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Más Europa, pero antes más plaza

Fuentes: Rebelión

Son muchas las voces entre la clase política española que proclaman, ante la crisis económica que nos acecha, que la solución es más Europa. El deseo que subyace tras estas palabras es acelerar la delegación de competencias económicas e incluso políticas a los órganos de gobierno europeo. Según los apologetas de esta doctrina, la solución […]

Son muchas las voces entre la clase política española que proclaman, ante la crisis económica que nos acecha, que la solución es más Europa. El deseo que subyace tras estas palabras es acelerar la delegación de competencias económicas e incluso políticas a los órganos de gobierno europeo. Según los apologetas de esta doctrina, la solución a la crisis del euro pasa por una mayor integración de las políticas fiscales, financieras y bancarias. Serían, por tanto, los tecnócratas de la Unión Europea quienes pasarían a controlar las finanzas y presupuestos de los países miembros del eurogrupo. Mientras que esta idea cobra cada día más fuerza entre los prebostes de la UE, los ciudadanos permanecen perplejos ante la incapacidad manifiesta de los llamados representantes del pueblo para reconducir la maltrecha situación económica del país. El mismo Ministro de Economía, el Sr. de Guindos, declaró hace unos días que «España ha hecho todo lo que estaba en su mano», admitiendo con estas palabras que el futuro del país estaba en manos de otros.

Si tomamos como punto de referencia la definición de democracia planteado por Takis Fotopoulos, para quien este sistema político «no significa otra cosa que el ejercicio directo del poder por parte de la ciudadanía», llegaremos fácilmente a la conclusión que vivimos en una auténtica oligarquía que está experimentando una rápida degeneración en una plutocracia de ámbito internacional y europeo. Lo hemos visto esta misma semana, cuando los miembros del G-7 mantuvieron un teleconferencia para debatir sobre la crisis bancaria en España. Son este reducido grupo de personas en torno a una mesa quienes tienen en sus manos los designios del mundo. Y estos sólo son los que dan la cara, pues es de sobra conocido que si ocupan estas sillas es gracias al dinero que han aportado los directivos de las grandes empresas, -los verdaderos amos del mundo-, para financiar sus respectivas campañas electorales.

Lejos han quedado los sueños de un universalismo basado en la fraternidad humana que hicieron posible la creación de la ONU y otros organismos internacionales. Este propósito ha sido desplazado o anulado por los espurios intereses de las grandes corporaciones internacionales. Tanto es así que según denuncia la Alianza ¿Economía Verde¿ ¡Futuro Imposible! «existen ejemplos claros y muy preocupantes sobre cómo las principales empresas están influenciando las decisiones de la ONU, algo completamente escandaloso. Es necesario acabar con este predominio empresarial y con las alianzas entre la ONU y diferentes empresas, más aun cuando muchas de éstas están involucradas en violaciones a los derechos humanos».

Ha llegado el momento de regar aquella semilla del universalismo que fue plantada en el siglo XIX, pero que quedó enterrada por el peso de dos guerras mundiales. Los principios que harían viable este anhelo de unidad mundial fueron expuestos, entre otros por Lewis Mumford. En su obra «The conduct of life», dejo dicho que la tarea de los próximos generaciones sería descubrir o inventar » una moral universal, como base del amistoso intercambio político; un lenguaje universal, enseñado como segunda lengua a todos los niños en todas las escuelas, para hacer posible la comunicación mundial; un gobierno mundial, con un capital mundial en todos los continentes, transmutando las luchas nacionales y los conflictos, que seguirán de alguna forma existiendo, en hábitos de ley y orden, de moderación y positiva cooperación; una ciudadanía mundial para todos los seres humanos en el planeta, con incremento de la energía y el tiempo dedicado a los viajes y las relaciones a escala mundial, y el intercambio de los trabajadores y los estudiantes. Para suplir un universalismo basado en la mera uniformidad mecánica y en una ruptura de las barreras físicas en tiempo y el espacio, debemos crear un universalismo basado en la riqueza espiritual y la variedad de los hombres: unidad en la diversidad que lograremos trabajando juntos para fines comunes. Al margen que pueda llegar, en la plenitud de los tiempos, una religión verdaderamente universal».

La apuesta de Mumford por el establecimiento de una cultura y gobierno mundial dista mucho de la globalización imperante en nuestro tiempo. Para este preclaro pensador se tienen que dar una serie de condiciones previas: la primera consiste en una transformación del propio ser humano que pasa por «el retiro, el desapego, la simplificación, la reflexión y la liberación del automatismo». Una vez que hayamos acometido este proceso de automejora es cuando, según Mumford, tenemos que retornar al grupo y unirnos con los que han sido sometidos a una regeneración como ésta y son por ello capaces de asumir la responsabilidad y tomar la acción. Precisamente, esta superación de las barreras del espacio, el tiempo y la cultura se están dando de manera espontánea por todos los rincones del planeta. En unos lugares se llama primavera árabe, en otros 15M, Occupy Wall Street o el más reciente movimiento #YoSoy132 de México.

La otra condición que considera Lewis Mumford imprescindible para la construcción de una cultura mundial es la restauración de la escala humana. Para Mumford, «la misma extensión del rango de la comunidad en nuestro tiempo, a través de organizaciones nacionales y mundiales, sólo aumenta la necesidad de construir, como nunca antes, las íntimas celdas, el tejido básico, de la vida social: la familia y el hogar, el vecindario y la ciudad, el grupo de trabajo y la fábrica. Nuestra civilización actual carece de la capacidad de autodirección, ya que se ha comprometido a las organizaciones de masas y ha construido sus estructuras desde arriba hacia abajo,- principio de todas las dictaduras y absolutismos-, en vez de desde abajo hacia arriba: es eficiente dando órdenes e imponiendo la obediencia y prestando la comunicación unidireccional; pero en lo principal sigue siendo inepta en todo lo que implica reciprocidad, ayuda mutua, la comunicación bidireccional, el dar y tomar».

Amplia Mumford esta idea diciendo que «no importa cuanto mundial e inclusiva sea el ámbito de cualquier asociación o institución. Ya se trate de un sindicato o una iglesia o un banco, tiene que ser, en el núcleo central, una forma orgánica de asociación: un grupo lo suficientemente pequeño para la intimidad y para la evaluación personal, tanto que sus miembros puedan reunirse con frecuencia como un cuerpo y conocer a los otros bien, no como unidades, sino como personas». Unos grupos que deben ser lo suficientemente pequeño como para la rotación en los oficios y funciones; y para mantener reuniones directas, en las que la discusión y el debate discurran sobre la base de la comprensión íntima. Para Mumford, «todas las comunidades orgánicas de mayor tamaño, idealmente, estarían formadas por la federación de unidades más pequeñas: cualquier otro método no es más que una solución provisional y mecánica, destructiva de todo propósito de asociación».

La idea fundamental que sobrevuela la densa obra de Lewis Mumford es la necesidad del equilibrio en todos los órdenes de la vida, la cultura y la sociedad humana. Aparejado a este concepto aflora la percepción de que toda asociación tiene un límite natural de crecimiento. Basándose en los estudios sociológicos de Le Play, Charles Horton Cooley o Clarence Perry, Mumford insistió en que la limitación del tamaño es un atributo esencial de todo grupo orgánico: «la verdadera alternativa a las grandes y rígidas organizaciones es limitar el número de personas en el grupo local, y multiplicar y federar a estos grupos».

Si se da este retorno a la escala humana y se recuperan las relaciones personales, -disueltas y enfrentadas por el sistema capitalista-, tal y como fomentan los movimientos sociales a los que estamos asistiendo en los últimos años, podremos avanzar hacia la construcción de un gobierno y una cultura mundial que destierre la atomización, la uniformidad mecánica, el individualismo y el conformismo que impera en la sociedad actual. No hacerlo así nos condena a continuar por una senda marcada por el distanciamiento entre la ciudadanía y los órganos de poder. Un escenario donde el poder cada día más centralizado impondrá al conjunto de la sociedad la voluntad de una exigua minoría de tecnócratas, ávidos empresarios y políticos corruptos. El principal objetivo, por tanto, de movimientos como el 15M tendría que ser combatir el exceso de centralización, al mismo tiempo que construye la base un nuevo orden mundial desde la promoción de la autoeducación y la autonomía personal. Llegará el tiempo de más Europa, pero ahora toca más plaza.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.