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Maradona y el carácter nacional

Fuentes: Página 12

El fútbol resiste bien su conversión en mercancía. Su planetarización compulsiva no asfixia su enigmática sustancia lúdica. Los abusivos primeros planos de los rostros de los jugadores en las transmisiones desde Sudáfrica -de dolor, de exaltación, de bocas escupiendo- son menos dramáticos que el barroquismo de las buenas jugadas, aun si fueran tomadas en un […]

El fútbol resiste bien su conversión en mercancía. Su planetarización compulsiva no asfixia su enigmática sustancia lúdica. Los abusivos primeros planos de los rostros de los jugadores en las transmisiones desde Sudáfrica -de dolor, de exaltación, de bocas escupiendo- son menos dramáticos que el barroquismo de las buenas jugadas, aun si fueran tomadas en un plano general, aun si esos planos tomados desde helicópteros o cámaras aéreas recordasen demasiado el pizarrón de Zubeldía. Restando del fútbol todo lo que no tiene que ver con su esquema libidinal-capitalista, queda indemne su último recurso a lo irreductible del juego. La autonomía del fútbol son sus maniobras coreográficas, sus ardides irrepetibles. La «jugada preparada» -una contradicción en sus términos- se redime sólo si se inscribe en las contingencias del ocasionalismo, los errores abismales o las genialidades involuntarias. Estas se comentan por años, décadas, acaso siglos, como el gol uruguayo en 1950 en el Maracaná o la palomita de Aldo Pedro Poy. Son esas maniobras inesperadas la verdadera contradanza del fútbol, las que cortan las series lineales con quiebres repentinos que frustran una expectativa. Los fabricantes de mitos empiezan a contarlos haciéndose los tontos, sólo por gusto, y acaban instalando una leyenda.

Como todo juego, el fútbol implica sustancia y accidente, una relación entre la fuerza que está mejor dotada y la manera en que el azar puede vulnerarla. Es el don, la gratuidad postrera del fútbol, aunque lo jueguen jugadores que son multimillonarios. Las burocracias, instituciones y financiamientos del fútbol no poseen ningún don. Administran con hombres taimados los estados de gracia del juego. Son los Grondona, Blatter o Havelange, salidos de diversas profesiones, el comercio, la abogacía, las finanzas. Son más duchos que los diplomáticos de carrera; ya tienen integrado su papel de cancilleres de un nuevo orden mundial. Se saben de memoria la lección de la Unesco o de la FAO, fingen ser solidarios con los pobres del mundo y comprenden profundamente que el atípico Maradona festeje tirándose con su traje reluciente en el pasto humedecido. Antípoda y complemento de esos jerarcas, Maradona es lo que las viejas antropologías amerindias denominaron un trickster, es decir, un mediador jocoso, simpáticamente burlador y tunante, entre las camadas tecnocráticas y las gentes golpeadas, entre los instrumentos del poder y su desarreglo jovial o licencioso. Esto es, entre la deseada redención popular y el pobre sentimentalismo que siempre es el primer umbral de búsqueda para las emociones más veraces.

Se equivocan los relatores del Mundial cuando dicen «somos Pipita Higuaín, somos la Pulga Messi». Falso comunitarismo. Gusto por los nombres totémicos y las quiméricas identificaciones. Pero esta compulsiva representación colectiva, como no se es gil ni aun leyendo la Biblia, la aceptamos a regañadientes. Si hay gol no queremos perder esa ilusión participativa y de hecho lanzamos nuestro grito ancestral, que nunca nos parecerá impotente. ¡Cómo vamos a ser Maradona, señor relator! ¡Usted juega con nuestros sentimientos porque sabe que nosotros sabemos que toda representación es incompleta, fugaz e ilusionista! ¡Y que por eso nos gusta! Una nación pende de ese hilo, lo deseamos porque dura un segundo y después quedará entre los pliegues oscuros de la memoria. En el sudario de las estadísticas.

No parece que en los deportes de la Antigüedad, pensemos en el lanzamiento del disco o de la jabalina, se conserve la misma dramaticidad que hay en el fútbol respecto de la frustración por casa de la mayor destreza del otro. Frustración del vínculo moral pues las destrezas no anuncian resultados y viceversa. El fútbol es el deporte donde el triunfo de la lógica siempre conserva el sabor de lo ilógico. Estar preparado para el infortunio, eso es el fútbol. Sabe más de fútbol una conciencia inocentemente frustrada, que la mercadotecnia de los clubes que exhiben su inerte vitrina de trofeos.

El fútbol mantiene una testaruda frescura a pesar de los sponsors, los ejecutivos de la FIFA, los relatores deportivos y la avalancha de lugares comunes que capturan cíclicamente a una porción importante de la humanidad. ¿Cuál es la razón de que la redonda («que no se mancha») pueda invocarse contra poderes mundiales impuros, «manchados»? Maradona, caído y resurrecto, forjó una imagen virginal de la pelota. Mala explicación de un fervor que sin embargo puede justificarse de otra manera. La pelota es lo más equívoco que podría haber; tiene consistencia de talismán y atiende al capricho de enojados demiurgos. El carisma de la pelota obedece al infinito montaje de sus estratagemas y malicias. Se llama «Dios» en el fútbol a una fuerza innominada que vulnera la ley a la vista de millones de espectadores. Maradona se persigna varias veces antes del partido, exceso que ningún obispo cometería, porque la reiteración obsesiva del ritual ya es magia; la cábala es el signo fecundador del fútbol, la certeza de que siempre se está en manos de los dioses. El fútbol es el deporte de los paganos que quieren inventar una nueva religión y ensayan todas las liturgias a la vez, engolosinados.

Los héroes populares y nacionales generalmente son personajes astutos, aunque a veces sólo se perciban sus sutilezas o estoicismos. El fútbol festeja la simulación, aunque esté repleto de reglas; vive para el amague, aunque oficialmente prefiere verse como una búsqueda de lo apolíneo. No se atreve a gozar oficialmente de los oficios del pícaro. Aunque basta ver el rostro serio de Maradona, dando indicaciones, órdenes y gritos. Ese rostro desesperado enseguida se descompone para mostrarse como un fauno burlón, buscando desafíos y rencillas infinitas. Los últimos restos del honor, que abandonaron las aristocracias, se refugian en la vida popular. Es el mismo honor de las edades caballerescas, pero aquí recomienza su carrera con tono pendenciero, plebeyo cien por cien. Debe aprender todavía a no jactarse de las victorias y a perder sin retobarse.

En cada conferencia de prensa, Maradona muestra las diferentes etapas de su aprendizaje. Histrión, hace de gallito sermoneador, pero se muestra como autor de adoraciones profanas hasta el llanto. Los cronistas deportivos y Maradona han impuesto la expresión «no perdonar». Si se cometen tales y cuales errores, el adversario no perdona. O bien nosotros no los perdonamos. Vivir maradonianamente es hacerlo dentro de una crónica donde no perdonamos y no se nos perdona, pero donde decimos estas frases de sacristía como niños juguetones que simulan ser generales ante una mesa de arena. En la era Maradona, el fútbol es más que nunca una patria infantil con lenguaje de enfermería y batalla: nos dañan, nos lastiman, los lastimamos, tenemos poder de dañar. A la profecía se la llama «aviso». «Avisó Argentina.» Los eufemismos van desde esas quiromancias hasta el premoldeado lirismo, deliberadamente sobrecargado, de aquel «barrilete cósmico».

Ahora asistimos a una avalancha de razonamientos y advertencias sobre la posible (peligrosa) traslación de las cuitas futbolísticas a las lógicas de carácter económico, político o moral. Incluso, no se pierde oportunidad de traducir el fútbol a pasiones literarias o filosóficas. Sin embargo, el fútbol mantiene un núcleo irreductible a cualquier equivalencia que le señale las consecuencias infortunadas de sus estructuras económicas o los beneficios redentores de sus desplazamientos hacia simbolismos artísticos. ¿Denunciar el armazón capitalista y comunicacional que lo sostiene? Se hizo, y no hay caso. ¿Recordar a Albert Camus -que era arquero en las playas de Argel- como intérprete de un juego que sería el basamento de cierta santidad laica? Se hizo, y es lindo. Pero no convence del todo.

Ni capitalismo salvaje ni pedagogía de los hombres que aman absurdamente su honor, el fútbol persiste gracias a que los verdaderos merecimientos de una meritocracia deportiva pueden quedar frustrados por la propia lógica inconsistente del juego. ¿Entonces no hay ley, virtud ni progreso material en el fútbol? Sí, pero sólo al final de un largo camino, donde a través de agotadores campeonatos el «mejor» suele salir ganancioso. Pero el secreto del fútbol es la frustración de la estadística, el tiempo mítico medido a través de la hechicería de la «racha» y «el quiebre de la racha».

Condescendiente, el fútbol permite las estadísticas, aliadas a la razón. Necesarias enemigas del cabulero, las estadísticas son un falso momento científico, a la espera de lo que sólo es presente vivo y quebradizo. Eso que vive en los momentos sacrificiales: el centroforward que muere al amanecer o la angustia del arquero frente al tiro penal. Ni Maradona ni Marcelo Bielsa son estadistógrafos o «psicólogos sociales» como un tal profesor Pellegrini que actúo alguna vez en el fútbol argentino. Pero siendo trágico Maradona, vive la vida del que simula seriedad hasta que sale el gozador paternalista; y siendo argumentador estricto y taciturno, casi recordando las jergas estructuralistas, Bielsa se hunde en sorprendentes ensimismamientos trágicos.

En algún momento se escuchó a los partidarios de exorcizar los correlatos nacionalistas en los encuentros internacionales, pedir que no se canten los himnos nacionales de los equipos. ¿Se aliviaría así el vínculo entre la selección nacional, la moneda nacional, la bandera nacional y el drama nacional? No, el fútbol ya está destinado a ser una representación colectiva con el hincha en su centro. El hincha es el coreuta exánime capaz de una emboscada o de las últimas manifestaciones de tribalismo lírico que pueden ofrecer las violentas metrópolis contemporáneas. No hay hinchas sin himnos ni himnos sin hinchas.

El Mundial engaña porque ahí los hinchas son Mick Jagger o Susana Giménez, gerentes de marketing o dueños de estaciones de servicio. Son ciudadanos acaudalados viendo fútbol y no mesnadas clientelares; tocan esas tontas vuvuzelas y no se atreven a la aciaga jornada de honor arrebatando los «trapos» al enemigo. El verdadero hincha no va a ver los partidos, sino que se da el lujo de alentar de espaldas, tapado por banderas -futuras mortajas intrascendentes- mientras combate con los estandartes rivales. En el último confín, los hinchas viven la cuestión totémica en serio, ni siquiera son buenos conversadores de fútbol, como abundan en las clases profesionales, que hablan futboleramente con sustentos historiográficos y atiborrada información.

Estos sí son microetnólogos que encarnan el prestigio invertido de una fusión con la plebe que pasa por nostálgicas idolatrías, Boyé, Varacka o Bochini, recordando jugadas como sabios ante la piedra de la Roseta. Sabemos que la del «carácter nacional» es una hipótesis viciada. Pero el fútbol, con sus ídolos y sus sagrarios, esa pelota que dobla o no dobla, que se mancha y se desmancha, nos deja creer que de tanto en tanto hay una emoción colectiva. Es la honra remanente de los pueblos, andrajo disponible en esta época perturbada, ensayando fórmulas de efusión comunitaria junto a tecnocracias, agencias de publicidad y calificadoras de riesgo. Nunca como ahora estamos tan en contacto con ellas con la tranquilidad paradójica de ser tan diferentes a ellas. Cuando decimos Maradona, no somos él, no lo queremos ser ni nadie podría serlo, sino que sin proponérnoslo comenzamos a explorar en nuestra propia incertidumbre el carácter de una época y de un país, fatalidad que nos hace tan parecidos a lo que somos tan diferentes.

* El autor es Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional Argentina.