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Marcas o nombres

Fuentes: La Calle del Medio

Una madre revisa los pantalones de su hijo de 8 años antes de lavarlos y del bolsillo derecho cae una piedrecita. No es una piedrecita. Hay que imaginar la escena: el niño camina pensativo tratando de resolver un problema muy grande -el de un compañero de escuela muerto o el de la noche oscura y […]

Una madre revisa los pantalones de su hijo de 8 años antes de lavarlos y del bolsillo derecho cae una piedrecita. No es una piedrecita. Hay que imaginar la escena: el niño camina pensativo tratando de resolver un problema muy grande -el de un compañero de escuela muerto o el de la noche oscura y sin fronteras- y tanta es su angustia que se inclina al borde del sendero. Concreta ahí todo ese malestar abstracto: la palpa, la acaricia, la lanza al aire, la empuña y, ya un poco aliviado, la guarda en el bolsillo. Cada vez que le vuelve ese temor incomprensible, busca en el pantalón y cierra la mano sobre ella. No es una piedrecita; es un problema o, mejor aún, una tentativa de solución. Y por eso la madre, cuando la ve caer ahora del bolsillo, siente una mezcla de ternura y de ansiedad. En el último mes, su hijo ha recogido siete piedrecitas del camino, Unas de alegría y otras de dolor.

Así son los chicos. Así somos todos. Lo que no podemos explicar, lo que no podemos arreglar, lo que nos asusta o nos hace felices nos lo guardamos en el bolsillo. Primero empezamos recogiendo guijarros y después pasamos a acumular palabras y nombres. Amuletos, torniquetes y signos, los nombres son, en efecto, las piedras guardadas en la boca con las que tratamos, en un solo gesto, de conjurar el mal, solidificar el mundo y representar nuestras emociones.

¿Por qué sentimos la tentación de derribar los muros y es en cambio un crimen bombardear una casa?

Porque los muros no tienen ojos y las casas sí.

¿Por qué los barcos tienen nombre y los coches no?

Porque los barcos tienen alma y los coches no.

«Alma», lo sabemos, no describe más que una determinada intensidad de la voluntad, una particular presencia del objeto, una terquedad de la atención. Hay criaturas -como el Dios judío- que no pueden ser nombradas y otras, en cambio, que están pidiendo a gritos un nombre al que responder. Si tratamos de asir la práctica en una regla, podemos decir que ponemos nombre a los cuerpos u objetos que cumplen al menos una de estas tres condiciones:

– Nombramos lo que hemos hecho con nuestras propias manos (incluido, claro, el cuerpo del amado, fabricado por nuestras caricias, construido con nuestra ternura, rebautizado una y otra vez, para aferrarlo mejor, con toda clase de diminutivos y paranimias).

– Nombramos también todo aquello a lo que hemos añadido nuestra propia vida a través de un largo uso o una atención constante. Los melanesios ponen nombre a sus cucharas de palo, los marineros a sus barcos, los granjeros a sus cinco vacas.

– Nombramos también todo aquello de lo que queremos apoderarnos. Colón renombró las tierras que iba conquistando mientras la Iglesia rebautizaba a los indígenas forzados a la conversión. Los estadounidenses se apropiaron de las sequoyas de California poniéndoles nombres de generales yanquis.

Pero si se trata de apoderarse de algo o de alguien, digámoslo enseguida, los nombres son poco eficaces y hasta peligrosos, pues todo lo que tiene nombre -aunque no sea el suyo propio- puede rebelarse contra su Nominador. El esclavo puede responder a la llamada del amo, pero también puede ser llamado por el amor, la razón o la revolución.

En realidad el dominio absoluto prefiere precisamente negar -o arrancar- el nombre a sus esclavos. Una de las formas elementales de negar el nombre es el número, que acepta o impone la intercambiabilidad de todas las existencias. Ni siquiera el más avaro de los hombres bautizaría una por una sus monedas; al codicioso no le importa que sean concretamente ésas sino que sean muchas y produzcan muchas más. No quiere llamarlas sino contarlas. Lo mismo pasa con el carcelero, el cumplimiento de cuya misión, al margen de caprichos compasivos y tentaciones humanas, depende del hecho de que sustituya el nombre del prisionero por una cifra. El dinero y los prisioneros no se nombran; sencillamente se numeran.

Pero lo contrario del nombre es sobre todo la «marca». Los perros, los tigres, las ratas marcan su territorio con saliva o con orina. Los capataces esclavistas y los maridos machistas marcan a golpes los cuerpos con el ignominioso copyright de su crueldad. El racista marca a sus víctimas con un genérico de especie: para los colonos franceses, por ejemplo, todos los argelinos eran «Mohamed» y todas las argelinas «Fatma». El dios iracundo, por su parte, marca las puertas que asaltará el ángel exterminador. Pero lo mismo pasa con la riqueza: el ganadero rico, que no tiene cinco sino cinco mil vacas, graba en sus lomos el fuego de su dominio y en los olivos del terrateniente no figura el nombre de un enamorado sino la mordedura fría de su propiedad.

Esa es también la fuerza íntima del capitalismo. Las grandes empresas y multinacionales marcan sus productos -confeccionados por desconocidos- y venden de hecho no los productos sino las marcas, con las que marcan a millones y millones de consumidores. Los coches no tienen nombre propio, al contrario que los barcos, porque nunca llegamos a apropiárnoslos a través del uso; siguen siendo propiedad de Seat, Volkswagen o Mercedes y nuestro prestigio no depende de que el coche sea nuestro –y lo amemos como a una cuchara de palo o a una vacasino de que nosotros portemos orgullosos la marca de nuestra ausencia y desposesión. Ilf y Petrov, dos escritores soviéticos que recorrieron EEUU a finales de 1935, no comprendían que los autores y los usuarios de las grandes realizaciones tecnológicas estadounidenses (centrales eléctricas o automóviles) permaneciesen ocultos bajo la etiqueta de una Marca Privada. El gran Ford, les explicaba su guía, no era conocido y respetado como mecánico sino como comerciante y si tenía que rivalizar en fama con los más temibles gánsteres era porque, bajo el capitalismo, «la gloria es una mercancía y, como todas las mercancías, rinde beneficios no a quien la produce sino a quien la comercializa». El capitalismo disuelve sin parar los nombres individuales y, si algunos de ellos llegan a ser conocidos, es sólo a condición precisamente de que dejen de ser nombres para convertirse en «marcas». Eso es lo que pasó con Ford y es lo que ha pasado, por ejemplo, con Michael Jackson, Fernando Alonso o Cristiano Ronaldo: su nombre es la marca que marca su falta de nombre y marca también nuestra pasividad de reses mansas sin bautizar.

Hay que defender los nombres y defenderlos también como medida de la producción y del consumo. ¿Cuántas cosas debemos poseer? ¿Cuándo debemos cambiarlas por otras? El cálculo es sencillo. Debemos ser tan pobres como sea necesario para poder poner nombre a todas nuestras cosas y usarlas tanto tiempo como sea indispensable para que respondan cuando las llamemos.

La madre que revisa el pantalón de su hijo de 8 años se preocupa al ver la piedrecita que nombra por aproximación -como todos los nombres- las angustias y temores del niño. Pero debería preocuparse mucho más al ver la marca -Levis, Pepe, Lee- que marca su cuerpo como si fuera la vaca de un ganadero rico. Contra las marcas, contra todas las marcas, debemos recuperar los amuletos, los torniquetes, los signos: los nombres con los que podemos llamarnos los unos a los otros y llamar al mismo tiempo al amor, a la razón y a la revolución.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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