Para Xavier Juncosa, quien me enseñó que Benjamin y Sacristán eran poliédricos y que además sus poliedros eran regulares y con numerosas caras. Lo primero, pero, sobre todo, lo más decente que se puede hacer sobre un autor recientemente muerto, cuando lo que se considera es su muerte, es meditar sobre él, […]
Lo primero, pero, sobre todo, lo más decente que se puede hacer sobre un autor recientemente muerto, cuando lo que se considera es su muerte, es meditar sobre él, no juzgarle. Aprender de él, no ponerse a juzgar. Una última observación: en el supuesto de que uno no crea que toda vida humana es un fracaso, como Sartre creía, tal como está las cosas en nuestra cultura, el éxito no es precisamente un concepto que me parezca de mucho interés ni nada entusiasmante para seguir adelante. Prefiero un fracaso honrado, claro, y sin opresión ni agresión.
Manuel Sacristán (1980)
En cambio, en el caso de Gerónimo, se cruzan dos cosas. En primer lugar, una vieja pasión por las culturas amerindias. Cuando yo era joven estudiaba náhuatl, sabía mi gramática náhuatl y tenía mi pequeño diccionario confeccionado por mí mismo, porque en los años cuarenta no conocía ningún diccionario náhuatl. Con un vocabulario que había al final de una gramática y traducciones alemanas e inglesas me fui haciendo el diccionario. Por una parte, pues, esta vieja pasión y por otra parte, una motivación más positiva: la historia de la agricultura en el ámbito amerindio.
Manuel Sacristán (1979)
1. Polifonía
Manuel Sacristán (1925-1985) fue un filósofo y maestro singular.
Contemplado desde diversas atalayas, y dejando mucho poso en la taza, fue, entre otras cosas, un reconocido crítico literario y teatral, que escribió una obra de teatro («El pasillo») y publicó tres decisivas aproximaciones a la obra de Rafael Sánchez Ferlosio, de Goethe y de Heine (Sacristán 1985).
Fue un marxista afinado que leyó siempre a los clásicos de forma creativa, señalando que no había que enseñar a citarlos sino a leerlos.
Fue un destacado militante comunista-antifranquista, que formó parte de la dirección del PSUC y del PCE (lo que le obligó a realizar mucho trabajo clandestino, con las pérdidas que eso comporta) y cuyos papeles de intervención política (sus panfletos, sus materiales, como a él le gustaba llamarlos) siguen siendo escritos políticos admirables de los que hoy se puede seguir aprendiendo.
Fue un filósofo que en su vertiente más académica jugó un papel decisivo en la introducción exitosa de la lógica formal y de la filosofía analítica en España, a pesar de que por motivos políticos, en una de los mayores tropelías de la jerarquía universitaria católico-escolástica-franquista, no consiguiera la cátedra de Lógica de la Universidad de Valencia en una oposición pública de 1962.
Fue un afamado y reconocido traductor y presentador de clásicos tan diversos como Quine, Schumpeter, Taton, Platón, Marx, Engels, Gramsci, Lukács, Korsch, Curry, Hasenjaeger o Bunge (Capella 1987: 219-221).
Fue también uno de los primeros científicos sociales españoles que supo darse cuenta de la importancia de la problemática ecológica y de lo que ello significaba para la renovación del ideario emancipador, al mismo tiempo que percibió la importancia política de movimientos sociales, entonces emergentes, como el ecologismo, el pacifismo, el antimilitarismo o el feminismo, movimientos en los que participó activamente (Comité Antinuclear de Catalunya, comités anti-OTAN).
Fue editor y director de tres de las revistas marxistas más importantes que ha dado la cultura española y catalana: Nous Horitzons, Materiales y mientras tanto; vio, cuando apenas nadie lo percibía en España, la decisiva importancia de los asuntos relacionados con la sociología y política de la ciencia y la tecnología; defendió una concepción singular, documentada y aún vigente de la noción de dialéctica; fue un profesor como hubo pocos, un maestro de universitarios, de trabajadores y de ciudadanos, que dio clases de alfabetización básica en una escuela de adultos del extrarradio barcelonés, y fue además, en opinión de Jesús Mosterín (Juncosa 2006), el filósofo más brillante de su generación, a pesar de que por motivos políticos (presiones eclesiásticas, expulsión de la Universidad) impartió clases de metodología de la ciencias sociales, la mayor parte de sus veinte años de docencia, no en la Facultad de Filosofía de la UB sino en la de Económicas.
Por otra parte, fueron numerosos los lazos de Sacristán con la historia y la cultura mexicanas. De joven, como él mismo explicó en una entrevista de 1979, estudió la lengua de los pueblos nahuas (Fernández Buey y López Arnal 2004: 100). Cuando años más tarde colaboró en Laye, una revista barcelonesa editada entre 1950 y 1954, reseñó diversos ensayos publicados por el Fondo de Cultura Económica: Ser y tiempo de Heidegger, sobre cuyas ideas gnoseológicas escribiría más tarde su tesis doctoral; una introducción de José Gaos al clásico de Heidegger, o la Introducción a la filosofía norteamericana de Herbert W. Schneider, llegando a proponer una singular definición de Hispanidad:
Los Breviarios del FCE son tal vez los más sorprendentes de todos esos libros que nos remite la Hispanidad. Son en principio, manualitos divulgadores. Pero con frecuencia sus satinadas páginas producen sorpresas de cierta magnitud (…) Quedamos, pues, en que, por el momento, la Hispanidad es eso que nos permite leer La Colmena de Cela y la Introducción a la Filosofía de Jean Wahl (Sacristán 1984: 486).
Estuvo, desde luego, estrechamente vinculado a su familia republicana exiliada en México, especialmente a su tío paterno, militante socialista, por quien tuvo una admiración sincera y sentida. En México, en 1970, fue donde se editó por vez primera, en Siglo XXI, uno de sus trabajos más influyentes: la cuidada antología de Antonio Gramsci, que él mismo anotó, tradujo y presentó.
Sacristán se adentró igualmente en el conocimiento de las culturas amerindias y de sus agriculturas tradicionales cuando estudió, tradujo y anotó la biografía de Gerónimo editada por S. M. Barrett para la inolvidable colección «Hipótesis» de Grijalbo, que codirigió con Francisco Fernández Buey.
Fue también en México, en Guanajuato, donde participó en un congreso de filosofía celebrado en noviembre de 1981 con uno de sus textos, en mi opinión, más sugerentes, editado en la revista mexicana Dialéctica con el título «»Sociedad, naturaleza y ciencias sociales» (Sacristán 1984: 453-467), al mismo tiempo que impartió un seminario en la Facultad de Ciencias Políticas y de Sociología de la UNAM y dictó una conferencia «Sobre la autonomía de la ciencia económica».
Apenas uno año después, volvió Sacristán a la UNAM para impartir un curso de postgrado y unas clases de formación del profesorado: «Inducción y dialéctica» y «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» fueron sus títulos, dando pie el segundo de ellos a la publicación de uno de los escritos de marxología hispánica más documentados que se conocen; fue también entonces cuando fue entrevistado por Gabriel Vargas Lozano para Dialéctica (Fernández Buey y López Arnal 2004: 147-177), en la que seguramente es la más completa entrevista que se le hizo nunca, y fue, en Ciudad de México, en 1983, cuando Sacristán se casó en segundas nupcias con Mª Ángeles Lizón.
Finalmente, una de sus últimas cartas, de 10 de marzo de 1985, cinco meses antes de su fallecimiento prematuro en agosto de 1985, estuvo dirigida a Mónica Guitían, profesora de la UNAM; en esta carta, de forma concisa y argumentada, Sacristán exponía sus críticas a cualquier consideración del marxismo como una filosofía de la historia de sustancia y sabor hegelianos.
Algunos de los temas más centrales y más recurrentes en la obra de Sacristán fueron tratados precisamente durante sus dos visitas a México. Cabe aquí hacer una breve presentación de algunos de ellos.
2. Ciencia con consciencia
Fue muy temprano el interés de Sacristán por temas de sociología y política de la ciencia. Ya en 1959, tras su regreso de la Universidad de Münster, donde estudió lógica y filosofía de la ciencia y perfeccionó su alemán, Sacristán dio una conferencia para un colectivo de arquitectos barceloneses con el título: «El hombre y la ciudad (Una consideración del humanismo, para uso de urbanistas)», y en 1966, invitado por la Asociación de Humanidades Médicas de Catalunya, impartió otra conferencia titulada «Parece que ya no basta con el estetoscopio». Pero fue especialmente en los inicios de los años setenta cuando se incrementó su interés por temas de política de la ciencia. Éste fue uno de los asuntos centrales en sus últimos años, tanto en su vertiente académica (clases de metodología y seminarios en la Facultad de Económicas de la UB) como en sus numerosas intervenciones públicas.
El punto de vista de Sacristán puede formularse en los siguientes términos: los peligros, ahora evidentes, de la intensa relación entre la especie humana y la naturaleza, fuertemente mediada por el saber y las prácticas científico-tecnológicas, habían facilitado en los años setenta y ochenta un renacimiento de las concepciones que él agrupaba bajo el rótulo de «filosofías románticas de la ciencia». Apreciando algunas emociones que subyacían a su crítica, reconociendo el valor teórico y político de algunos de sus análisis y descripciones, Sacristán rechazaba su negativa valoración del «mero conocimiento operativo e instrumental», y apuntó, además, que no representaban ni podían representar un camino de salida, entre otras razones por el peligro de «impostura intelectual» que les afectaba en ocasiones: disertaban y sentenciaban sobre el conocimiento positivo hablando de asuntos y desde perspectivas que apenas recogían la práctica científica realmente existente, sin que ello significara, claro está, que Sacristán no fuera muy consciente de los peligros que representaban la industria nuclear, por ejemplo, o las entonces emergentes biotecnologías.
Estas posiciones estaban afectadas, además, por un paralogismo (Sacristán 1984: 455) que dañaba su comprensión de la situación al confundir el plano de la bondad o maldad política con la corrección o incorrección epistémicas. Pero, señalaba Sacristán, era precisamente la potencial peligrosidad práctica de la tecnociencia contemporánea la que estaba directamente relacionada con su bondad cognoscitiva. Y es que, nuevo plano de crítica, en el supuesto de que existiera, tal como estas filosofías parecían defender, un saber superior al cosificador conocimiento positivo, los peligros señalados no sólo no se disolverían sino que se incrementarían exponencialmente por el mayor valor de ese supuesto nuevo saber. Era el buen conocimiento el que era peligroso moral, prácticamente, y tanto más amenazador cuanto mayor calidad epistémica tuviera.
Estas consideraciones hacia las filosofías románticas de la ciencia y sus orientaciones socialistas en materia de política de la ciencia, fueron, como decíamos, ejes básicos de los escritos, intervenciones políticas y conferencias de Sacristán en sus últimos años. Algunos vértices de sus posiciones este ámbito -no muy transitado ni abonado entonces por el marxismo hispánico ni por otras tradiciones académicas-, así como en sus repercusiones en el ideario comunista, pueden resumirse así:
Las principales corrientes del marxismo contemporáneo habían pensado la ciencia moderna como neto factor de emancipación. Se partía del esquema clásico de la idea de revolución (Sacristán 2006c) y de él se infería, respecto a la política de la ciencia, un progresismo sin nubes: la ciencia era una fuerza productiva y toda política sensata de la ciencia de orientación progresista y de izquierdas tenía que consistir única y casi exclusivamente en su promoción: cuanto más, mejor, y de ahí una directriz de política económica de la mayor simplicidad: había que asignar a la tecnociencia la mayor cantidad posible de recursos, no había ni debía haber más limitación que la de las posibilidades existentes.
En su opinión, la principal rectificación que los diversos condicionamientos ecológicos y el fuerte desarrollo de la tecnociencia suponían para el pensamiento revolucionario (Sacristán 1987: 9-17; Sacristán 2005: 73-81) consistía en el abandono de todo milenarismo, de toda consideración de la revolución social como plenitud de los tiempos, ansiado momento a partir del cual obrarían, al fin, las buenas y objetivas leyes del Ser, deformadas hasta entonces por las injustas sociedades clasistas. No hay sociedad humana pensable en la que se disuelvan o superen todas las contraposiciones sociales y naturales.
En su programa de política socialista de la ciencia había una politización del concepto de práctica pero no con la finalidad de primar determinados programas de investigación por supuestas coincidencias ideológicas o político-filosóficas (la distancia con el lysenkismo es radical), sino en el sentido de orientar la investigación hacia determinadas áreas por sus probables aplicaciones prácticas, sociales, comunitarias, convirtiendo la salud laboral, la lucha contra las desigualdades educativas o sanitarias, la lucha contra la contaminación urbana o la conservación del medio, por ejemplo, en tareas prioritarias de esta búsqueda sin término, pero no forzosamente sin finalidad, que es la ciencia.
El principio orientador general de su política socialista de la ciencia exigía una rectificación de modos de pensar fuertemente arraigados en la tradición. Defendía Sacristán una dialecticidad que tuviera como primera virtud práctica el principio aristotélico de la mesura, fruto de la convicción de que las contraposiciones sociales eran ya entonces de tal calibre que no podían considerarse resolubles al modo clásico hegeliano, por agudización del conflicto, sino mediante la postulación y creación de un marco en el que pudieran dirimirse sin catástrofe. No era pensable una solución en blanco y negro por el simple juego de supuestos factores objetivos. Esta era una vía recusable, si se trababa de continuar y apostar por un crecimiento económico-tecnológico que podía llevar a la Humanidad al desastre, o irrealizable, además de no deseable, si se optara sin más por la prohibición de la investigación: en un mundo en el que se asegurara, comentaba Sacristán, «una cierta garantía contra desmanes de las fuerzas productivas, pero a cambio de una prohibición de la investigación de lo desconocido, probablemente todos nos sublevaríamos, o por lo menos todos los filósofos que merecieran el nombre» (Sacristán 2005: 70).
El programa por él propuesto defendía, entre otros puntos, una preeminencia de la educación formativa de la ciudadanía, primar la investigación básica sobre la aplicada, atender a desarrollos científicos poco operativos y descuidados en su mayor parte, admitiría y promovería una actuación equilibrada y discriminada con países menos desarrollados, con menor crecimiento económico, y apostaría finalmente por una racionalidad completada, por una racionalidad democrática y ciudadana que incluiría el control social del desarrollo de la ciencia y de la tecnología.
3. Avanzar entre los valles del deseo y de la realidad.
El marxismo no fue para Sacristán una ideología política progresista, ni la verdadera ciencia de la historia, ni el paradigma teórico insuperable de una época, ni un filosofar omnisciente que dictara leyes al trabajo científico, sino ante todo, y en contraposición con muchas de las aproximaciones dominantes en el marxismo europeo de los años sesenta y setenta, una tradición de política revolucionaria, abierta a otros desarrollos políticos y a otras posiciones normativas. Para él, términos como «marxismo», «comunismo», «socialismo», «anarquismo» abarcaban cada uno de ellos formulaciones con tantos matices diferentes que, en su opinión, aludían más a tradiciones de pensamiento que a fijados cuerpos de doctrina. De hecho, Sacristán sostenía que la situación de crisis en la que ya entonces nos encontrábamos podía ayudar a remontarse a la fuente común de la que habían surgido todas esas tradiciones y que, por otra parte, las reiteradas y publicitarias afirmaciones sobre la crisis del marxismo no deberían ser ocasión para la desesperación. Como él mismo observó atinadamente, todo pensamiento decente, marxista o no, debía estar en crisis permanente (Fernández Buey y López Arnal 2004: 203).
El marxismo era un intento de formular conscientemente los supuestos y consecuencias del esfuerzo por crear una sociedad y una cultura comunistas, y dado que podían cambiar, y cambiaban de hecho, los datos de ese esfuerzo, sus supuestos y sus implicaciones fácticas, Sacristán creía que tenían que cambiar también sus supuestos e implicaciones teóricas: su horizonte intelectual de cada época. Esa fue también una de sus últimas tareas: una reorientación del movimiento y de las tesis comunistas acordes con las urgencias ecológicas, la crisis del sistema patriarcal o la irrupción del armamento nuclear. El marxismo era, para él, un intento de vertebrar racionalmente, con el mayor conocimiento del que fuéramos capaces y con el mejor análisis científico posible, un movimiento emancipatorio. Por ello, Sacristán pensaba que no se debía ser marxista, que «lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan».
En esta consideración del marxismo como tradición política revolucionaria, en absoluto como mera filosofía teórica o como asegurada teoría de la Historia, no hay rupturas radicales en su obra ni en su hacer sino matices o tonos diferenciados. Uno de sus primeros escritos marxistas, «Jesuitas y dialéctica», publicado inicialmente en 1960 en una revista del PCE en el exilio, Nuestras ideas, finalizaba con la siguiente consideración: «Marxismo y dialéctica real -incluyendo para el filósofo ese último y decisivo punto de su reinserción revolucionaria (es decir: dialéctico-cualitativa) en el mundo- son inseparables. Lo que quiere decir […] que un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición».
En el coloquio de una conferencia que impartió en la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona en 1980 con el título: «¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?», se le preguntó si no era acaso la misma tradición marxista la que estaba poniendo trabas a la incorporación de científicos del ámbito de las ciencias sociales al entonces incipiente movimiento ecologista. La teoría marxista del desarrollo de las fuerzas productivas y su choque con las relaciones de producción imperantes, la tesis de la necesidad del trabajo, el mantenimiento del desarrollismo económico hasta el estadio de transición al socialismo o al comunismo, ¿no eran acaso fuertes impedimentos culturales para que economistas de esta tradición pudiesen incorporarse al movimiento ecologista?
En su respuesta, aceptando parte del planteamiento, Sacristán matizó que tal vez fuera ése el caso de economistas de una cierta tradición marxista, aquélla que venía de la vejez de Engels y que se solía asociar con la II Internacional, tendencia que, indudablemente, había tenido mucho peso, pero ni incluso en este caso, pensada en todos sus aspectos, la anterior sugerencia podía ser aceptada sin discusión. En su opinión, ni siquiera el esquema transformador del Manifiesto Comunista caía dentro del capítulo de los trastos viejos del marxismo. Más caducada le parecía la tesis de la caída tendencial de la tasa de beneficio que el conocido esquema sobre fuerzas productivas y relaciones de producción.
Proseguía señalando que, por debajo de sus afirmaciones y sin querer ocultarlo, estaba naturalmente su personal visión del marxismo, «que no tiene por qué ser compartida con otros que se consideren también insertos en la misma tradición». Para él, era básico no olvidar que Marx era un pensador fallecido en 1883; por consiguiente, si su legado, si su obra, tenía importancia científica tenía entonces «que estar más o menos tan revisado como lo que hayan hecho todos los científicos importantes muertos en 1883 -por ejemplo, Maxwell-, o que han trabajado en 1883, y si lo que él ha hecho no se puede tocar, refutar, rehacer, entonces es que no tenía ningún valor. O tenía un valor artístico, nada más», sin que de esto último, advertía, pueda colegirse desprecio alguno. Pero, en su opinión, en el caso de Marx había más, algo más que decisivas aportaciones científicas en el campo de las ciencias sociales. En él había también el origen de una tradición emancipatoria, no sólo cognoscitiva, y, por tanto, «el marxismo vivo es una tradición, no una teoría, no una ciencia como se suele decir».
Obviamente, añadía, y acaso esto resuma su consideración central del marxismo, «como tradición me parece una tradición muy potente, dotada de un tronco de pensamiento transformador de los más claros de la historia del pensamiento y capaz, naturalmente, de muchas líneas, como toda tradición. A mí lo que ha hecho Marx me parece más bien un acto fundador de creación de cultura que una creación de un sistema científico. Dicho así para el léxico de jóvenes intelectuales españoles, sobre todo barceloneses, de estos años: se coge la visión del marxismo mío, se la vuelve del revés, y sale la de Althusser».
4. Complejos avatares dialécticos.
Algunas incomprensiones básicas penetraron prontamente en el ámbito de la dialéctica marxiana. Acaso por llevar a las espaldas la voluminosa mochila filosófica de una tradición demasiado repleta de teorías leninistas del reflejo y de extraviadas concepciones sobre ontología y epistemología, pero es necesario admitir que incluso informados marxistas como Novack (1976: 55) defendieron en los años sesenta disparatadas tesis sobre las relaciones entre dialéctica y lógica. Las leyes de la lógica formal, decía, proscriben la contradicción, situándose en franca oposición con la realidad de la evolución universal: si la ley «formalista» de identidad afirma que nada cambia, la dialéctica, por el contrario, asegura que todo está en constante devenir. Materialismo versus idealismo. ¿Cuál de esas proposiciones opuestas era falsa y cuál verdadera? ¿A cuál deberíamos adherirnos y cuál deberíamos descartar? Esas eran, se señalaba, las preguntas que los materialistas dialécticos formulaban en voz alta y clara a los formalistas empedernidos. Eran las decisivas cuestiones «que la lógica formal no se anima a oír ni a considerar porque expone el vacío de sus pretensiones y señala el fin de su reinado de dos mil años sobre el pensamiento humano».
No fue nunca ésta la perspectiva ni la posición de Sacristán. El reconocido autor de Introducción a la lógica y al análisis formal nunca vio oposición alguna entre la lógica formal, clásica o no, y la dialéctica. Como Elster, Sacristán creía que la dialéctica no ofrecía un método operacional que pudiera aplicarse con buenos o regulares resultados dentro de límites definidos, o que de y con ella pudieran extraerse «leyes sustantivas del desarrollo histórico con predicciones precisas para casos conceptos» (Elster 1991: 39). Empero, de estas consideraciones compartidas, Sacristán no extraía una condena sin paliativos y sin restos de la finalidad dialéctica. Tampoco en esto andaba muy alejado de la posición del autor de Uvas amargas: sin duda no hay «ley» de la negación de la negación, pero esa noción, sostenía Elster, «tiene un cierto valor al dirigir nuestra atención a problemas que de otro modo podríamos haber soslayado» (Ibid, 38). Sacristán no hubiera puesto objeciones a esta afirmación; de hecho, explícita y reiteradamente así lo indicó en su prologo de 1964 al Anti-Dühring engelsiano. No sólo entonces.
En su presentación de 1983 a la traducción catalana de El Capital (Sacristán 2004: 360-364), recordaba Sacristán el experimento mental propuesto por Lukács en Historia y consciencia de clase: suponiendo que todas las afirmaciones particulares del legado de Marx hubieran sido falsadas o vaciadas por la misma evolución social, qué era entonces lo que permanecería aún vivo de la tradición marxista se preguntaba Lukács. El filósofo húngaro no aceptó la nada como respuesta: si todas las tesis sustantivas del marxismo hubieran sido orilladas por el desarrollo de las sociedades humanas, por el hallazgo de alguna inconsistencia teórica o por algún tipo de falsación, seguiría vigente el estilo de pensamiento de Marx, englobante, dinámico e histórico, estilo que el autor húngaro denominaba «método dialéctico». Admitiendo que la idea lukácsiana le resultaba sugestiva, Sacristán añadía un importante matiz: el programa englobaba diversas ciencias sociales, no se oponía por principio a la matematización en estos ámbitos, permanecía atento a los desarrollos de las disciplinas naturales, se totalizaba en la historia, e incluía un núcleo de teoría en sentido estricto, falsable y revisable, que se encontraba básica, aunque no únicamente, en El Capital.
El programa marxiano era ya en aquellos lejanos años de finales del XIX totalmente inabarcable por un hombre solo, lo que podía explicar, añadía Sacristán, los sufrimientos psíquicos y físicos de Marx, al mismo tiempo que daba su estilo de época a una empresa intelectual que hoy, como ha apuntado entre otros John Berger, consideraríamos más bien empeño propio de un colectivo científico-artístico interdisciplinar y no tarea de un investigador en solitario. Quedaba en todo caso como idea imperecedera, concluía Sacristán, la consideración de que todo programa de transformación social debía incluir saber real, conocimiento positivo, a pesar de su carácter criticable, revisable y perecedero.
¿Qué sentido tenían entonces las denominadas «leyes» dialécticas del paso de la cantidad a la cualidad o de la negación de la negación? Lo tenían si se entendían de manera radicalmente distinta: la «ley» de la doble negación no era en absoluto equiparable a la ley de la gravitación universal o a la de la conservación de la energía. Pero Sacristán señaló reiteradamente que esas ideas pertenecían a un género intelectual que sería negativo perder. Eran «metáforas metafísicas» del tipo «todo cambio consiste en el paso de la potencia a acto» o, por poner otro ejemplo por él muy querido, la afirmación aristotélica del De anima de que «el alma es, en cierto sentido, todas las cosas». De ningún modo era éste un saber rechazable, se trataba de un pensamiento semipoético con el que los filósofos habían podido describir la experiencia cotidiana pre-científica, metáforas que ordenaban experiencia vital. Las «leyes» adscritas al «método dialéctico» serían una de las últimas grandes metáforas metafísicas que habían contribuido a estructurar la experiencia de sectores de la humanidad, pero no eran ni podían presentarse como ideas científicas.
Como no podía ser de otro modo, tratándose de una noción con tanta tradición filosófica detrás, son diversos los significados del término que pueden hallarse en la obra de Sacristán, pero no hay inconsistencia entre ellos y acaso pueda verse un interesante hilo conductor que los enlaza y que, en mi opinión, tiene que ver directamente con lo que fue divisa vital e intelectual de Sacristán por él mismo anunciada en su conocida reflexión metafilosófica de 1968 (Sacristán 1984: 362): «[…] J. D. Bernal describió con pocas palabras lo que imponen de derecho a una cultura universitaria sin trampas premeditadas los resultados de esos doscientos años de crítica. Modernizando su formulación puede hoy decirse: hay que aprender a vivir intelectual y moralmente sin una imagen o «concepción» redonda y completa del «mundo», o del «ser», o del «Ser». O del «Ser» tachado». La aspiración dialéctica podía ayudar a realizar este empeño con los instrumentos disponibles más adecuados y aspirando alcanzar los mejores resultados. .
En el conjunto de su obra hay usos de dialéctica que no tienen especial relevancia filosófica. Pueden ser traducidos, sin pérdida alguna, por filosofar marxista, por concepción fluyente de la realidad o de la verdad o, en ocasiones, por interrelación no cooperativa entre partes o elementos de un determinado sistema. Más allá de este significado básico, los usos singulares del concepto por Sacristán pueden ser agrupados básicamente en tres apartados: 1) la dialéctica entendida como un determinado estilo de pensamiento ; 2) la dialéctica pensada como un objetivo gnoseológico consistente en buscar totalidades, entre los dispersos y variados resultados del hacer científico, sin olvidar resultados de las ciencias sociales ni aproximaciones artísticas o filosóficas generales, uniendo, pues, en la tarea las dos o tres culturas usualmente distanciadas; 3) la dialéctica vista como aspiración al conocimiento de singularidades, objetivo éste normalmente desechado por el conocimiento científico tradicional. El posible hilo conductor de esta taxonomía recorrería el siguiente trazado: la dialéctica sería una forma general de pensar que intentaría construir síntesis de conocimientos o aproximaciones parciales, de carácter científico, artístico o filosófico, sin menospreciar conocimientos empírico-prácticos de tradiciones populares, que permitieran una aprehensión creativa, documentada, no redondeada ni inmutable de singularidades, de totalidades concretas, con el blanco no ocultado de probables intervenciones en determinadas prácticas sociales. No siempre la dialéctica es una aspiración estrictamente gnoseológica. La XI tesis sobre Feuerbach, su misma noción del filosofar, la importancia otorgada a la razón pública y su comprensión del marxismo como tradición política transformadora planean, cercanas, a lo largo y ancho de su concepción.
Dialéctico sería, pues, un término aplicable a un producto intelectual que quedaría caracterizado por su globalidad y totalidad, por el carácter endógeno de la explicación, y que implicaría, en mayor o menor medida, un punto de vista histórico puesto que no existen objetos sociales atemporales. Podría decirse entonces que una teoría sería más o menos dialéctica en la medida en que fuera más o menos englobante, autoexplicable e histórica. Para la construcción de estos artefactos históricos, para la aprehensión dialéctica y revisable de estas singularidades, un estilo intelectual atento a los conflictos o contraposiciones ocultas, que no olvide las propiedades emergentes de los sistemas, que una rigurosamente saberes positivos dispersos y que no renuncie a hipótesis globales documentadas, es un excelente plan de trabajo o, si se prefiere, un magnífico programa de investigación, «un Studium generale y hasta un vivir general para todos los días de la semana» (Sacristán 1985a: 49).
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Nota: Una versión de este artículo se publicó en la revista mexicana Memoria nº 209, julio 2006.