El dilema para la vuelta definitiva de las presidenciales francesas es votar por dos alternativas nefastas, ambas a la derecha del espectro político: el candidato de diseño de las elites y las multinacionales, Macron, y Le Pen, la lideresa fascista del Frente Nacional nacido al calor de la crisis aguda provocada por el neoliberalismo. Macron […]
El dilema para la vuelta definitiva de las presidenciales francesas es votar por dos alternativas nefastas, ambas a la derecha del espectro político: el candidato de diseño de las elites y las multinacionales, Macron, y Le Pen, la lideresa fascista del Frente Nacional nacido al calor de la crisis aguda provocada por el neoliberalismo.
Macron es corresponsable de la grave situación actual, de la desigualdad creciente y del robo perpetrado contra las clases populares. Antiguo socio de la potente entidad bancaria privada Rothschild, su trayectoria profesional no deja lugar a dudas: es pura elite o casta, protector de los intereses de las clases propietarias y defensor a ultranza de la privatización a mansalva de los servicios públicos. En suma, un genuino representante de la derecha travestido en centrista para captar sufragios en diferentes caladeros.
Por su parte, Le Pen es lo que es, una tautología fascista que hunde sus raíces en el desencanto de la clase trabajadora y en la ausencia de una izquierda real huérfana de ideas tanto en la vertiente política como sindical. Muchos de sus líderes han cortado sus raíces de origen para venderse al mejor postor institucional o han eviscerado su ideología de clase para acomodarse al tran tran del capitalismo social del estado del bienestar.
Los insumisos de Mélenchon han intentado conectar con la Francia que ha zozobrado en los últimos años, pero el esfuerzo ha sido insuficiente frente a la pujanza infantil de la ultraderecha y el poder casi omnímodo de los mass media alineados con la gente de bien, la clase media sociológica y los intereses de Bruselas. En la segunda vuelta buscan, con su calculada indefinición que no es tal, un resultado ideal: que suba mucho la abstención (si es por encima del 50 por ciento mejor) y que gane por los pelos Macron, el mal menor entre dos enfermedades de sustancia muy parecida.
Si la abstención es muy alta, el porcentaje de participación ciudadana deslegitimaría tanto a Macron como a Le Pen porque habría una mayoría aplastante que no les habría dado su respaldo expreso. El sistema quedaría muy tocado en esta hipotética situación y la nueva izquierda podría sentir el peso de su decisión. Nadie podría gobernar en este escenario con las manos sueltas y, además, sería un toque de atención especial de cara a la consulta general legislativa del próximo verano.
La abstención, pues, siempre que fuera significativa daría alas y argumentos a la izquierdista y heterógenea Francia Insumisa. Ese es el temor de las elites, Bruselas y Berlín, que el nuevo inquilino de la Presidencia de la República Francesa llegara a la máxima magistratura del país en una alarmante minoría social y electoral. El tablero a estrenar podría remover las fuerzas políticas hacia espacios demasiado a la izquierda y críticos con el orden establecido. Ese peligro hay que conjurarlo demonizando a Le Pen hasta la náusea, elevando a Macron a los altares de lo divino y declarando personas non gratas y rebeldes sin causa a los seguidores de Mélenchon.
Más allá de las proyecciones de largo recorrido y las tácticas partidistas, lo cierto es que con Macron o Le Pen, la banca siempre ganaría. El casino neoliberal continuará dando beneficios a las multinacionales y a los especuladores financieros más avispados.
Mélenchon sabe que su apuesta es arriesgada, pero a la vez confía en que el miedo al fascismo y la memoria histórica impidan un triunfo improbable de Le Pen. Lo que intenta es una jugada maestra: que una gran parte de sus militantes insumisos no voten, que los votantes de Le Pen no se desplacen en masa a las urnas ante la derrota cantada por las encuestas de su candidata y que los adeptos a Macron como mal menor lo hagan minoritariamente a la defensiva y con la nariz tapada por el hedor que desprende su líder artificial. Es decir, minimizar lo más posible la victoria de Macron.
Si la abstención subiera de manera ostensible, el triunfo auténtico sería para las huestes de Mélenchon. Ahora bien, si de tanta matemática demoscópica saliera Le Pen triunfadora, aunque su victoria fuera pírrica, el telón de lo impredecible se instalaría en Francia. O no tanto, quizá ese cuanto mejor peor del viejo marxismo sirviera para quitar la venda de mucha gente y las izquierdas pudieran hallar un lugar común o plataforma de entendimiento hacia las inminentes elecciones generales antes citadas.
Gane quien gane el 7 de mayo, muchos movimientos son de esperar en Francia durante las próximas semanas. Cruciales para Europa y, por contagio, para el resto del mundo.
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