Hace diez años conocí a una mujer que debía estar muerta según los cánones de la medicina. Tenía cuarenta, la misma edad que yo, cuando la conocí. A los veintiocho le habían descubierto por puro azar que la absurda cantidad y variedad de enfermedades que había sufrido desde su infancia eran en realidad una sola: […]
Hace diez años conocí a una mujer que debía estar muerta según los cánones de la medicina. Tenía cuarenta, la misma edad que yo, cuando la conocí. A los veintiocho le habían descubierto por puro azar que la absurda cantidad y variedad de enfermedades que había sufrido desde su infancia eran en realidad una sola: una maldición llamada lupus, que en la jerga médica se conoce como «mariposa negra», porque el menor aleteo que dé en cualquier rincón del cuerpo que la alberga puede generar una catástrofe en el resto de ese organismo. Hasta entonces, los médicos le habían tratado por separado todas las flaquezas de su sistema inmunológico, porque aparecían en momentos distintos, con períodos considerables de normalidad en el medio. Pero a los veintiocho, un chequeo de rutina desembocó en una batería interminable de análisis y el diagnóstico final (lupus sistémico) explicó retroactivamente cada uno de aquellos síntomas y comenzaron a tratarla en consecuencia, con muy pocas esperanzas.
En los doce años siguientes había perdido un riñón, después parte del útero, más tarde se le secaron los conductos lagrimales («Sí, no puedo llorar; hace ya tres años de eso, al final te acostumbrás») y en cualquier momento podía sobrevenirle una septicemia, un aneurisma o un episodio cardíaco, me contó la noche en que la conocí. Según los parámetros médicos, era una incongruencia en movimiento. La reacción de su organismo al lupus era tan infrecuente que la tomaron como caso testigo y llevaba desde entonces más de diez años yendo una vez por mes a la Academia de Medicina para que los especialistas intentaran decular qué era lo que la mantenía entre nosotros.
Bastaba tener delante a esa mujer para sentir que estaba viva de una manera que uno jamás había visto. Era como si estuviese enferma de vida. Y contagiara a quien tuviera enfrente. No hay mujer hermosa que no tenga conciencia de su belleza, pero hay algunas pocas, poquísimas, que eligen no ofrecer esa información al público: la conservan para una segunda instancia de intimidad. Son mágicas, desde el momento en que dejan de ser invisibles. Hasta que reparamos en ellas parecen hechas para no llamar la atención, para que las sorteemos inadvertidamente en nuestro camino. Y, de golpe, no podemos parar de mirarlas, no queremos otra cosa que tocarlas, sólo nos importa mantenernos a su lado el tiempo que nos sea posible.
Había algo entre ella y la vida que era hipnótico. Como esos cantos rodados que el mar deposita en la playa, esas pequeñas piedras sometidas durante quién sabe cuánto tiempo a la abrasión marina, hasta que su forma, su textura, su color (es decir, la suma de su hermosura) es efecto de ese desgaste; así era ella. Esa sensación producía: todo lo hermoso en ella había sido tallado por la enfermedad, por su resistencia a esa enfermedad. Y uno sentía que iba a ser cada día iba más hermosa, hasta el último. A su lado, el desgaste de la vida no roía: pulía. A su lado no había lugar para el miedo.
En su Diario, Gombrowicz escribe, después de leer un libro de Simone Weil: «Contemplo a esta mujer con estupor, y me pregunto de qué manera, por qué magia logró el ajuste interior que le permitió enfrentarse con lo que a mí me destroza. Y me encuentro con ella en una casa vacía, por así decirlo, en un momento en que tan difícil me es huir de mí mismo». Quiero decir que, cuando la conocí, yo era una piltrafa. Venía de zafar por mero azar de un coma pancreático. Técnicamente hablando era un sobreviviente, pero me sentía de manteca. La orden médica era que tenía que limitarme a vivir de manera literalmente opuesta a la que había vivido hasta entonces (es decir, aprender a parar antes de sentir el cansancio; no dejarme llevar nunca; y lo único que yo sabía hacer era dejarme llevar: por los pálpitos, por la adrenalina, por la prepotencia de la voluntad, por el equívoco candor de creerme inmune o al menos lejísimo de la muerte). Mi interpretación de esa maldita consigna médica era una catástrofe: para decirlo mal y pronto, tenía tanto miedo a morirme como a vivir. Eran casi una sola cosa, y eran mucho más que una sola cosa. Recién cuando uno puede separarlas empieza a volver, fui entendiendo con el tiempo, y no voy a abundar en el tema por razones supersticiosas muy profundas. No se habla de eso sin volver ahí.
Lo cierto es que, hasta el momento en que ella me dirigió la palabra, yo no la había registrado siquiera. Podría alegar que en mi estado de entonces no estaba precisamente para andar mirando minas. Pero no sería cierto: incluso entubado en la sala de terapia intensiva del hospital había sentido esa reverberación tan familiar en cuanto se acercaba a mi cama una enfermera mínimamente atractiva. Pero con ella fue otra cosa. Hay algo peor que nos digan cobarde: que tengan razón. Y la noche en que la conocí ella se acercó porque me olió el miedo. Hay una hermandad de los enfermos, una hermandad de la desgracia, y desde que pasé por ese trance yo creo fervientemente en ella. A veces nos toca dar, a veces nos toca recibir, en esa hermandad. Y aquella noche yo tuve la suerte de que esa mujer me contara su historia. Nunca más nos volvimos a ver. Muy de tanto en tanto recibo un mail de ella y me llena de dicha poder decir que sigue viva, tantos años después: viva como sólo ella sabe estar viva. Pero no hemos vuelto a vernos, y dudo que lo hagamos. Ella vive en un mundo y yo en otro. Como me dijo aquella noche: «Con escribirlo te lo vas a sacar de adentro; lo tuyo se reduce a eso. Yo, mi niño, estoy en otra película, función continua».
Estuve años penando, pero escribí ese libro y ella fue el comodín que me dio la clave, y terminó siendo el personaje central y el sostén emocional de todo lo que pude decir. Por haberla conocido pude escribir ese libro y por escribir ese libro pude desembocar en el que soy. Cuando lo terminé, pensé llamarlo La mala sangre, porque de eso trataba: de mi familia, de mi enfermedad (bilis significa «mala sangre» en griego, el páncreas es el que se encarga de que la bilis no envenene nuestro organismo), de los secretos familiares que envenenan a las familias. Pero después entendí que en toda familia hay también un talismán que las salva, y ella es mi talismán y mi familia, y supe que el libro debía llevar su nombre, el que le puse para hacerla sangre de mi sangre, el que sigo usando para convocarla en momentos de zozobra: María Domecq, María Domecq, María Domecq.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-177861-2011-09-30.html