María Casares bien vale mil homenajes, y hasta ahora vamos por el primero . En su vida fue modesta y discreta (salvo en el escenario) y han tenido que pasar años después de su muerte para que sus compatriotas, paisanos, empecemos a rendirle justicia. Puede que el principio de la reparación hayan sido las conferencias, […]
María Casares bien vale mil homenajes, y hasta ahora vamos por el primero . En su vida fue modesta y discreta (salvo en el escenario) y han tenido que pasar años después de su muerte para que sus compatriotas, paisanos, empecemos a rendirle justicia. Puede que el principio de la reparación hayan sido las conferencias, exposiciones, proyecciones de sus películas que se han llevado a cabo la semana pasada en el Instituto Cervantes de París, presididas por César Antonio Molina, a más de una vasta biografía de la coruñesa escrita por Javier Figuero y Marie Thérèse Carbonel.
Tuve el honor (pero esto suena a frase huera) de presentar este libro en el Cervantes, y lo hice con interés, porque sus ochenta primeras páginas se afanan en descubrir la personalidad de Santiago Casares Quiroga, y a mí este señor me intriga desde mi primera niñez. Por un lado, mi padre cacareaba diciendo que si el presidente de la II República, Juan Negrín, le hubiese hecho caso a su ministro del ejército (Casares Quiroga) cuando el levantamiento de los generales los sublevados hubieran sido aplastados : «¿Se levantó Sevilla? ¡ Que se arrase Sevilla! «, decía mi padre que había ordenado Casares Quiroga.
Por otra banda se aseguraba que Casares Quiroga se negó a armar al pueblo; la guerra hubiera tenido otro final, pero el dandy y terrateniente coruñés tenía pánico a la revolución.
Les pregunté a los autores del libro por qué cuando en 1931 enviaron a Casares Quiroga a Jaca con la misión de advertir a Fermín Galán y a García Hernández de la conveniencia de posponer el levantamiento contra la Monarquía (en el que figuraba Ramón Franco), se metió en el hotel y se echó a dormir sin aconsejar a sus compañeros de complot. Fermín Galán y García Hernández se alzaron en armas y fueron fusilados. «Tal vez estuviera indispuesto», explicaron.
Esto fue el martes. El miércoles hablaron Jorge Lavelli, director de teatro muy allegado a María Casares, Anxo Fernán Bello, amigo de nuestra actriz, que la guió por los caminos de nuestra tierra, y Dominique Marcas, su compañera durante cincuenta años de sus vidas.
Hablaron mucho de Valle-Inclán, de su amistad con Casares Quiroga y del rechazo de María a las propuestas que le fueron hechas para volver a Galicia. Ahí, mil conjeturas: que si mientras viviese Franco no lo haría, pero el dictador despareció y ella mantuvo la misma decisión : «Se negaba a dormir en un hotel cuando tenía una casa en A Coruña; pero todas se la habían incautado».
Quise encauzar la explicación de este rechazo hacia lo que yo considero cierto. «¿Qué imagen se conserva de su padre en Galicia?, pregunté. Tal vez eso nos dé una pista…» La respuesta: Hay pocas biografías de él, se le conoce poco… Para mí no es así. Como dije, oí hablar de Casares Quiroga desde mi niñez, y comprobé que ni la izquierda ni la derecha, por supuesto, lo aprecia mucho. En el exilio, nunca participó en ningún acto de apoyo a la República, y su mayor preocupación era ir a Londres a comprar camisas de seda. Sabemos que para María Casares era un ídolo ( a su muerte lo sustituyó por Albert Camus) y es posible que quisiera guardar la imagen idealizada de su padre y en Galicia temiese enfrentarse con la realidad.
Será porque me encuentro más cerca de ese momento que la mayoría de los lectores, pero lo más emocionante para mí de la vida de María Casares fue su trato con la muerte. Presa de un cáncer de colon, sufrió mucho, pero nunca aceptó morfina que le durmiera los sentidos. Quería sentir su cuerpo, como Nietzsche, que cultivaba una úlcera de estómago para saber que estaba vivo. No tiene nada que perdonar, María Casares; pero en cualquier caso diremos lo de Petrarca: «Un bel morir tutta la vita onora».