¿No tiene algo de sorprendente el hecho de que, malquistados, soliviantados o resignados a la mascarilla durante el último año, ansiosos por volver a «la normalidad», el levantamiento de su obligatoriedad haya despertado tan poco entusiasmo? ¿No resulta inquietante que la mayor parte de los españoles, vacunados o no, viejos o jóvenes, sigan saliendo a la calle con la cara cubierta? Quizás lo más sorprendente de todo es que, bien mirado, resulta muy poco sorprendente. Nos sorprende poco porque todos, en mayor o menor medida, hemos sentido el impulso de prolongar por nuestra cuenta la medida e incluso los que hemos decidido dejarla a un lado nos descubrimos de pronto con la mascarilla puesta e imponiéndonos con disciplina, y con una especie de pudor, su retirada.
Se dirá, claro, que es la silenciosa inercia de la costumbre; nos hemos acostumbrado de tal modo a ella que nos parece extraño, por ejemplo, que los actores de la películas no la lleven. Se dirá también que hemos acabado por mantener con la mascarilla una relación supersticiosa, en paralelo a las evidencia científicas, como cuando correlacionamos por casualidad un gesto corporal y un acontecimiento externo -besar la camiseta y un triunfo deportivo- y seguimos repitiendo el gesto por muchas derrotas que suframos. Y se dirá, por supuesto, que los que la conservan puesta se limitan a mostrarse precavidos en una situación aún incierta y reversible. Lo que llama la atención, en todo caso, es que nunca los españoles se hayan mostrado tan responsables como ahora que podrían rebajar un poco la tensión.
No hay que olvidar que la mascarilla ha sido la expresión más visible, más plástica, de la crisis y de sus consecuencias sociales. Esta terrible situación de excepción, ya larga y fatigosa, se ha asentado en el cuerpo (el lugar amenazado) en forma de signo indumentario; nuestro enmascarillamiento público revelaba bajo la vista todos los peligros, las angustias, las transformaciones inducidas por la pandemia. Lo que compartíamos era precisamente aquello que nos separaba y esta separación trágica se materializaba en una especie de bandera fúnebre, desconfiada, que ocultaba nuestras caras mientras evidenciaba su presencia como enseña visible de una anomalía común.
Todos los vectores de la crisis -sanitarios, económicos, sociales- se han concentrado visualmente, sí, en la mascarilla. Los deseos más sinceros son a menudo inseparables de los temores más profundos, sobre todo los que tienen que ver con los retornos: el retorno a casa, el retorno a la patria, el retorno a la infancia. Es extraño. Nos hemos pasado el último año y medio deseando el «retorno a la normalidad» y, cuando parece que está más cerca, esta inesperada resistencia a abandonar la mascarilla, cifra simbólica del horror vivido, ¿no expresa un temor inesperado que no nos atrevemos a formular? ¿No indica un deseo nocturno de prolongar el estado de excepción?
He tenido la impresión estos días de que si no nos quitamos la mascarilla no es porque nos proteja de la covid-19 sino porque nos protege del retorno. ¿Del retorno de qué? Del retorno del futuro, que había quedado suspendido, retenido, en el presente pastoso y sin orillas de la pandemia. La vuelta a la «normalidad» representa en realidad el ingreso en la novedad que estos meses han instalado en nuestras vidas sin que nos diéramos cuenta; apela dolorosamente a la necesidad de retomar esa existencia interrumpida desde un lugar enteramente nuevo que no vemos con claridad. Nos dejamos la mascarilla, pues, porque preferimos seguir afrontando la enfermedad que la desnudez. Hay, creo, una timidez, un pudor sin precedentes que nada tienen que ver con el sexo sino con la incertidumbre y la fragilidad.
Ahora bien, tenemos que asumir e incluso reivindicar esa desnudez, al menos la del rostro. Nos hemos acostumbrado a no tener cara y eso no es bueno. Recordaba el ínclito Sánchez Ferlosio la diferencia moral entre pegar una bofetada o un azote a un niño: la cara es alma, el culo es cuerpo. No es lo mismo golpear el alma que golpear el cuerpo, como reconocen la mayor parte de las lenguas, que suelen identificar la cara con la «dignidad»: perder la cara, salvar la cara, dar la cara y, en su inclinación extrema, el adjetivo «caradura» para que el pierde la vergüenza a fuerza de exhibición y transparencia.
Más allá del fraudulento laicismo religioso de la república francesa, el argumento que asocia la cara descubierta con la ciudadanía es revelador: sirve menos para acusar a la musulmana velada que al delincuente con pasamontañas o al policía encapuchado, cuya equivalente condición sin-rostro los sitúa fuera del cuerpo social y, por lo tanto, los hace comparecer como fuente «inhumana» de amenaza. Ni el delincuente ni la Policía se encapuchan para proteger su anonimato sino para inspirar terror. Cualquier cara es tranquilizadora; cualquier máscara oculta un monstruo. La mascarilla, que nos ha protegido de la covid-19, nos ha hecho perder humanidad; encerrando los ojos tras una valla (desde donde brillaban suplicantes) hemos convertido, de algún modo, nuestras caras en cuerpo o, si se quiere, en «culos», con el resultado paradójico de que al tiempo que el velo nos volvía menos «valiosos» confería una cierta obscenidad al gesto de quitárnoslo. En uno de mis libros defino el cuerpo como «una combinación chapucera de carne y de palabra». Pues bien, la mascarilla ha extendido nuestra carne hasta el lugar de la palabra; ha contagiado, si se quiere, nuestra fragilidad impersonal a la residencia misma del espíritu, pesado ahora y oscurecido por la ausencia de boca.
Durante estos meses solo hemos tenido cara en privado o en las redes (o a través de la infracción). No sé si hay ya algún estudio al respecto, pero es bastante razonable pensar que la represión del rostro tras la mascarilla ha multiplicado el número de fotos en Instagram y Facebook. El problema es que en las redes no tenemos cara. Como no la tenemos en Zoom. Solo tenemos cara cuando podemos mirarnos, pero para mirarse es necesario distanciarse. No podemos distanciarnos de una fotografía y no podemos distanciarnos -menos aún- de la pantalla de Zoom. Lo que nos inquieta de las relaciones telemáticas, en efecto, no es sólo la humillante experiencia narcisista de contemplarse a uno mismo (a sabiendas de que es uno mismo) sino la imposibilidad de intercambiarse una mirada con el otro: la imposibilidad de mirarse fijamente a los ojos. Nos vemos, pero no nos miramos. Mientras nos habla, nuestro interlocutor podría estar contestando el correo, explorando una página porno o comprando algo en Amazon. Sin mirada no hay cara y sin cara no hay amor ni transmisión de conocimientos ni interés real por el otro. Así que, durante la pandemia, solo nos hemos quitado la mascarilla para ponernos una máscara: una imitación inaprehensible de nosotros mismos, muy proficua, por lo demás, para el capitalismo digital dominante.
Así que diría que tenemos que atrevernos a tener cara de nuevo. No va a ser fácil. La costumbre, y más en medio de la incertidumbre, es más poderosa que las bayonetas. Es probable que nuestra vida transcurra a partir de ahora entre las mascarillas y las máscaras, entre la pandemia infinita y el confinamiento tecnológico; entre el pudor de afrontar una realidad hostil y la pereza de volver a mirarse a los ojos. Hay que correr el riesgo de ser obscenos, como condición de un futuro compartido, y tener el valor de reunirnos de nuevo a la intemperie. Para eso necesitamos, no lo olvidemos, la cara.
Fuente: https://blogs.publico.es/dominiopublico/38809/mascarillas/