En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal analiza la faceta de Sacristán como un maestro socrático y machadiano, un abridor de ojos y un festival del espíritu.
... «Socrático» en palabras de Joaquim Sempere.
... «Machadiano» (también mairenista),
como ha sido definido por discípulos y estudiosos de su obra.
... «Abridor de ojos» en justo y hermoso decir de Paco Fernández Buey.
... «Festival del espíritu» de acuerdo con Juan-Ramón Capella.
Para Paco Fernández Buey y José M.ª Valverde, que también fueron
(y siguen siendo) nuestros maestros. In memoriam et ad honorem
No han sido pocas las voces que han elogiado a Manuel Sacristán como profesor, incapaz, como dijera Carlos Piera, de impartir una clase sin preparación adecuada. Yo mismo, que fui durante tres cursos alumno intermitente no matriculado de sus clases de Metodología, puedo dar fe de ello. No eran frecuentes profesores como él en los años setenta y ochenta del pasado siglo en nuestro país (hablo de España, no solo de Cataluña). Cada clase que impartía –¡no nos perdíamos ni una!– generaba en nosotros asombro, deslumbramiento, preguntas, dudas, inquietudes, ganas de saber y estudiar más… y deseo de que llegara pronto la próxima.
Sacristán también demostró su altura y profundidad pedagógicas en sus conferencias y mesas redondas, en sus clases de alfabetización de adultos de Can Serra, en muchos de sus «Panfletos y materiales», en sus seminarios o en los cursos (clandestinos) de formación que impartió a lo largo de los años a jóvenes militantes del PSUC o de otras organizaciones antifranquistas.
Juan-Ramón Capella dejó un lúcido testimonio de las clases de Fundamentos de Filosofía en su biografía política del que fuera su maestro y amigo. «Las clases de Manolo, que da con gran naturalidad, con rigor absoluto pese a la necesidad de hacerse comprender en el ambiente de los estudiantes de Económicas, estaban inteligentemente concebidas y rigurosamente preparadas». Se articulaban en torno a una gran cuestión central «siempre planteada con detalle, cuyos aspectos eran desplegados y debatidos ante los estudiantes para llegar a conclusiones de gran ponderación, muchas veces enteramente abiertas». Los oyentes no siempre comprendían todas las implicaciones de una explicación así, «pero al menos advertíamos que había más materia para reflexionar que la inmediatamente accesible y, por otra parte, los estímulos e indicaciones para el estudio y la lectura resultaban impagables.
El prestigio derivado de la calidad de su magisterio, en opinión de Capella, fue durante años la única, «pero en definitiva débil protección de Manolo contra la represión de que fue objeto continuamente, ya que le tocó ser en Barcelona uno de las primeras personas en quien volvía a hacerse visible –por supuesto, sólo en círculos bien informados– el partido comunista».
Andando el tiempo, las multitudinarias clases de Sacristán (solía tener en clase miembros, en plural, de la temible y criminal Brigada Política-Social del franquismo) se convirtieron en referencia para los estudiantes también en otros términos: «los actos culturales organizados por ellos –como una conferencia del biólogo Faustino Cordón [se cartearon], o una mesa redonda sobre “el realismo en la literatura” entre Celaya, José Agustín Goytisolo, Barral, Gil de Biedma y García Hortelano– se convocaban “después de la clase de Sacristán”». También se convocaban de boca en boca para «después de la clase de Sacristán», manifestaciones estudiantiles que trataban de llegar hasta las Ramblas barcelonesas, donde, inevitablemente, hacía su aparición la policía para imponer orden. Su orden, el orden franquista.
Pero Sacristán no fue solo un excelente profesor, que lo fue, sino un maestro, un verdadero maestro, alguien que dejó huella profunda no solo en términos didácticos y gnoseológicos, sino también en aristas que tienen que ver «con el vivir y con lo que el vivir conlleva», como él mismo dijera de Ortega, con el «ir en serio», con el estar-en-el-mundo, con el saber a qué atenerse, con el pensar, decir y hacer. El documental «Sacristán maestro», que el cineasta e historiador Xavier Juncosa incluyó entre los ocho documentales que forman «Integral Sacristán», fue todo un acierto. Dio en la diana. Sigue interesando e emocionando.
(Un apunte sobre sus maestros, también de paso sobre su noción de filosofar. En una conferencia de 1979, «Reflexión sobre una política socialista de la ciencia», comentó Sacristán: «En realidad, estas cuestiones que solo se pueden resolver en la vida cotidiana dejan ver muy claramente que, contra la ilusión de una respetable tradición filosófica entre la que cuento a uno de los pocos que considero que han sido maestros míos, que me han enseñado algo, Scholz, el metafísico y lógico protestante de Westfalia de la primera mitad de siglo, contra lo que ellos han esperado, no existe la posibilidad de una metafísica como ciencia rigurosa. Se empieza intentando hacer metafísica como ciencia rigurosa y al final resulta una modesta lógica en el último capítulo. Metafísica de verdad no es ciencia rigurosa, es filosofía en el sentido más tradicional y amplio de la palabra».)
Veamos algunas consideraciones sobre el Sacristán maestro. A excepción del primer caso, tomo pie en artículos publicados en Del pensar, del vivir, del hacer, el libro, un pelín olvidado, injustamente en mi opinión, que acompañó a los documentales «Integral Sacristán».
Josep Mercader Anglada [JMA] ha explicado sus impresiones y recuerdos cuando fue alumno suyo en la Facultad de Políticas, Económicas y Empresariales de la UB en los años de su primera expulsión, mediados de los sesenta.
JMA recuerda que Sacristán les informó el primer día de clase que dedicaría el curso a la lógica formal y a la epistemología. (Tocaba también otros temas, pero así hizo también en cursos anteriores). Justificó la utilidad que podía tener el aprendizaje de la lógica en su formación como economistas, como científicos sociales, y añadió que la lógica formal era un campo de la filosofía poco susceptible de tendencias ideológicas y que, por consiguiente, «esperaba no poder ser acusado por nadie de desvaríos en sus explicaciones en clase». JMA coligió que Sacristán había podido tener problemas en cursos anteriores. A él aprender algo de lógica le atraía suficientemente, «con un profesor, con problemas con las autoridades, todavía más».
Eran bastante más de cien los alumnos matriculados. Sus clases estaban siempre llenas a rebosar, a menudo con alumnos sentados en los escalones de los pasillos. A pesar de que él, en general, se saltaba «olímpicamente todas las clases» (¡en el bar de la facultad se aprendía más!), y que dejó la carrera de Económicas dos años después, no faltó nunca a las clases de Fundamentos. Llegaba antes de la hora para no tener que sentarse en los pasillos o en la misma tarima. A pesar de la masificación, no había barullo: «en sus clases el silencio era total, la atención completa. Todos tomábamos apuntes como si nos fuera la vida en aquella asignatura». Como si les fuera la vida.
Un día una estudiante se mareó por el sofoco de tanta gente apretujada. Antes de darse cuenta de lo que sucedía, JMA vio que Sacristán se interrumpía de repente, saltaba de la tarima al suelo por encima de los alumnos allí sentados, y se acercaba a la segunda o tercera fila para interesarse por ella. Entre él y algunos estudiantes acompañaron a la joven fuera del aula, «nos tuvo un buen rato aguardando», hasta que regresó a la pizarra y les comunicó que su compañera estaba bien, que no había pasado nada. «Yo ya conocía al Sacristán maestro, aquel día conocí a Sacristán como persona».
JMA conoció todavía mejor a su profesor cuando realizaron un examen parcial de la asignatura. Sacristán se presentó con todos los exámenes «magnífica y concienzudamente corregidos» en la clase siguiente. Antes de devolverlos, les indicó que aquella prueba debería servir como un balance entre lo que ellos habían asimilado y su percepción previa de ello. «Comentó lo que creía válido como repuesta a cada una de las cuestiones planteadas y, antes de repartir los exámenes, nos hizo un breve comentario personal, en voz alta, ¡uno por uno!». Si alguien prefería que no lo hiciera, «podíamos indicárselo con un simple gesto. Pero nos pidió, eso sí, que fuéramos atendiendo a todas aquellas observaciones porque, aunque no fueran dirigidas a todos, también nos podían ser de utilidad».
JMA recuerda bien el comentario que hizo de su examen. «Usted escribe poesía, ¿verdad?», le preguntó. Sí, admitió. «Se nota. Su examen está bien, pero adolece de una redacción torturada, como si tuviera de luchar para encontrar en cada frase la palabra exacta». Comentario ajustadísimo en opinión del propio examinado «Al instante, había detectado mi talón de Aquiles. En los folios del examen había otros comentarios escritos y una nota que me supo a poco, un 8, pero que tuve que reconocer que era seguramente la que me correspondía».
La novelista y ensayista, Rosa Regàs [RR], fallecida en 2024, también nos dejó su testimonio en un artículo titulado «El maestro».
RR conoció a Sacristán en el curso 1961-62. Desde el primer día de clase despertó su interés «y el de todos los estudiantes de Económicas, una facultad que tenía fama en aquel momento de moderna y distinta a las demás». Como recordaba JMA, la clase estaba abarrotada y los estudiantes tenían que sentarse en las gradas laterales. RR señala que tenían «la impresión de que estábamos haciendo algo prohibido o al menos algo que a las autoridades, las únicas que conocíamos, los grises, no les gustaba». Asistían al curso «convencidos de que en cualquier momento oiríamos los cascos de los caballos cabalgando sobre el suelo del patio que anunciaría la llegada de la autoridad, la detención de Sacristán y la de unos cuantos estudiantes».
Para RR, Sacristán tenía muy poco de maestro en el sentido tradicional, solemne, del término. «Era más bien el tipo de intelectual italiano como los que habíamos visto en las revistas extranjeras que circulaban clandestinamente, o a mí me lo parecía, con aquellas grandes gafas de montura potente y oscura que de ningún modo disminuían la vigorosa mirada de sus ojos».
Ella guardó durante muchos años una abultada carpeta con todos los apuntes del curso. Aparte de los temas de clase, «de las preguntas dirigidas a los alumnos que iniciaban los debates más sustanciosos de aquellos años tristes», Sacristán se las arreglaba para abrirles puertas a otras cuestiones «que, por lo menos yo, hasta entonces no había conocido ni siquiera me había planteado, y nos parecía que cada lunes nos llegaba un jirón de su mensaje de forma subliminal que intentábamos hacer nuestro hurgando en el trasfondo de sus palabras sobre existencialismo y neopositivismo». RR recuerda, por ejemplo, «la responsabilidad de cada uno de nosotros, de cada individuo frente a lo colectivo, frente a la sociedad».
Sacristán era tan coherente y riguroso en las exposiciones «que incluso al margen de esa búsqueda a la que sin decírnoslo nos obligaba, al margen del debate que se organizaba tras su intervención, oírlo, seguirlo y entenderlo era un verdadero placer», un placer que ella continuaba después envuelta en su pensamiento y en las lecturas recomendadas.
No era sólo el compromiso al que Sacristán se mantuvo fiel hasta el final lo que más le conmovió de él, ni su lucidez y sabiduría, «ni la templanza y sagacidad de su escritura, ni la precisión de sus traducciones, ni la amabilidad con que la trató más tarde, ni la entereza ante los avatares que acompañaron sus últimos años», sino el entusiasmo intelectual que sabía imprimir en clase, «como un tesoro que hasta entonces nos había estado vedado y que se convirtió en una base sólida de conocimiento» que con los años, en su caso, «se ha abarcado también el compromiso, y no sólo el político y social sino el ecológico, el personal y sobre todo el intelectual y profesional».
Para RR, Sacristán fue uno de los filósofos marxistas españoles más importantes del siglo. Fue y seguía siendo el hombre que supo despertar su inteligencia al interés por el conocimiento, «y sobre todo fue un maestro, una cualidad menos valorada y brillante que su extraordinario talento y su decidido compromiso, pero igualmente relevante a los efectos sociales y políticos y, desde luego, cada vez más difícil de encontrar».
No todo el mundo en aquellos ominosos años de la posguerra tuvo la suerte de tener un maestro verdadero como él, concluía la que fue directora de la Biblioteca Nacional española.
Uno de sus grandes discípulos, compañero suyo del alma y de mil aventuras políticas y filosóficas, Francisco Fernández Buey [FFB], maestro a su vez de muchos de nosotros, también habló de ello en «Un maestro que visitaba talleres de imprenta».
Hay maestros en la escuela, maestros en el taller, maestros en la producción artística y maestros en la universidad, señalaba FFB. En la España de la II República hubo excelentes maestros de escuela, muchos de ellos asesinados o desterrados por la dictadura. Sacristán se lo recordaba siempre que venía al caso «para decirnos a continuación que para lograr una sociedad civilmente democrática había que volver a dignificar esta profesión». Eran tiempos en los que cuando se hablaba de los maestros de escuela se empleaba la minúscula; «la mayúscula o las letras capitales se reservaban para los Maestros del Pensar, para los Maestros de la Universidad, a los que por lo general se consideraba maestros en un sentido superlativo». No fue esa la opinión y actitud del que fuera maestro suyo.
Sacristán, recuerda FFB, usaba mucho la palabra «maestro» en el amistoso sentido coloquial que en un tiempo tuvo para el castellano y que se había ido perdiendo. «La usaba sobre todo para dirigirse a personas próximas, a las que quería, en el momento del encuentro. Nadie se siente maestro cuando le llaman maestro en este sentido; simplemente se siente reconocido, próximo». Esta forma de abordar al otro o de iniciar una conversación amistosa ya no era habitual en la Barcelona de aquellos años sesenta y setenta. FFB oyó pronunciar la palabra «en contextos así, todavía, en algunos ambientes andaluces. Sin duda, “maestro”, en este sentido afectivo que digo, era una de las palabras preferidas de Manolo Sacristán, seguramente una herencia familiar». Efectivamente, Sacristán la usó cariñosamente en ocasiones para dirigirse a su padre, también Manuel.
Pero luego estaban los maestros propiamente dichos. Sacristán solía alabar al maestro de escuela, «a cuya dignificación dedicó muchísimas horas, sobre todo a mediados de la década de los setenta, poco antes de la muerte de Franco». Una de las varias cosas interesantes que hizo en esos años, «no siempre bien recordada, fue precisamente dar forma a la plataforma reivindicativa que las maestras (porque muchas, la mayoría, de los maestros propiamente dichos eran mujeres) rojas de la Barcelona de entonces estaban elaborando, con la vista puesta en lo que tenía que haber sido la Huelga General de la Enseñanza».
De entre las llamadas fuerzas de la cultura o «cultifuerzas», como solía decir con humor, uno de sus neologismos más logrados, Sacristán apreciaba sobre todo «el papel de las maestras y maestros porque estaba convencido de que, desgraciadamente, el franquismo les estaba convirtiendo en los parias del trabajo intelectual». Pocas veces vio FFB desplegar a Sacristán tanta pasión «como en esos años en que, fuera de la universidad, se entregó a construir lo que llamábamos frente de la enseñanza».
Otros maestros por los que Sacristán sentía especial predilección eran los maestros de los oficios, «los maestros de taller, aquel tipo de trabajadores que habían deslumbrado a Marx en París y cuya manera de comunicarse y convivir le hicieron comunista, según dijo él mismo». Sacristán apreciaba mucho los saberes (¡eran también saberes!) de este tipo de maestros del trabajo manual, «sobre todo el de impresores y linotipistas, no sólo porque algunos de ellos hubieran estado en el origen del movimiento obrero organizado, que así fue, sino también por el vínculo entre buen hacer y bien pensar que veía en ellos».
FFB recuerda, y recuerda bien, que cuando trabajaba en asuntos editoriales a Sacristán «le gustaba ir a las imprentas y seguir y discutir personalmente con los impresores el proceso técnico de producción de los libros o revistas». Por lo que pudo observar en varias ocasiones, «no sólo por aquello de la supervisión de la obra bien hecha, sino por placer: por el estar con ellos, por el olor de las viejas imprentas, por la conversación con los obreros, por la convicción de que también el trabajo intelectual es trabajo en la producción, por aprender técnicas nuevas, por el vínculo que esto tiene con la producción artística».
Desde el punto de vista del autor de La gran perturbación, de todos los maestros, los que menos gustaban a Sacristán «eran los Maestros Universitarios del Pensar y Sólo del Pensar, los maestros-mandarines para cuya actividad la ideología dominante reserva mayúsculas y capitales. Claro que se dirá: «Pero él mismo era un Maestro Universitario, un Filósofo que hizo escuela». Y lo era, desde luego… Sólo que Sacristán no se parecía en casi nada a los filósofos académicos contemporáneos y en nada a los mandarines del pensar de la época».
Esto podía, que parecer raro y hasta contradictorio, admite FFB, exigía una explicación.
Sacristán no era un filósofo licenciado ni un intelectual tradicional al uso. Era un maestro de estirpe socrática, de los que enlazaban con el machadiano Juan de Mairena. «Hablaba muy bien, hasta el punto de fascinar a los auditorios con su método, su rigor, su precisión y su conocimiento de la lengua. Pero no hablaba por hablar. Escribía estupendamente, en uno de los mejores castellanos que yo haya tenido ocasión de leer en aquellos años. Pero no escribía por escribir. Hablaba y escribía con rigor, claridad y precisión siempre para otros, siempre para servir, siempre para ser útil a aquellos que, como diría el conde Arnaldo, con él iban (o iban a él). Y como con él entonces iban muchos (o iban muchos a él para pedirle consejo o conocimiento), escribió y habló de muchas cosas».
FFB estaba seguro de que, como los grandes maestros, por su compromiso social y político, «escribió y, sobre todo habló, de más cosas de las que le hubiera gustado hablar o escribir». Por eso mismo habían podido considerar maestro a Sacristán gentes muy distintas, de muy variada procedencia: «sindicalistas y obreros que estaban saliendo del analfabetismo, maestros de profesión y profesores de instituto, docentes aniversarios y filósofos académicos, científicos sociales y científicos naturales, activistas del comunismo y activistas del ecologismo y del movimiento por la paz». Para unos, que querían superar su analfabetismo para poder escribir una carta a la familia o leer un periódico, «habrá sido un maestro en sentido estricto de la palabra». Para otros, que buscaban orientación en la lucha antifranquista o en la crisis del comunismo, «habrá sido un abridor de ojos». Para quienes buscaban un método científico o un programa sólido «habrá sido, sobre todo, un profesor innovador y original».
Lo más notable, lo que hizo de Sacristán un maestro diferente para tantas personas con intereses y preocupaciones diferentes, era, en opinión de FFB, la capacidad que tenía «para comunicar y explicar sus ideas (y las de los demás) en ambientes tan distintos. Sabía pasar de la verdad científica a la verdad de Perogrullo con una facilidad pasmosa». FFB recordaba haber visto a maestros universitarios perder el color o irse por las etéreas nubes de lo incomprensible ante preguntas y solicitudes de maestros de escuela, «y no digamos ante maestros de oficios o ante trabajadores que empiezan a leer y quieren saber qué es eso de la plusvalía o eso de la caída de la tasa de beneficio o eso de las externalidades». No fue el caso de Sacristán. FFB le había visto en situaciones tan distintas «como la de explicar un teorema de lógica, el principio de relatividad del movimiento local en Galileo, por qué los ateos no deben cargarse con la tarea de demostrar la existencia de Dios, por qué fallan los cálculos estadísticos sobre la probabilidad de la fusión del núcleo en una central nuclear o cómo leer un periódico y por qué un partido laico no debe impedir la entrada él de militantes cristianos».
En muchos de esos casos, observaba FFB, «el oyente tenía que hacer un esfuerzo para entender o para desprenderse de prejuicios establecidos. En todos, fuera el oyente estudiante de lógica, activista político, maestro de escuela o afiliado al curso de alfabetización en Hospitalet, había entendido o había empezado a entender la explicación».
Lo cual, concluía FFB, sólo puede conseguirlo un maestro de verdad. «Y en ese sentido digo que Manolo Sacristán era un maestro diferente».
Veamos ahora el comentario de Jaume Botey [JB]. Para él Sacristán fue un «Maestro a la contra». En casi todas las empresas en las que se involucró, en la Universidad, en el partido, incluso en sus contactos directos con la clase obrera, comenta el que fuera coordinador de la experiencia de Can Serra (era párroco de la parroquia de la barriada de l’Hospitalet), «Manolo ejerció su función de maestro a la contra. Usando un término freiriano, la de Manolo fue una batalla concientizadora, batalla que… no cabe duda que perdió». Sin embargo, matiza JB, a lo largo los años han sido tantos los que han discurrido por los caminos que dejó abiertos «que sin lugar a dudas también debe decirse que desde entonces y hasta hoy ha ejercido un magisterio permanente». Su principal magisterio no fue «el de los papeles escritos sino su propia vida, su compromiso, desde una experiencia vivida siempre hasta el fondo y para los demás».
JB recuerda que Sacristán había ejercido su magisterio desde joven a través de Laye publicando sobre autores en aquel momento casi desconocidos en España como Weil, Moravia, Orwell, Mann, Heidegger, Jaspers, Russell y tantos otros. Las clases que pudo impartir «pronto se convirtieron en punto de referencia obligada para los propios alumnos y para alumnos de otras facultades o licenciados. El prestigio de su magisterio y su prestigio personal era ya entonces enorme y sus conferencias masivas».
Sacristán ejerció por excelencia su magisterio enseñando un marxismo abierto, no sectario, «como método de lectura de la historia, es decir, debía incorporar también las contradicciones objetivas y subjetivas del presente, más formulador de preguntas que de respuestas previamente establecidas». JB recuerda que, recién incorporado al PSUC tras su regreso de Alemania, escribió un cuaderno titulado «Para leer el Manifiesto Comunista». «Todavía hoy sorprende la lectura de aquel texto, tan poco dogmático en cuestiones que en aquel momento se consideraban dogmas o tan poco determinista con el tema de las relaciones entre la infraestructura y superestructura».
También reflexionó Sacristán sobre la función del intelectual en el partido. Abogó por la función gramsciana del Partido «como intelectual colectivo que asegura la articulación política y moral de la conciencia de clase de los trabajadores».
Años después impulsaría la reflexión colectiva a través de Materiales y mientras tanto. Para JB, las dos revistas han sido verdaderas cátedras de ideas a través de las cuales prosiguió su magisterio. «Desde ellas Sacristán inició el planteamiento de nuevos retos (ecología, feminismo, modelo de desarrollo, etc.) incluso en aquellos temas que en los ochenta sólo podían esbozarse como intuiciones y que hoy están en el centro mismo de la reflexión cultural y política».
JB recordaba muy bien la experiencia de Can Serra. «De 1974 a 1976 Manolo Sacristán fue profesor de la Escuela de Adultos de Can Serra de l’Hospitalet de Llobregat». La Escuela había surgido un par de años antes «fruto de un amplio movimiento popular, en el que estaban participando Comisiones Obreras y los partidos entonces en la clandestinidad, especialmente aunque no exclusivamente el PSUC, la Asociación de Vecinos y la parroquia del barrio, que fue la impulsora y actuó de cobertura legal». Sacristán se incorporó a la experiencia de la mano de Paco Fernández Buey y Neus Porta. Todos ellos se incorporaron «al equipo de profesores de la mano de los líderes de Comisiones y del PSUC de la localidad: José Fariñas, Jaume Valls, Antonio Ruiz. Dos tardes por semana, una enseñando los rudimentos de la lectura y escritura y otra explicando los fundamentos de historia y sociología».
Se trataba de una situación insólita y que nos dignificaba a todos, observa JB. «Se mantenía con discreción la proyección política, científica e internacional de su personalidad, aunque no eran necesarios grandes esfuerzos para mantener aquella discreción en aquel contexto de población recién llegada a Cataluña». Ver entrar a Sacristán en aquellas salas destartaladas «para enseñar a adultos que regresaban del trabajo los rudimentos de la lectura y escritura no sólo era señal de su calidad humana y estatura ética y civil sino de una determinada manera de entender el compromiso y la relación entre la cultura y la acción». Para JB, «era resultado de la convicción que del cambio de las relaciones económicas no se deduce automáticamente el cambio en las actitudes y que hay que velar continuamente por éste, de lo contrario el socialismo corre el peligro de convertirse en una nueva forma de manipulación de las conciencias».
Sacristán fue uno más del equipo «y con su voluntad de pasar desapercibido no quiso dar las lecciones magistrales que le pedíamos». Sólo aceptó dar dos conferencias al conjunto de los alumnos. «La primera acerca del Manifiesto, explicando el marxismo a un auditorio de muy escasa formación académica, pero sin perder un ápice de su rigor». En aquellas clases y ante dirigentes sindicales que debían aprender a negociar convenios colectivos, Sacristán «ya hablaba de la insostenibilidad de este modelo de crecimiento y las contradicciones que ello conllevaría con las reivindicaciones sindicales corporativas».
La segunda conferencia fue sobre Gerónimo (recordemos sus anotaciones a la biografía editada por S. M. Barret). ¿Por qué Gerónimo? «No era sólo un recurso fácil adaptado a los alumnos o la explicación del materialismo histórico y la lucha de clases “en película de indios”». Ante la crisis de valores de la izquierda que Sacristán ya preveía, recuerda JB, «se preocupó por definir el posible sujeto revolucionario protagonista de la transformación social e indirectamente por el papel de los líderes en las diferentes culturas occidentales del capitalismo avanzado (por ejemplo por Ulrike Meinhof) u otros (el Che, Dubcek), como de otros posibles sujetos en las culturas precapitalistas. Gerónimo era uno de estos, decía, «luchador hasta el final» y se esforzaba por captar la esencia del luchador y los valores que lo sustentaron».
Privadamente, según recuerda JB, Sacristán manifestaba que «aquellas sesiones para él eran una corriente de aire fresco, que le oxigenaban y que venía a aprender. Probablemente le daban argumentos para analizar con mayor fuerza algunas de las propuestas del momento». Para los que conocían su identidad y el significado de su presencia en Can Serra, su presencia era inquietante. «Porque lo que de veras exasperaba a amigos y contrarios no era la lucidez de su análisis sino la intransigencia ética que afectaba tanto la reflexión intelectual como la integridad de la conducta: no a las veleidades, no a acomodar la inteligencia a las modas». Lucidez, consistencia ética e integridad que «molestaban a aquellos que habían empezado a andar por otros senderos más fáciles y de rebajas, y que estigmatizaron como “posiciones dogmáticas”, para defenderse de injustificables concesiones políticas y sociales que posteriormente la clase obrera ha pagado tan caras».
Hablando de la necesidad pedagógica de tener en cuenta a la persona concreta, JB dejó finalmente constancia del que, en su opinión, probablemente fue el último acto en vida de Sacristán como maestro de adultos, su última carta. «En agosto de 1985 recibió una carta de Félix Novales desde la cárcel en la que éste cumplía condena, pidiéndole consejo para proseguir estudios. Félix, militante del GRAPO había sido condenado a la pena máxima de 30 años por asesinato. Un Sacristán ya muy enfermo se prestó a la ayuda. En su respuesta del 24 de agosto Manolo distingue entre el “realismo” de los que pretendieron hacer el mundo un poco más justo aunque con métodos equivocados y el “realismo” de los que han aceptado el lodo y se han acomodado a una realidad injusta. La actitud de Manolo es la del pedagogo que intenta ponerse en la piel del otro y aunque reitera su error, sitúa sus hechos en un contexto más amplio: no es moralmente aceptable reconciliarse con una realidad injusta que tiene más de “mierda” que de realidad. Manolo moría tres días después, el 27 de agosto».
JB recuerda finalmente unas palabras de José María Valverde de 1995 acerca de Sacristán y su mutua amistad: «La pedagogía, precisamente, es santo de nuestra devoción y por eso molestamos muchísimo. El día que intervinimos juntos los dos [otoño de 1984] hicimos una llamada a lo elemental, a lo básico, a la voz, al saber leer en voz alta, al saber aprender de memoria, etc. Menos mal que era ya muy tarde y no hubo turno de respuestas porque nos habrían devorado vivos a los dos».
Es decir, concluía JB, «la atención debe ponerse en lo fundamental, no en los instrumentos. Ambos fueron Maestros en el sentido pleno de la palabra».
De la profundidad y calado de su magisterio son prueba sus discípulos y amigos más próximos, todos ellos figuras esenciales de la cultura barcelonesa, catalana, española e iberoamericana, verdaderos maestros también ellos de universitarios y de ciudadanos trabajadores. Algunos nombres: Paco Fernández Buey, Jacobo Muñoz, Antoni Domènech, Miguel Candel, Joaquin Sempere, Juan-Ramón Capella, Víctor Ríos, Félix Ovejero, Montserrat Galcerán, Andrés Martínez Lorca, Ignacio Perrotini, Carles Muntaner, Joan Benach, David Vila Morales, Enric Tello, Elena Grau, Jordi Guiu, Eduard Rodríguez Farré, Carles Muntaner, Joaquín Miras, Albert Domingo Curto, Daniel Lacalle, Fernando G. Jaén, Guillermo Lusa, Albert Corominas, José Luis Gordillo, Ignacio Perrotini, José Luis Martín Ramos, Llorenç Sagalés,… Sin olvidar a tantos trabajadores/as, militantes del PSUC-PCE o de otras organizaciones comunistas (Jordi Foix, del MCC, sería un ejemplo) o ecologistas, que tanto se identificaron con su hacer, su compromiso, su rigor, su ir en serio, con la claridad y profundidad de su pensamiento.
Pero no solo ellos. El magisterio de Sacristán sigue ejerciendo una influencia profunda en centenares y centenares de personas que se reconocieron y se siguen reconociendo (aunque no le hayan conocido personalmente) no solo en su filosofar, sino en su praxis política, en su compromiso con los desheredados de la Tierra, en su deseo y elaboración de conocimiento crítico, en su estar-y-ser-en-el-mundo. Basta recordar los nombres, entre muchos otros, de Jorge Riechmann, Óscar Carpintero, Miguel Manzanera, José Sarrión, Jordi Mir García, Manuel Cañada, Mario Espinoza, José Luis Moreno Pestaña, Alicia Durán, Víctor Méndez Baiges, Juan Dal Maso, Antonio Navas, Antonio Madrid, Ariel Petruccelli, Iñaki Vázquez Álvarez, Gonzalo Gallardo Blanco, Víctor Martín … y tantos otros y otras.
En conclusión: en maestros machadianos como Sacristán, en abridores de ojos como él, sería innoble (y suicida culturalmente) que habitara nuestro olvido.
Anexo: Dos cartas de Sacristán a Félix Novales.
Barcelona, 3 de agosto de 1985.
Félix Novales Gorbea
Prisión de Soria
Soria.
Apreciado Félix Novales:
Unos amigos de la «Asociación de amigos y familiares de los presos políticos» me han dado tu ensayo sobre historia de España. Te agradezco el envío, pero creo que sería más adecuado que lo hicieras leer por historiadores. Yo no soy competente en el asunto. Al pie de estas páginas te pondré la dirección del mejor historiador marxista que conozco, Josep Fontana. Yo le pasaré tu texto, y tú escríbele un par de líneas pidiéndole crítica. No lo hagas hasta septiembre porque ahora estará en su pueblo, y no conozco su dirección de allí.
Aunque, como te digo, no me considero competente para valorar tu escrito, sin embargo, sí que querría hacerte un par de críticas que me saltan a la vista. Tal vez sean erróneas, pero, en todo caso, son sinceras.
La primera es que, en mi opinión, el texto tiene bastantes afirmaciones de detalle que o no parecen convincentes o resultan ajenas e inútiles para la argumentación. Por ejemplo: decir que «las primeras noticias históricas nos confirman palmariamente toda esa diversidad. Pueblos y culturas diversas distribuidas por toda la Península» no sirve para mucho, porque ésa era precisamente la situación de todos los territorios de nuestra historia primitiva (y de la de los demás) que no hubieran sido previamente objeto de conquista o unificación por un imperio. Con ese argumento se puede negar la existencia de toda nación moderna.
(Por cierto: en esta primera página hay que corregir el desliz que llama «germánicos» a los celtas. Los celtas no eran germanos. Además: salvo en la Península Ibérica, los celtas se han pasado su misteriosa vida guerreando contra los germanos).
Tampoco me parece nada convincente llamar «estados» (página 13) a los núcleos de resistencia antimulsumana del norte de la Península. Etc, etc: no me propongo hacer ahora un catálogo de cosas que no me convencen. Eso tendría, además, poca utilidad, puesto que yo no soy un historiador.
Mi segunda objeción es la que más me importa. Yo creo que, tal como está, tu texto no tiene público definido. No puede tener lectores populares sin conocimientos históricos, porque, como tu ensayo no narra nada, sino que sólo interpreta, quien no conozca los datos no entenderá nada. Un ejemplo: la única vez que nombres a Fernando VII no dices «Fernando VII», sino «El Deseado», con lo que supones ciertos conocimientos de enseñanza media que no siempre se encuentran en la clase trabajadora de este país.
Y tampoco creo que sea un texto adecuado para lectores con estudios, porque éstos echarán a faltar documentación, «ciencia», y rechazarán el texto por puramente «ideológico». Yo mismo creo que es demasiado atrevido dar como historia interpretaciones que sólo son hipótesis no más que plausibles, con la interpretación de las tensiones sociales en la última fase visigótica sobre la base de una idea de clase moderna y pasar por alto las luchas internas de la pequeña casta racial germánica (los visigodos han sido una gota de agua en el conjunto étnico peninsular). Así mismo me inquieta por poner otro ejemplo –la interpretación del arrianismo, apoyada en un silencio sobre la conversión de los godos al catolicismo romano desde Recaredo y, sobre todo, en un silencio más enorme acerca de la perduración de creencias pre-cristianas en el pueblo en el siglo VII (por no hablar de los anteriores). Como sin duda recuerdas, «pagano» quiere decir «campesino», y campesinos eran en el siglo VIII peninsular la aplastante mayoría de los habitantes. En todo caso, hipótesis así no se pueden presentar sin argumentación apoyada en investigación factual.
Metiéndome en camisa de once varas y arriesgándome a que me digas que no me has pedido consejo, yo en tu lugar (y en el sitio en que estás) evitaría enfrentarme con una tarea imposible: hacer una investigación histórica documental en una cárcel. Por consiguiente, me parece que la vía que se te abre es la del ensayo político, para decir lo mismo que dices en este ensayo histórico. Desde luego que en ese ensayo político que te sugiero tus conocimientos históricos podrían ser apoyatura útiles e importantes. Pero, al ser un texto político, nadie te podría torcer la boca porque no hubiera notas documentales a pie de página.
He de reconocer, a propósito de esto, que lo que más me ha gustado de tu escrito es, precisamente, la concepción política, y tal vez eso me influya al darte ese consejo no pedido.
De todos modos, si el consejo te parece impertinente o malo dalo por no recibido, discúlpame por la libertad que me he tomado y, a principios de septiembre, escribe a Fontana. Esta es su dirección: Josep Fontana Lázaro, carrer Nou de la Rambla 121, 08004. Barcelona.
Un abrazo solidario, Manuel Sacristán Luzón
Barcelona, 24 de agosto de 1985
Félix Novales Gorbea
Preso político
Prisión de Soria
42071 Soria
Apreciado amigo,
Me parece que, a pesar de las diferencias, ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepcional en la izquierda española. El que esté libre de todas esas cosas, que tire la primera piedra. Estoy seguro de que no habrá pedrea.
Si tú eres un extraño producto de los 70, otros lo somos de los 40 y te puedo asegurar que no fuimos mucho más realistas. Pero sin que con eso quiera justificar la falta de sentido de la realidad, creo que de las dos cosas tristes con las que empiezas tu carta –la falta de realismo de los unos y el enlodado de los otros– es más triste la segunda que la primera. Y tiene menos arreglo: porque se puede conseguir comprensión de la realidad sin necesidad de demasiados esfuerzos ni cambiar de pensamiento; pero me parece difícil que el que aprende a disfrutar revolcándose en el lodo tenga un renacer posible. Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente (Por cierto, que, a propósito de eso, no me parece afortunada tu frase «reconciliarse con la realidad»: yo creo que basta con reconocerla: no hay por qué reconciliarse con tres millones de parados aquí y ocho millones de hambrientos en el Sahel, por ejemplo. Pero yo sé que no piensas que haya que reconciliarse con eso).
Sobre la cuestión del estudio de la historia, repito lo que ya te escribí. A principios de septiembre podré hablar con Fontana, que estará aquí, y comentaremos el asunto. No tienes que temer en absoluto que, porque estés preso, no te vaya a decir lo que piensa. Fontana es un viejo militante, ahora sin partido, como están los partidarios de izquierda con los que él tuvo y tiene trato, pero no se despistará al respecto.
Tu mención del problema bibliográfico en la cárcel me sugiere un modo de elemental solidaridad fácil: te podemos mandar libros, revistas o fotocopias (por correo aparte) algún número de la revista que saca el colectivo en que yo estoy. Pero es muy posible que otras cosas te interesen más: dilo.
Por último, si pasas a trabajar en filosofía, ahí te puedo ser útil, porque es mi campo (propiamente, filosofía de la ciencia, y lógica, que tal vez no sea lo que te interese. Pero, en fin, de algo puede servir).
Con amistad, Manuel Sacristán Luzón (Barcelona)
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