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Lula, destructor del hambre

Fuentes: Rebelión

Sonríen,se reconocen, muchos se abrazan; tienen historias compartidas, situaciones horribles y pequeños milagros disfrutados en conjunto. Representan el trabajo humanitario en Latinoamérica y el Caribe y están en São Paulo, la ciudad más rica de América Latina, según su PIB en tránsito a triplicarse para 2020 y la tercera de las Américas en población, con […]

Sonríen,se reconocen, muchos se abrazan; tienen historias compartidas, situaciones horribles y pequeños milagros disfrutados en conjunto. Representan el trabajo humanitario en Latinoamérica y el Caribe y están en São Paulo, la ciudad más rica de América Latina, según su PIB en tránsito a triplicarse para 2020 y la tercera de las Américas en población, con 21.893.053 de habitantes con su periferia agregada, solo superada por las multitudes de Nueva York y Ciudad de México.
Es un día nublado en ese marzo de 2007 y el mundo humanitario de la región deambula por los pasillos del Memorial de América Latina, un conjunto de seis edificios que configuran una de las obras más impactantes de la ciudad y de la obra de Oscar Niemeyer, el arquitecto que domó el hormigón a fuerza de curvas.

Pasaban cosas en la región, y en Brasil -desde el primer día de 2003- un obrero metalúrgico había iniciado su trabajo de empujar fuera de la pobreza a 29 millones de personas, la proeza de reducir la desigualdad en un país como el suyo, desparejo hasta el horror, y lograrincluso que  la clase media pasara a constituir el 51% de la población.

En el Auditorio Simón Bolívar se discutía sobre las respuestas conjuntas a los desastres y la forma de fortalecer a los sectores más vulnerables de la sociedad. Nadie era ingenuo en ese lugar y en ese momento de la Historia y consideraban a la pobreza es la madre de todas vulnerabilidades;  proclamaban que ningún desastre es «natural», sino producto del modelo de producción de cada sociedad, desencadenado, solo en algunos casos, por «eventos» que pueden serlo; apostaban todas sus fichas a la organización y a la participación de la comunidad en la búsqueda de soluciones de largo plazo y en la respuesta a los problemas de coyuntura y reivindicaban a la asistenciahumanitaria contra la asistenciadirigida, pregonada en ese momento, como en la actualidad, por Estados Unidos, su Comando Sur y su IV Flota.

Empalmar las mangueras

Uno de los expositores bajó del podio, aflojó el nudo de la corbata que estaba muy poco acostumbrado a usar, buscó con la mirada al responsable brasileño de asistencia humanitaria, vio que asentía con la cabeza y salió del salón. Habían quedado en encontrarse en el bar del Memorial, que hervía en charlas que se daban en los idiomas de los cinco continentes; el portuñol era el puente  entre el brasileño y  el argentino. Pidieron el centésimo café del seminario y esperaron, hablando de cualquier cosa.

Lo vieron entrar, gigantón, el representante regional del organismo encargado de distribuir alimentos entre las poblaciones carenciadas del mundo y las afectadas por guerras, huracanes, terremotos, inundaciones, deslaves… llegaba con unos minutos de atraso, empapado de transpiración, con su sobrepeso estrujado en su traje de funcionario internacional. Su cometido era lograr una donación significativa de granos para su organización; Brasil iba a hacerla, en realidad iba a dar continuidad a una práctica profundizada desde hacía cuatro años.

Sentado como embajador de una potencia mundial, con la economía nacional trepando hacia el techo del mundo que solo ocupan los volúmenes de Producto Bruto de China, Estados Unidos, India y México, el brasileño plantó el interés de su país en ser proveedor de alimentos del sistema de las Naciones Unidas, además de ser «donante». Solidario, quería, además, jugar en las grandes ligas del sistema mundial y hacer respetar el esquema productivo de su país.

Del otro lado de la mesa, estaba el comisionado del mayor organismo de ayuda humanitaria que lucha contra el hambre en todo el mundo, con una distribución anual de alimentos superior a los 3 millones de toneladas, comprados o recibidos en donación de 92 países y una inversión anual cercana a los 5.500 millonesde dólares, una cifra superior al Producto Bruto de países como Liechtenstein, Barbados, Liberia, Cabo Verde, República Centroafricana, Andorra,  Belice, Guinea-Bissau, Islas Caimán o Groenlandia.

Los dos jugadores de ajedrez conocían las reglas, pero lo disimulaban. El representante de la mole internacional quería pactar un número y cerrar el acuerdo, compraría tantos miles de toneladas, a determinado precio y cerrado el trato, las famosas «planillas excel» que imperan en los nuevos gobiernos de la región y en el sistema de las Naciones Unidas. El delegado de un país soberano, más interesado en ayudar a que su pueblo comiese, por lo menos, dos veces al día, estaba decidido a incluir en la negociación las nuevas características inclusivas del modelo que impulsaba el gobierno del presidente Lula, que en la lucha contra la desigualdad rompió con lógicas establecidas en el mercado de producción y comercialización de alimentos.

El 84,4% de las explotaciones agrícolas del país están en manos de la agricultura familiar que en 2014 por ejemplo, produjo el 37% del PIB del sector agropecuario. Hasta ahí llegó la negociación y empezó la discusión, primero teórica, luego logística. Uno aceptaba incluir a Brasil en el esquema de compras del organismo global, con adquisiciones a gran escala a las gigantescas exportadoras granarias (Norberto Odebrecht, Bunge Alimentos, BRF Foods, Cargill. Louis DreyfusCommodities, JBS Friboi, NideraSementes, Coamo, Minerva, Caramuru, Marfrig, Souza Cruz, entre las primeras 100 empresas del país). Un gran cheque, gigantescas bolsas, decenas de barcos, palo y a la bolsa.

Del otro lado del tablero lo frenaron, la venta se compondría de modo proporcional a los porcentajes de producción de cada sector; ahí terciaba la agricultura familiar, con un 37% del PIB del sector agropecuario, gracias al trabajo  de los  4.367.902 de unidades agrícolas familiares, 84,4% del total.

Lo entendieron, y le presentaron el siguiente obstáculo.  ¿Cómo vamos a hacer para acumular miles de toneladas que traerán también miles de campesinos en bolsitas?, fue la pregunta-rechazo, de un sistema que no incluye como variable de su modelo de negocios la participación activa e igualadora de un Estado. «Sencillo, nosotros nos encargamos de limpiar, controlar la calidad, acopiar y embalar los granos; después se cargan», claro pero imposible de comprender.

Ahí intervino el hasta ese momento silencioso «tercero», fue una suerte de traductor, ya no entre un chino y un… latino, sino entre dos sistemas que no se complementaban. De un lado el internacional, que quería enchufar una manguera gigantesca para chupar la compra de una vez y del otro el «lulista», que respetaba a las campesinas y campesinos productores, sin dejar a nadie afuera por pequeño que fuese su aporte. A la tara conceptual se agregaba la incomprensión del papel del Estado como igualador, como rampa para que los sectores con menos posibilidades puedan subir las escaleras.

El arquitecto que amaba las nubes

La negociación llegó a feliz término, ese «boceto» de acuerdo subió hasta los máximos niveles de una y otra parte y se suscribió el acuerdo; Brasil seguiría con sus aportes solidarios para paliar las consecuencias de los desastres socionaturales, mantendría el apoyo a los programas internacionales que fomentasen su propuesta de «hambre cero» y se convertiría en proveedor de alimentos del sistema de la ONU, con respeto a su propio modelo productivo.

Quedaron cinco tazas de café vacías y tres botellas de agua aniquiladas en la mesa del bar del Memorial. Los «negociadores» ajustaron sus corbatas y volvieron a los salones diseñados por Oscar Ribeiro de Almeida de NiemeyerSoares, ese «mestizo típicamente brasileño», según su propia definición, que dedicó ese edificio a América, bajo el doble emblema del Parlamento Latino y de la Mão, la escultura monumental de una gran mano que sangra, herida con la forma del cono sur americano.

Al «Viejo» le hubiese gustado ser el cuarto de esa mesa; entre lo amigos que siempre destacó en público se contaron el presidente Juscelino Kubitschek, Fidel Castro, el poeta Pablo Neruda, el poeta y músico Vinicius de Moraes y Lula da Silva de quien reivindicó su compromiso con los «meninos da rua», con las mejoras de la vida en las favelas y por el empeño puesto en lograr para Brasil el campeonato del mundo de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 en Río de Janeiro, concretados poco después de su fallecimiento, el 5 de diciembre de 2012.

El maestro que veía cielos, formas efímeras o vapores de agua sobre los lienzos en los que trabajaba y a los que trataba de extraerles propuestas y diseños, como Miguel Angel a los mármoles de Carrara en los que les «encontró»el David o La Piedad, fue un hombre vital como pocos; cuenta la anécdota de un ingeniero  argentino que lo visitó pocos años antes de su muerte que trató de ser cortés y lo alentó con un «ya quisiera yo llegar a su edad con su vitalidad»; seco, Niemeyer le reconoció apenas con un «sí, pero usted puede coger».

Operaciones

Lo que aquí se relata, todo real, fue apenas un escarceo político y técnico entre un modelo global de «ayuda humanitaria» -sin integración de las comunidades, convertidas en actores reales de la construcción de herramientas y de su propia agenda social, sin participación y ni organización popular- y las propuestas de uno de los gobiernos  de esa etapa que, junto a la Argentina de la redistribución de rentas, el Ecuador de la Revolución Ciudadana, la Bolivia Plurinacional y la Venezuela Bolivariana, traccionó las mayorías hacia una vida mejor.

El jefe y motor de esa experiencia brasileña hoy está entre rejas, por la mera «convicción» de una «justicia» que no encuentra pruebas pero sabe a quienes debe encarcelar para que el «vivir bien» que pregona el Papa Francisco no vuelva a tener gestores de peso. El Programa Mundial de Alimentos sigue distribuyendo «ayuda», sin preocuparse por los mecanismos igualitarios de distribución; puede contabilizar las toneladas de alimentos que arroja desde un avión pero no está en capacidad de contar la cantidad de personas  que lo recibieron. Los dos países representados en aquel bar, trabajaron en conjunto durante una década tratando de incorporar a las comunidades al «proceso de distribución integral de la ayuda humanitaria y de los mecanismos de seguimiento y monitoreo»; en el caso argentino la propuesta cuajó en una propuesta denominada «Almacén San Joaquín», en referencia a la localidad del Departamento de Beni, Bolivia, afectado por las inundaciones en 2007.

Tanto cambió la coyuntura en pocos años que hasta en una provincia argentina, la norteña Salta,gobernada por Juan Manuel Urtubey, se vivieron las mismas escenas que en la guerra del Golfo o que se repiten en los países más pobres de Africa cuando se arrojaron bolsas de comida desde un helicóptero a integrantes de diversas comunidades y pueblos originarios, abandonados a su suerte en la localidad de Las Vertientes, una de las zonas castigadas por las inundaciones en marzo de 2018.

En los lienzos del tiempo actual, tipos como Niemeyer, seguramente encontrarían las señales de la construcción de nuevos edificios sociales poblados por las mujeres, los hombres y los niños más humildes de la región, los miles de Lula que nacen y nacerán a partir de las 22  del sábado 7 de abril de 2018.

Carlos A. Villalba es periodista y psicólogo. Investigador argentino asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico. Fue coordinador general de Cascos Blancos, organismo de Asistencia Humanitaria Internacional del gobierno argentino entre 2003 y 2013.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.