Mientras que los defensores de la globalización convencional proclaman sus beneficios, tanto económicos como políticos, en América Latina se suman los conflictos con la democracia y la autonomía nacional que genera la apertura al comercio y las finanzas mundiales. Adentrarse en la globalización exige renuncias, y aunque poco se hable de ellas, entre las más […]
Mientras que los defensores de la globalización convencional proclaman sus beneficios, tanto económicos como políticos, en América Latina se suman los conflictos con la democracia y la autonomía nacional que genera la apertura al comercio y las finanzas mundiales. Adentrarse en la globalización exige renuncias, y aunque poco se hable de ellas, entre las más dolorosas están el debilitamiento del Estado y la democracia.
Una observación atenta permite encontrar varios ejemplos: en Perú, la promoción de la producción nacional se encoge bajo el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, la política agropecuaria brasileña sigue volcada a las agroindustrias exportadoras antes que a erradicar efectivamente el hambre, mientras que un tribunal internacional de arbitraje le notifica a Argentina que deberá pagar una indemnización al consorcio francés Vivendi, que operaba como proveedor de agua potable.
Las bases conceptuales de estas tensiones entre las metas globales y las renuncias nacionales acaban de ser recordadas por Dany Rodrik, un destacado economista de la Universidad de Harvard. Cuando se apunta a tres objetivos: la globalización comercial, mantener la soberanía nacional y la democracia, se desemboca en contradicciones inevitables, ya que los avances hacia una de esas metas, exige renuncias en las otras. Rodrik presenta ese problema como mucho más que un dilema: es un «trilema» sujeto a una imposibilidad práctica ya que no se pueden alcanzar las tres metas a la vez.
Casi todos los gobiernos de América Latina, con diferente énfasis, insisten en insertarse en la economía global, lo cual inevitablemente exige que se eliminen las regulaciones, trabas y costos en el comercio de bienes y el flujo de capitales. Marchar por ese sendero desemboca en redefinir el papel del Estado nación, aplicando medidas para atraer inversores y promover exportaciones. Pero esas acciones tienen consecuencias, y una de las más evidentes ha sido una reducción del Estado en varios temas, como desproteger sectores productivos nacionales. Pero el proceso es un poco más complejo ya que, simultáneamente, los gobiernos se fortalecen en otros aspectos para asegurar ese flujo de mercancías y capitales. Por ejemplo, se abandona el apoyo a la producción agropecuaria, pero se protegen las inversiones, incluso militarmente, de empresas mineras o petroleras.
Este nuevo entramado global se basa en reglas y convenios que van mucho más allá del comercio convencional de mercancías, alcanzando temas tan dispares como los servicios o el flujo de capitales. Además, el Estado nación subscribe o acepta compromisos internacionales bajo los cuales cede parte de sus facultades de regulación y ata sus funciones a la economía global. En constante competencia frente a otros países por atraer a los inversores, se aligeran las exigencias ambientales, se reducen los estándares laborales y se desentiende del ordenamiento territorial. Mas tarde o más temprano, los agentes globales se apropian de una proporción mayor de beneficios mientras que las comunidades locales deben lidiar con los efectos sociales y ambientales negativos. Las reacciones ciudadanas son ignoradas, y en algunos casos combatidas debido a que entorpecen ese flujo de capitales, y por lo tanto la democracia se deteriora.
Además, la globalización está generando su propia institucionalidad. El CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones) es un excelente ejemplo. Muchas naciones han firmado compromisos que transfieren a ese centro, dependiente del Banco Mundial, las potestades para las resolver controversias que tuvieran lugar dentro de su territorio. Este centro es el que acaba de resolver que Argentina deberá pagar una indemnización a la corporación francesa Vivendi. Pocos días atrás, ese mismo organismo rechazó un recurso de medidas cautelares presentado contra Ecuador por la petrolera Occidental (Oxy). Semanas antes, el CIADI también rechazó otra acción contra Ecuador, en este caso elevada por el MCI Power Group de Estados Unidos. La cuestión clave no reside en el éxito o el fracaso de cada una de esas resoluciones, sino en comprender que la continuada operación de un mecanismo de este tipo siempre es una renuncia. Se ha renunciado a resolver con eficiencia y justicia las disputas comerciales, y para cumplir con las exigencias de los agentes económicos globales se depende de un mecanismo que flota en el espacio internacional, basado en prácticas empresariales, y donde las decisiones las toman árbitros internacionales.
El «trilema» de Rodrik advierte sobre esta problemática. Si se profundiza la integración comercial global, no se podrán atender las exigencias ciudadanas nacionales para revertir sus consecuencias negativas y por lo tanto la democracia queda recortada. A pesar de esto, regímenes políticos tan diferentes, como Alan García en Perú, o Tabaré Vázquez en Uruguay, apuestan a la llegada de los inversores, y ejemplifican a un Estado nación que no se enfrenta a la globalización, sino que facilita y alienta su inserción global. Son gobiernos absortos en asegurar un mercado abierto, que sea «amistoso», «confiable» y «seguro» para el capital internacional. Las políticas públicas se encogen a medidas mercantiles, y su especificidad nacional se desvanece en hacerlas compatibles con las necesidades de los mercados globales. Las decisiones políticas se reducen a costa de fortalecer la interconexión económica; la prosecución activa del desarrollo se desvanece ya que se lo espera como consecuencia mecánica del crecimiento económico. Esta reducción de la política obliga a aislar las instituciones y mecanismos de decisión política, y limitar la participación ciudadana.
Las estrechas vinculaciones de estas tensiones con el sueño globalizador no reciben la atención que merecen, y en muchos casos el «trilema» de Rodrik es ignorado. Es así que las propuestas económicas gubernamentales no discuten las implicancias negativas de la globalización, aunque se sufren sus consecuencias. Los procesos de integración regional dentro de América del Sur olvidan su potencial para permitir otra forma de inserción internacional, recuperando la autonomía frente a la globalización. Por el contrario, insisten en permanecer como acuerdos intergubernamentales basados en el protagonismo presidencial. Terminan siendo plataformas para zambullirse todavía más dentro de la globalización, cuando en realidad podrían ser los marcos para fortalecer al Estado y la democracia en la búsqueda de un desarrollo comprometido con las necesidades nacionales y regionales.