El escenario poselectoral de los Estados Unidos de América muestra un espectáculo indecente. Se confirma, una vez más, la discrepancia entre el discurso que propaga valores democráticos y la práctica política en aquel país.
Diversos analistas han señalado en no pocas ocasiones la poca relevancia objetiva del resultado electoral, dado que los lineamientos a seguir suelen ser pergeñadas e implementadas por el verdadero poder, el complejo militar-industrial-financiero.
De allí que en un rapto de sinceridad no habitual se denomine “administraciones” a las autoridades electas. Este hecho admite una sencilla explicación histórica. Luego de la crisis especulativa que sumió en la miseria al pueblo estadounidense en los años 30 del siglo pasado, la recuperación económica se produjo mediante una inyección sideral de recursos del Estado en el aparato militar, cuyas partidas para defensa llegaron a ser del 90% del presupuesto total en 1945.
No por nada, en su discurso de despedida de la presidencia en 1961, Eisenhower – él mismo un halcón al comando de las fuerzas aliadas en Europa – advirtió: “Existe el riesgo de un desastroso desarrollo de un poder usurpado y [ese riesgo] se mantendrá. No debemos permitir nunca que el peso de esta conjunción ponga en peligro nuestras libertades o los procesos democráticos».
El devenir mostró que no era una advertencia infundada. El militarismo, que ya había mostrado sus garras con anterioridad con numerosas invasiones y anexiones, pasó a ser la columna vertebral de la política estadounidense y la democracia fue desde entonces secuestrada por ese poder en combinación con el interés corporativo.
Sin embargo, la derrota electoral de Donald Trump – cualesquiera sean las argucias dilatorias con las que se intente ocultar el fiasco – tiene un alto contenido simbólico, por tanto, político y social. Significa el sano rechazo de la mayoría de ese pueblo, hoy ya pluricultural. a la soberbia, al racismo y la misoginia, el repudio a la altanería irracional y al desprecio por la otredad.
El triunfo demócrata refuerza en el imaginario de los pueblos – tal como lo demostraron antes Bolivia y Chile – la posibilidad de que la voluntad de los postergados triunfe frente al cinismo y el ensimismamiento de las minorías, al par que debilita mundialmente la avanzada de extrema derecha.
Pero la victoria de Biden es pírrica. Será presidente de una sociedad fracturada, carcomida por un individualismo hedonista, cuya violencia interna se ha proyectado al mundo con infinita destrucción mediante invasiones e intrigas, fomentando guerras fratricidas, desarrollando, hasta hoy, una carrera armamentista cuyo único propósito es aumentar las ganancias de las corporaciones de la guerra.
Si Estados Unidos prosigue ese rumbo, Biden quedará probablemente a cargo de un imperio en disolución, por lo que su mandato estará atravesado por numerosas contradicciones y adversidades. De escalar el conflicto actual por la presidencia, incluso podría llegarse a la situación de un quiebre institucional total, ahora o en el transcurso del período de gobierno.
El estertor imperial
Si bien los imperios suelen ser caracterizados en los libros escolares por su superioridad militar, este no es el único elemento determinante de su expansión, quizás ni siquiera el más relevante.
En su período fundacional, el avance imperial es en general bien acogido por pueblos que se encuentran en situación de vasallaje de sátrapas locales o bajo la férula de otro poder extranjero. De este modo, las poblaciones no comprometidas con el poder de turno colaboran o al menos son neutras ante la nueva colonización.
La supremacía tecnológica, cuestión clave en la irrupción del nuevo poder, suele constituir incluso un factor de admiración y hasta de esperanza de mejor vida para los conquistados. En otros casos, las contiendas por la dominación de territorios por una u otra facción son vistas con similar desconsuelo y alejadas del interés propio de los sojuzgados, deseosos de alejar por fin la destrucción y el conflicto de su vecindad.
Pero el aspecto decisivo en la consolidación de un nuevo imperio es su propuesta civilizatoria, que cimenta una etapa de transformación de los valores, conductas y usos anteriores.
La adhesión, voluntaria o forzada, a este proyecto común marca las etapas de inicio y desarrollo de cualquier imperio, constituyendo la argamasa que relaciona a sus componentes.
De allí que el elemento clave en la caída de los imperios es la implosión interna. Al desgaste y corrupción de los ideales que impulsaron el surgimiento, se suman la descomposición producida por una expansión desmesurada, las luchas de poder intestinas y la imposibilidad de reacomodar en su seno a sus legiones, las que además de vector de batalla sirven como válvula de despresurización social, dando ocupación y cierta cuota de prestigio a los sectores socialmente excluidos.
Al mismo tiempo, los pueblos sometidos comienzan a reclamar derechos y soberanía, asumiéndose como resistencia al imperio de turno. Del mismo modo, la diversidad y la afirmación de valores propios han logrado atravesar ya la barrera de imposición cultural erigida a través del monopolio de comunicación y entretenimiento.
Tal es la situación actual del imperialismo estadounidense.
La cohesión china frente a la fragmentación estadounidense
China ha sido un imperio desde hace unos 22 siglos, con la violenta unificación producida por lo que fue la breve pero mortífera dinastía Qin (o Ch’in, a la cual debe probablemente su nombre).
A partir de su consolidación posterior bajo la dinastía Han, que duró cuatro siglos, el imperio atravesó guerras civiles, rebeliones, fue invadido y conquistado, tuvo períodos de esplendor, desarrollo y decadencias, acumulando una gran experiencia histórica.
Uno de los principales objetivos de la cultura y la política china fue siempre, con mayor o menor éxito, lograr la cohesión interna. Si bien alberga en su seno a cincuenta y cinco minorías étnicas, su mayoría pertenece a la cultura fundacional Han, peso demográfico que ha favorecido aquel propósito.
No es por nada que el gobierno centralista pone en la actualidad el máximo esfuerzo para integrar a las culturas diferentes que residen en la periferia como los tibetanos o los uigures, cuya resistencia es aprovechada por el Occidente para intentar avivar el fuego y el disenso.
El caso de Hong Kong es diferente, ya que sus habitantes son culturalmente homogéneos con el grueso de la población de China, pero su vivencia en el seno del imperio británico, junto a los aires de autonomía y secesionismo alientan su inconformismo frente a las directivas verticalistas de Beijing.
Pese a todo, la sociedad china emerge fortalecida por esa unidad alcanzada en base a un mandato cultural de armonía, pero también a fuerza de reprimir históricamente a lo diferente y divergente.
Esa cohesión es la que le permite hoy descollar en el escenario mundial, frente a la situación de desintegración interna de los Estados Unidos.
¿Habrá de desplazar la potencia emergente a la anterior, como ha sucedido antes? ¿Será el destino del mundo una nueva colonización, esta vez desde el Oriente?
Si bien la actual dependencia crediticia y de inversión de la mayor parte de los países, la multiplicación de institutos Confucio en el mundo, el incremento en el gasto armamentista, el proyecto de infraestructura mundial de la Franja de la Ruta y de la Seda -entre otros indicadores-, podrían ser perfectamente interpretados en esa dirección, hay factores internos que atenúan esa posibilidad. Básicamente la dolorosa experiencia de millones de muertos en conflictos armados y la tendencia milenaria de mirar hacia adentro de sus propios muros, siendo la apertura y las Cuatro Modernizaciones proclamadas por Deng Xiaoping en 1978 apenas un factor táctico propio de esta época.
Por lo demás, si bien también puede darse crédito o desconfiar de las intenciones del actual gobierno chino de promover como idea central de su política exterior “una Comunidad de Destino compartido para la Humanidad”, es bueno saber que dicha premisa ha quedado anclada en su última reforma constitucional.
Así en el artículo 35 de la misma, se lee: “El futuro de China está íntimamente ligado al futuro del mundo. China lleva adelante una política exterior independiente y adhiere a los cinco principios de respeto mutuo para la soberanía e integridad territorial, no agresión mutua, no interferencia en asuntos internos, igualdad y beneficio mutuo y coexistencia pacífica, la senda del desarrollo y estrategia de apertura recíproca en el desarrollo de relaciones diplomáticas y económicas e intercambios culturales con otros países, impulsando la construcción de una comunidad de destino compartido para la humanidad”.
En todo caso, la principal resistencia a la emergencia de nuevos imperios está, sin duda alguna, en el crecimiento de la conciencia soberana de los pueblos y en su necesidad de emancipación.
Más allá de los imperios, la Nación Humana Universal
Hoy está naciendo una civilización planetaria, en la que pueblos y culturas se van interconectando. La mundialización cultural es un transcurso diferente al de la mezquina globalización económica dirigida por las corporaciones multinacionales. Esta mundialización impulsada por el incremento migratorio y la conectividad, supone el intercambio de información, el aprendizaje mutuo, el contacto entre hábitos y usos diferentes. Está emergiendo lentamente un nuevo sujeto intercultural, que acoge en su interior la experiencia de toda la historia humana.
Además de la lucha contra la imposición imperial occidental, la extrañeza ante este fenómeno inédito sea el motivo de las reacciones nacionalistas y fundamentalistas en curso.
En este nuevo entretejido multicultural, un nuevo imperio difícilmente encuentre eco o adhesión.
Sin embargo, entre tanta fragmentación y disolución de estructuras sociales y políticas, ante tanto enfrentamiento e incomprensión mutua ¿qué proyecto cohesor podría dar una dirección de crecimiento colectivo a la Humanidad en este momento histórico? ¿Cuál es la imagen alrededor de la cual puede surgir ese “otro mundo posible”, cuál la utopía sin regreso, cuál el objetivo hacia nuevos horizontes aún no transitados?
¿Cómo podrían acometerse los problemas globales desde nuevas estructuras que se asienten en un poder popular real, en reemplazo de las caducas instituciones en cuya representatividad hoy ya nadie confía?
En ese sentido, es preciso valorar la idea de construir una Nación Humana Universal, en la que converjan todas las culturas, cada una con sus particularidades, fundando su convergencia en el reconocimiento de su común humanidad.
El concepto, acuñado por el pensador humanista Silo (seudónimo de Mario Luis Rodríguez Cobos), reconoce como pasos de proceso sucesivas integraciones regionales, hasta llegar a una suerte de federación mundial multiétnica paritaria, colaborativa y solidaria, a través de la cual puedan resolverse los problemas a través de la cooperación de las virtudes acuñadas históricamente por los pueblos.
La clave de la propuesta es que los pueblos recuperen su soberanía arrebatada y asuman el rol protagónico en instancias decisorias colocando como prioridad al ser humano.
La utopía del futuro entonces, dará por tierra toda pretensión imperial de encolumnar, uniformar y poseer. La civilización humanista será diversa, de poder descentralizado, será fruto de la intención de seres humanos libremente solidarios. Será un mundo “múltiple en las etnias, lenguas y costumbres; múltiple en las localidades, las regiones y las autonomías; múltiple en las ideas y las aspiraciones; múltiple en las creencias, el ateísmo y la religiosidad; múltiple en el trabajo; múltiple en la creatividad.[1]
Sin embargo, entre las aspiraciones humanistas y las realidades del mundo de hoy, se ha levantado un muro. Ha llegado pues, el momento de derribarlo. Para ello es necesaria la unión de todos los humanistas del mundo.”
(*) Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza.
[1] El texto entrecomillado es un extracto del Documento Humanista, incluido en el libro Cartas a mis Amigos (Silo, 1993).