El presidente Luiz Inácio Lula da Silva iniciará este lunes su segundo período de gobierno, postergando respuestas al desafío de pasar a la historia no sólo como el obrero que ganó la Presidencia de Brasil en 2002 y fue reelecto en octubre por amplia mayoría. Su meta es iniciar un largo ciclo de crecimiento económico, […]
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva iniciará este lunes su segundo período de gobierno, postergando respuestas al desafío de pasar a la historia no sólo como el obrero que ganó la Presidencia de Brasil en 2002 y fue reelecto en octubre por amplia mayoría.
Su meta es iniciar un largo ciclo de crecimiento económico, duplicando casi el promedio de 2,6 por ciento del producto interno bruto (PIB) obtenido en sus cuatro primeros años de gestión. El número mágico es cinco por ciento, que representaría una mayor generación de empleos y la reducción más acelerada de las desigualdades sociales iniciada en esta década.
Un paquete de medidas con esa intención, que debió ser anunciado la semana pasada, se aplazó hasta la segunda quincena de enero. Y para febrero quedó la formación del nuevo equipo ministerial que reflejará un gobierno de coalición entre el izquierdista Partido de los Trabajadores (PT) de Lula, el centrista Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y otras pequeñas fuerzas de izquierda.
Un presupuesto ajustado amenaza la meta de crecimiento en el año que se inicia.
Los críticos del mediocre desempeño económico de los últimos años destacan la escasa capacidad inversora del sector público como principal traba. Ella es consecuencia del exceso de gastos corrientes del gobierno, acusan la mayoría de los economistas. Pero entre los izquierdistas se pone énfasis en los altos intereses de la deuda pública, entre los más elevados del mundo.
La obsesión por expandir el PIB, acentuada por las comparaciones con China e India, cuyos productos crecen entre siete y 10 puntos porcentuales por año, alimenta la busca de culpables del bajo crecimiento.
En la lista están desde las «trabas» ambientales hasta la moneda nacional sobrevaluada y la falta de infraestructura, además de los intereses bancarios y la «mala calidad» de los gastos públicos.
La ministra de Ambiente, Marina Silva, es objeto de los ataques, y se especula sobre su caída. Las exigencias ambientales serían obstáculos, por ejemplo, a la expansión del agronegocio en la Amazonia y a la construcción de centrales hidroeléctricas y nucleares, privando al país de la energía necesaria para el «progreso».
Las presiones asustan a los ambientalistas que temen un recrudecimiento de la deforestación amazónica, después de haber logrado reducirla a la mitad en los dos últimos años. Sería el efecto natural del avance de la agricultura y de las represas sobre los bosques, justificado por la meta económica.
Las disputas serán más intensas en este terreno en el segundo gobierno de Lula.
Pero es necesario desarmar la trampa del PIB para desvelar el supuesto dilema entre ambiente y crecimiento económico, es la advertencia casi solitaria de José Eli da Veiga, profesor de economía de la Universidad de São Paulo.
El PIB crece con las guerras y la producción de armas y con la devastación de la naturaleza, observó en varios artículos publicados desde octubre.
No se puede confundir PIB con desarrollo. Desastres como la caída este año de un avión que mató a 154 personas elevan el producto por el pago de seguros y otras transacciones que generan flujos monetarios, ejemplificó. Indonesia registró «aumentos excepcionales» del PIB destruyendo sus bosques, acotó..
Las recetas del crecimiento se rebelan también contra derechos consolidados en los últimos tiempos, incluso por la Constitución de 1988. Reformar el sistema previsional y las leyes laborales para reducir el déficit del primero y el costo del empleo, son algunas medidas apuntadas para promover una fuerte expansión de la economía.
El ex ministro de Hacienda, Mailson da Nóbrega, que condujo las finanzas del país entre 1988 y 1990, culpa a la Constitución de 1988 de tornar «ingobernable» el país por haber forzado un aumento excesivo de gastos públicos, con la multiplicación de derechos consagrados en ella, como la jubilación de los campesinos a los 60 años para los hombres y a los 55 para las mujeres, sin haber contribuido al sistema previsional.
Las disyuntivas que enfrentará Lula aparecen, por ejemplo, en el aumento que decidió conceder al salario mínimo a partir de abril, de 8,57 por ciento, superior a la inflación de tres por ciento registrada en este año. Esa medida se considera otra traba al crecimiento económico, pues aumentará el déficit previsional, ya que 16 millones de jubilados y pensionistas ganan el salario mínimo en este país de casi 188 millones de habitantes.
Cualquier aumento de los gastos corrientes del gobierno exige reducir inversiones públicas o elevar impuestos, cuando ya se reconoce que la carga tributaria llegó al límite en este país, alcanzando 38 por ciento del PIB, una proporción de países desarrollados con excelente bienestar social, y que constituye el doble de la que tienen muchas naciones latinoamericanas.
Brasil vivió un crecimiento económico acelerado en el siglo pasado, hasta 1980, con índices incluso superiores al chino actual en los primeros años 70. Pero era otra etapa histórica, de industrialización con una elevada capacidad pública de inversiones.
El sistema jubilatorio sólo tenía ingresos, casi no había jubilados. Los regímenes dictatoriales ignoraban los derechos sociales, y se podía reducir los salarios para mejorar la competitividad, tal como lo hace China hoy.
Volver a ese pasado está fuera de discusión. Por eso, el desafío de Lula es abrir nuevos caminos de desarrollo, sin desconocer las limitaciones ambientales y democráticas, e incluso con una fuerte participación social promovida por el ascenso de su liderazgo y del PT.
En el área política, el presidente parece contar con mejores condiciones, tras obtener el apoyo del PMDB para una coalición que le otorga mayorías parlamentarias sin los mecanismos ilegales que el PT usó en los tres primeros años de gobierno, desnudados en 2005 en el escándalo del «mensalão», los sobornos mensuales pagados en efectivo a legisladores aliados del oficialismo.
Pero otro desafío es promover una reforma política que resulta urgente, ante los escándalos de corrupción y las distorsiones evidentes que debilitan la representatividad de los partidos y del Congreso legislativo.
En la actual legislatura, iniciada en 2003, más de un tercio de los 594 diputados y senadores cambiaron de fuerza política. Algunos pasaron hasta siete veces de un partido a otro.