y estar con mis hijos, que son parte de mí;
Y estar con mi esposa y con los que perdí;
y estar con mis padres, el corazón más tierno de la tierra.
Sueño con volver a casa, salir de esta oscura celda.
¿Me oye, juez? ¿Me oye acaso?
Somos inocentes, no hemos cometido pecado.
¡Libéreme, libérenos,
si aún queda justicia y compasión en esta tierra!», grita cada día desde su encierro Osama Abu Kadir.
Fue el 13 de noviembre de 2001, dos meses después del atentado de las Torres Gemelas, cuando el presidente estadounidense autorizó la detención por tiempo indefinido de ciudadanos extranjeros sin derecho a amparo en los Tribunales; y poco después, en el año 2002, el entonces secretario de Estado, Donald Rumsfeld, aprobó nuevas «técnicas de interrogatorio», sencillamente métodos de tortura, como el uso de perros contra los presos, obligarlos a permanecer de pie o agachados, privarlos del sueño o someterlos a ruidos hasta llevarlos a la locura. Y fue el 17 de octubre de 2006 cuando el presidente Bush renovó su compromiso definitivo con los «valores morales fundamentales», firmando la Ley de Comisiones Militares, para crear un sistema de justicia paralelo que ignora la Constitución y todos los tratados internacionales, y que admite pruebas extraídas bajo tortura. En sólo seis años 800 sospechosos de terrorismo han pasado por este campo de concentración.
El mundo entero enmudece mientras la maldad disfrazada de buenos modales se adueña de este Planeta roto. La barbarie se ha instalado en nuestro cerebro anestesiado, como un asesino educado y formal al que alojáramos cómplices en nuestra casa. Nos hemos acostumbrado a la injusticia cotidiana. En una distorsión ética increíble y sin precedentes, al torturador se le homenajea; y al refugiado, al emigrante y al pobre se le abandona, se le expulsa, se le encierra y se le tortura. En los dos hemisferios de un mismo mundo, unos pocos tienen todos los derechos, y el resto de sus habitantes, prácticamente ninguno. ¿Cuánto tiempo más puede sostenerse una situación tan inmoral?