En 1968 la rabia contra la guerra de Vietnam desencadenó protestas y levantamientos en todo el mundo, de París y Praga hasta México. Tariq Alí considera el legado 40 años después en un artículo que condensa las tesis más ampliamente sostenidas en otro artículo sobre el mismo asunto que aparece en el número 3 de […]
En 1968 la rabia contra la guerra de Vietnam desencadenó protestas y levantamientos en todo el mundo, de París y Praga hasta México. Tariq Alí considera el legado 40 años después en un artículo que condensa las tesis más ampliamente sostenidas en otro artículo sobre el mismo asunto que aparece en el número 3 de SinPermiso (en prensa).
Una tormenta barrió el mundo en 1968. Empezó en Vietnam, recorrió Asia y cruzó el mar y las montañas hacia Europa y más allá. Cada noche se veía en televisión cómo los Estados Unidos llevaban a cabo una guerra brutal contra un país pobre del sudeste asiático. El impacto creciente que causó ver las bombas cayendo, las aldeas arder en llamas y todo un país arrasado con Napalm y Agente Naranja hizo estallar una ola mundial de revueltas sin igual antes o desde entonces.
Si los vietnamitas estaban derrotando al estado más poderoso del mundo, nosotros también podríamos, seguramente, derrotar a nuestros propios gobernantes: ése era el sentir general entre los más radicales de la generación de los sesenta.
En febrero de 1968 los comunistas vietnamitas lanzaron su famosa ofensiva del Tet, atacando a las tropas estadounidenses en cada gran ciudad survietnamita. El grand finale fue la imagen de las guerrillas vietnamitas ocupando la embajada norteamericana de Saigón (Ho Chi Minh City) e izando su bandera en el tejado. Se trataba, indudablemente, de una misión suicida, pero a la vez increíblemente valiente. El impacto fue inmediato. Por primera vez la mayoría de ciudadanos estadounidenses se dio cuenta de que la guerra era imposible de ganar. Los más pobres de ellos trajeron Vietnam a su propio hogar ese mismo verano en forma de revuelta contra la pobreza y la discriminación, cuando los guetos negros explotaron en las mayores ciudades de los Estados Unidos, en una serie de revueltas en las cuales los soldados negros jugaron un rol prominente.
Aquella chispa prendió fuego en todo el mundo. En marzo de 1968 los estudiantes de la universidad de Nanterre en Francia salieron a las calles y el Movimiento 22 de Marzo vio la luz, con dos Daniels (Cohn-Bendit y Bensaid, entonces estudiantes de Nanterre, y ambos aún en activo en la política verde o izquierdista) desafiando al león francés, Charles de Gaulle, el monárquico y distante presidente de la Quinta República, quien, en un arranque pueril, luego describiría como chie-en-lit -«mierda en la cama»- los acontecimientos en Francia que estuvieron a punto de hacerle caer. Los estudiantes empezaron reclamando reformas universitarias, luego pidieron directamente la revolución.
Ese mismo mes, en Londres, una demostración contra la Guerra de Vietnam se dirigió hacia la embajada norteamericana en Grosvenor Square. Se volvió violenta. Como los vietnamitas, quisimos ocupar la embajada, pero se había desplegado a la policía montada para proteger la ciudadela. Tuvieron lugar enfrentamientos y el senador estadounidense Eugene McCarthy, viendo las imágenes, pidió el fin de una guerra que había llevado, entre otras cosas, a «nuestra embajada en la capital que nos es más amistosa de Europa» a ser constantemente asediada. En comparación con lo que florecía en todos los sitios, Gran Bretaña era un espectáculo de segunda fila («…in sleepy London Town there’s just no place for a street fighting man«, cantaría más tarde Mick Jagger ese mismo año): las ocupaciones en las universidades y los disturbios en Grosvenor Square no supusieron ninguna amenaza real para el gobierno laborista, que respaldaba a los Estados Unidos, aunque se negó a enviar tropas a Vietnam.
En Francia, el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre se encontraba en la cima de su influencia. Contrario a los apologistas estalinianos, argumentó que no existía ninguna razón para preparar la felicidad del día de mañana al precio de la injusticia, la opresión o la miseria hoy. Lo que se requería era un cambio ahora.
En mayo, el levantamiento de los estudiantes de Nanterre se había extendido hacia París y los sindicatos. Nosotros estábamos preparando el primer número de The Black Dwarf (1) cuando el 10 de mayo estalló la capital franceas. Jean-Jacques Lebel, nuestro sufriente corresponsal en París, que hubo de soportar los gases de la policía, nos enviaba noticias por teléfono cada pocas horas. Nos contó lo siguiente: «Se ha enviado a un conocido comentarista de fútbol al Barrio Latino a cubrir los sucesos de la noche y ha informado que ‘ahora los CRS [la policía antidisturbios francesa] está cargando, están tomando por la fuerza la barricada -¡Oh Dios! Ha empezado una batalla. Los estudiantes contraatacan, podéis oír el ruido – los CRS se retiran. Ahora se están reagrupando, preparándose para cargar de nuevo. Los habitantes están arrojándoles cosas desde sus ventas y los CRS -¡Oh! La policía está respondiendo, disparando granadas contra las ventanas de los apartamentos…’ cuando el productor le interrumpió: ‘No puede ser cierto, ¡los CRS no hacen cosas como ésa!’
‘Te explico lo que estoy viendo…’ Su voz se apaga. Le han cortado la emisión.»
La policía no pudo tomar el Barrio Latino, ahora bautizado como el Barrio del Heroico Vietnam. Tres días después un millón de personas ocupó las calles de París, reclamando el fin de un estado podrido y cubriendo los muros con eslóganes como «defended la imaginación colectiva», «bajo los adoquines, la playa» o «las mercancías son el opio del pueblo, la revolución el éxtasis de la historia».
Eric Hobsbawn escribió en The Black Dwarf: «Lo que nos enseña Francia es que cuando alguien demuestra que la población no es impotente, ésta puede empezar a actuar de nuevo.»
Estuve planeando volar hacia París -era algo de lo que estuvimos discutiendo en la revista-, pero recibí una llamada nocturna. Una voz relamida me dijo: «No sabes quién soy, pero no abandones el país hasta que hayan pasado tus cinco años aquí o no te dejarán volver.» En aquella época la ciudadanía de la Commonwealth se conseguía automáticamente después de cinco años de residencia. Y yo no completaba mis cinco años hasta octubre de 1968. El gabinete de ministros laboristas aún discutía en público si debía o no ser deportado. Algunos amigos abogados me confirmaron que no debía de abandonar el país. Clive Goodwin, el editor de nuestra revista, vetó mi viaje y fue él mismo en mi lugar quien viajó hasta París.
Fui un año después para ayudar a Alain Krivine, uno de los líderes de la revuelta de mayo de 1968, en su campaña presidencial por la Ligue Communiste Révolutionnaire. Nada más llegar al aeropuerto de Orly, volviendo de un mítin en Toulouse, la policía francesa rodeó el avión. «Espero que sea por tí, no por mí», masculló Krivine. Y lo era. Se había expedido una orden de expulsión contra mí en Francia que no fue retirada hasta mucho después, con la elección de François Mitterand.
La revolución no tuvo lugar, pero Francia fue enteramente sacudida por los acontecimientos. De Gaulle, poseedor de un fino sentido de la historia, consideró la idea de un golpe de estado: a primeros de junio voló desde una base militar a Baden-Baden, donde habían estacionadas tropas francesas, para preguntarles si le apoyarían en su decisión en caso de que París cayera en manos de los revolucionarios. Las tropas se mostraron de acuerdo, pero exigieron la rehabilitación de los generales ultra-derechistas a los cuales De Gaulle había expulsado del ejército por su oposición a la retirada del ejército francés de Argelia. Se cerró el trato. De Gaulle llegó a abofetear a su ministro de interior cuando éste sugirió que Sartre debería ser arrestado: «No se puede encarcelar a Voltaire», dijo.
El ejemplo francés se extendió, haciendo preocupar a los burócratas de Moscú tanto como a las elites dominantes occidentales. Había que hacer entrar en vereda a un grupo de gente ingobernable e indisciplinada. Robert Escarpit, el corresponsal de Le Monde, escribió el 23 de julio de 1968: «un francés que viaje al extranjero se siente tratado como un convaleciente que padece una perniciosa fiebre. ¿Cómo surgieron los sarpullidos de las barricadas? ¿Cuál era la temperatura a las cinco de la tarde el 29 de mayo? ¿Está la medicina gaullista atacando realmente las raíces de la enfermedad? ¿Hay peligro de una recaída?… Pero hay una pregunta que les cuesta formular, quizá por miedo de oír la respuesta. Todos quieren conocer, de corazón, con miedo o esperanza, si la enfermedad es contagiosa.»
Era contagiosa. En Praga, los reformistas comunistas -muchos de ellos héroes de la resistencia antifascista durante la Segunda Guerra Mundial- habían proclamado aquella primavera un «socialismo con rostro humano». El objetivo de Alexander Dubcek y de sus partidarios era democratizar la vida política de Checoslovaquia. Fue el primer paso hacia una democracia socialista, y como tal fue vista en Moscú y Washington. El 21 de agosto los rusos enviaron sus tanques y aplastaron el movimiento de reforma.
En cada capital de Europa Occidental hubo protestas. Los tabloides del Reino Unido atacaban constantemente a los izquierdistas, tachándoles de «agentes de Moscú», acusación que se vieron obligados a retirar cuando marchamos hacia la embajada soviética denunciando la invasión de Checoslovaquia vehementemente y quemando retratos del abotargado líder soviético Leonid Brezhnev. Alexander Solzhenitsyn después declararía que la invasión soviética de Checoslovaquia fue para él la gota que colmó el vaso. Entonces se dió cuenta de que aquel sistema nunca podría ser reformado desde dentro, sino que debía ser derrocado. No fue el único. Los burócratas de Moscú habían sellado su propio destino.
En México, los estudiantes tomaron sus universidades, reclamando el fin de la opresión y del gobierno unipartidista. El ejército fue enviado a ocupar las universidades, algo que hizo durante meses, convirtiéndose en el ejército más educado del mundo. El 2 de octubre -con los ojos del mundo puestos en Ciudad de México, 10 días antes de que empezaran los Juegos Olímpicos- miles de estudiantes se lanzaron a las calles para manifestarse. Una masacre empezó al atardecer. Las tropas abrieron fuego contra la multitud, que escuchaba los discursos en una de las mayores plazas de la ciudad. Asesinaron a docenas de personas y cientos de ellas resultaron heridas.
Y entonces, en noviembre de 1968, estalló Pakistán. Los estudiantes se enfrentaron al aparato estatal de una dictadura militar corrupta y decadente respaldada por los Estados Unidos (¿os suena de algo?). Se unieron a ellos trabajadores, abogados, empleados de cuello blanco, prostitutas y otros estratos sociales, y a pesar de la enorme represión (se asesinó a cientos de ellos), la lucha creció en intensidad y, al año siguiente, el Mariscal de Campo Ayud Khan fue derrocado.
Cuando llegué en febrero de 1969, el país estaba exultante de júbilo. Hablando en mítines a lo largo de todo el país junto con el poeta Habib Jalib, nos encontramos con una atmósfera muy diferente a la que había en Europa. Aquí el poder no parecía tan lejano. La victoria sobre Ayub Khan llevó a las primeras elecciones generales en la historia del país. Los nacionalistas bengalíes en Pakistán este obtuvieron una mayoría que la élite y los principales políticos del país se negaron a aceptar. La guerra civil condujo a la intervención militar de India y eso terminó con el viejo Pakistán. Blangadesh fue el resultado de esa cesárea sangrienta.
La década gloriosa (1965-1975), de la cual el año 1968 fue sólo el punto culminante, consistió básicamente en la coincidencia de tres narrativas simultáneas. Dominaba la política, pero hubo otras dos que dejaron una huella más profunda: la liberación sexual y un espíritu emprendedor de base. Cuando editaba The Black Dwarf en 1968-69 solicitábamos constantemente donaciones a los lectores. Un día un tipo vestido con una túnica entró en nuestra oficina en el Soho y sacó 25 mugrientos billetes de cinco libras, nos dio las gracias por sacar la revista y se marchó. En lo sucesivo, haría eso cada dos semanas. Al final le pregunté quién era y si había alguna razón particular que explicara su generosidad. Resultó que tenía un puesto en Portobello Road y, en relación a la razón por la que quería ayudar, muy sencillo: «El capitalismo mola tan poco, tío.» Ahora el capitalismo tampoco mola y, desde luego, es mucho más agresivo.
En cierto modo, los sesenta fueron una reacción a los cincuenta, y a la intensificación de la Guerra Fría. En los Estados Unidos, los cazadores de brujas mccarthistas habían causado estragos en los cincuenta, pero ahora los escritores blacklisted, quienes figuraron en las listas negras, podían volver a trabajar; en Rusia, cientos de prisioneros políticos fueron liberados, se cerraron los gulags y los crímenes de Stalin fueron denunciados por Khruschev mientras Europa oriental temblaba excitada por la noticia y las esperanzas de una rápida reforma. Esperaron en vano.
El espíritu de renovación se extendió también al terreno de la cultura: la primera novela de Solzhenitsyn fue serializada en la revista literaria oficial, Novy Mir, y un nuevo cine se apoderó de la mayoría de Europa. En España y Portugal, gobernadas en aquella época por los fascistas favoritos de la OTAN, Franco y Salazar, la censura persistió, pero en el Reino Unido la novela de D.H. Lawrence El amante de Lady Chatterley, escrita en 1928, fue publicada en 1960 por primera vez. El libro, en su edición íntegra, vendió dos millones de copias.
Siguiendo la obra pionera de Simone de Beauvoir El segundo sexo (1949), Juliet Mitchell disparó una nueva salva en diciembre de 1966. Su largo ensayo, Women: The Longest Revolution, apareció en New Left Review y se convirtió inmediatamente en un punto de referencia, resumiendo los problemas a los que se enfrentaban las mujeres: «En las sociedades industriales avanzadas, el trabajo de las mujeres es marginal con respecto a la economía global… se ofrece a las mujeres un universo de su propiedad: la familia. Como la mujer misma, la familia aparece como un objeto natural, pero en realidad es una creación cultural… Los dos pueden ser exaltados, paradójicamente, como ideales. La ‘verdadera’ mujer y la ‘verdadera’ familia son imágenes de paz y abundancia, cuando en realidad ambas pueden albergar violencia y desesperación.»
En septiembre de 1968 feministas estadounidenses interrumpieron el concurso de Miss Mundo en Atlantic City, un toque de atención del movimiento de liberación de la mujer que cambiaría la vida de las mujeres al reclamar reconocimiento, independencia y una voz igual a la del hombre en un mundo dominado por ellos. La portada del número de enero de 1969 de Black Dwarf dedicó el año a la mujer. En su interior publicamos la firme llamada a las armas feminista de Sheila Rowbotham. (Cuando escribo estas líneas, la profesora Rowbotham, ahora una distinguida académica, ve peligrar su trabajo por los repugnantes, grises contables que dirigen hoy la Universidad de Manchester. Nos encontramos en una época de universidades facturadas en serie en las que las celebridades cobran auténticas fortunas por impartir ocho horas a la semana y los genuinos estudiosos son arrojados sin contemplación a la basura.)
Y sí, también estaba el principio de placer. Que los sesenta fueron hedonistas es indiscutible, pero lo fueron de una manera diferente a la fórmula comercializada de hoy. En aquella época el hedonismo supuso una ruptura con el puritanismo hipócrita de los cuarenta y cincuenta, cuando los censores prohibían mostrar a las parejas casadas compartiendo una cama en la pantalla del cine y los pijamas eran obligatorios. Una época de agitación radical desafía todas las restricciones. Siempre fue así. En el Londres del siglo XVIII, que en tantas cosas prefiguraba al Londres posterior, la experimentación sexual requería la tapadera de iglesias que se alejaran de la ortodoxia, como los moravianos o los surrealistas swedenborgianos (para los cuales el «amor por lo sagrado» tenía su mejor expresión en la «proyección del semen»): ambas predicaban las virtudes de combinar el éxtasis religioso y sexual. Las orgías sexuales eran una característica habitual en los rituales moravianos, de acuerdo a los cuales la penetración sexual era similar a penetrar en las heridas de Cristo. William Blake y su círculo estuvieron profundamente implicados en todo ello y algunas de sus pinturas que representaban este mundo fueron censuradas en la época. Espero que todo esto no llegue tan lejos como para escandalizar a mi viejo amigo Tony Benn (2) y quienes cantan Jerusalem sin darse cuenta de su significado oculto:
Bring me my bow of burning gold!
Bring me my arrows of desire!
Bring me my spear!
[¡Traedme mi arco de oro ardiente!/ ¡Traedme mis flechas de deseo! / ¡Traedme mi lanza!]
La homosexualidad en el Reino Unido fue despenalizada en 1967. Aparecieron los movimientos de liberación homosexual, con activistas que exigían el fin de toda la legislación homófoba, y empezaron a organizarse los desfiles del Orgullo Gay, inspirados en las luchas de los afroamericanos por la igualdad de derechos y su orgullo negro (black pride). Todos los movimientos aprendían los unos de los otros. Los avances en los derechos sociales, los movimientos feministas y gay, todo aquello se da hoy por sentado, tuvo que ser ganado en una lucha en las calles contra unos enemigos que estaban combatiendo una «guerra contra el horror».
La historia raramente se repite, pero su eco nunca desaparece. En el otoño del 2004, cuando me encontraba en una gira de conferencias por los Estados Unidos que coincidía con la campaña de reelección de Bush, en una concentración antiguerra en Madison percibí un eco muy directo de todo aquello en una pegatina que vi en un automóvil: «Iraq quiere decir Vietnam en árabe» (Iraq is Arabic for Vietnam). El ingeniero de sonido de la sala, un mexicano-americano, me susurró al oído, orgulloso, que su hijo, un marine de 25 de años, acababa de regresar de su servicio como soldado en la ciudad sitiada de Fallujah en Irak, escenario de horribles masacres de soldados estadounidenses, y que aparecería en el mítin. No lo hizo, pero apareció después con un par de amigos, ambos civiles. Pudo ver como la sala estaba llena de activistas antiguerra y antibush.
El joven marine de pelo rapado, G, narró historias de entrega y coraje. Le pregunté por qué se había unido al cuerpo de marines. «Para la gente como yo no hay otra elección. Si me hubiera quedado aquí, me hubieran matado en las calles o hubiera terminado en la cárcel cumpliendo condena de por vida. El cuerpo de marines salvó mi vida. Me entrenaron, se preocuparon por mí y me cambiaron completamente. Si hubiera muerto en Irak, al menos sería el enemigo quien me hubiera matado. En Fallujah todo en lo que podía pensar era en cómo mantener a los hombres bajo mi mando a salvo. Eso era todo. Muchos de los chavales que se manifiestan por la paz aquí no tienen problemas. Van a la universidad, se manifiestan y pronto se olvidan de todo en cuanto consiguen un trabajo bien pagado. Para la gente como yo no es tan fácil. Creo que debería existir una leva. ¿Por qué sólo los jóvenes pobres tienen que estar allí? De todos los marines con los que he trabajado, quizá sólo un cuatro o cinco por ciento eran verdaderos fanáticos amantes de la bandera. El resto de nosotros está haciendo un trabajo, lo está haciendo bien y esperando volver sin ser KIA [killed in action, asesinado en combate] o herido.»
Después G se sentó en un sofá entre dos hombres mayores, ambos ex combatientes. A su izquierda estaba Will Williams, de sesenta años, nacido en Mississipi, quien se alistó en el ejército a los 17 años. Estaba seguro que de no haber abandonado Mississipi el Ku Klux Klan o cualquier otro grupo racista le hubiera asesinado. Él también me explicó que el ejército «le había salvado la vida.» Después de un período de servicio en Alemania fue enviado a Vietnam. Herido en combate, recibió el Corazón Púrpura y dos estrellas de bronce; también empezó a cambiar de idea cuando se unió a la rebelión de las tropas negras en Camranh Bay en protesta contra el racismo dentro del ejército estadounidense.
Tras un difícil período de adaptación, Williams empezó a leer seriamente política e historia. Sintiendo que el país le había engañado una vez más, él y Dot, su colega de más de 43 años, se unieron al movimiento opositor a la guerra de Irak, llevando sus voces de coro de gospel a los mítines y manifestaciones.
A la derecha de G estaba Clarence Kailin, que aquel verano cumplía 90 años, uno de los pocos supervivientes que quedan de la Brigada Abraham Lincoln que luchó en el bando republicano durante la Guerra Civil española. Él también estuvo participando activamente en el movimiento contra la guerra de Irak. «Hicimos nuestro viaje en secreto, incluso para nuestras familias. Fui conductor de camión, luego soldado de infantería y después camillero por un corto período de ti
En el 2006, después de servir de nuevo en Irak, G no pudo aceptar más cualquier otra justificación de la guerra. Admiraba a Cindy Sheenan y al grupo «Familiares de soldados contra la guerra», el grupo antiguerra en activo más efectivo y constante en todos los Estados Unidos.
Una década antes de la Revolución Francesa, Voltaire observó que «la historia son las mentiras con las que estamos de acuerdo.» Poco acuerdo hubo después respecto a cualquier cosa. El debate sobre el 68 fue recientemente reavivado por Nicolas Sarkozy, quien fanfarroneó asegurando que su victoria en las elecciones presidenciales del año pasado era el último clavo en el ataúd del 68. La cortante respuesta del filósofo Alain Badiou fue comparar al nuevo presidente de la república con los Borbones de 1815 o el Mariscal Pétain durante la guerra. Ellos también hablaron de clavos y ataúdes.
«El Mayo del 68 nos impuso el relativismo moral e intelectual», declaró Sarkozy. «Los herederos del Mayo del 68 impusieron la idea de que no había ninguna diferencia entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad. La herencia del Mayo del 68 introdujo el cinismo en la sociedad y en la política.»
Incluso culpó al legado del Mayo del 68 de las sórdidas y codiciosas prácticas empresariales. El ataque del Mayo del 68 a los estándares éticos ayudó a «debilitar la ética del capitalismo, a preparar el terreno para el capitalismo sin escrúpulos de los paracaídas dorados con los que se equipan los empresarios más canallas.» Así que la generación de los sesenta es de golpe la responsable de Enron, Conrad Black (3), la crisis de las hipotecas subprime, Northern Rock, los políticos corruptos, la desregulación, la dictadura del «libre mercado» y de una cultura estrangulada por el oportunismo más descarado.
La lucha contra Vietnam duró 10 años. En el 2003 la gente salió a la calle de nuevo en Europa y América, incluso en un número mayor, para intentar detener la guerra de Irak. El ataque preventivo falló: el movimiento careció de la fuerza y de la resonancia de sus predecesores. En 48 horas había prácticamente desaparecido, poniendo de relieve cómo los ti
¿Hubo sueños y esperanzas en 1968 o no fue todo más que una vana fantasía? ¿O la cruel historia abortó algo nuevo que estaba a punto de nacer? Revolucionarios -anarquistas utópicos, castristas, toda suerte de trotskistas, maoístas de toda laya- quisieron el bosque completo. Los liberales y los socialdemócratas se agarraron a un sólo árbol. El bosque, nos advertían, era una distracción, demasiado vasto e imposible de definir, mientras que un árbol era un trozo de madera que podía ser identificado, mejorado y convertido en una silla o una mesa. Ahora el árbol también se ha ido.
«Sois como los peces que sólo ven el anzuelo y no el sedal», les respondíamos, burlándonos. Nosotros creíamos -y seguimos creyendo- que la gente no debería ser juzgada por sus posesiones materiales, sino por su habilidad para transformar la vida de otros, la de los pobres y los no privilegiados; que la economía necesitaba ser reorganizada en interés de la mayoría y no de la minoría; y que el socialismo sin democracia nunca funcionaría. Por encima de todo, creíamos en la libertad de expresión.
Muchas de estas cosas parecen utópicas hoy y algunas, para quienes 1968 no fue lo suficientemente radical en aquella época, han capitulado al presente y, como los miembros de las antiguas sectas que pasaban con una pasmosa facilidad del libertinaje ritual a la castidad, ahora ven en cualquier forma de socialismo la serpiente que tentó a
El colapso del «comunismo» en 1989 creó la base para un nuevo acuerdo social, el Consenso de Washington, por el cual la desregulación y la entrada del capital privado en el hasta ahora dominio sagrado de los recursos públicos se convierte por doquier en norma, haciendo superflua a la socialdemocracia y amenazando al proceso democrático mismo.
Algunos, que entonces soñaron con un futuro mejor, simplemente se han rendido. Otros dan su apoyo a la amarga máxima de que «o cambias o nunca te ganarás la vida» (unless you relearn you won’t earn). La intelligentsia francesa, que de la Ilustración en adelante hizo de París el taller político del mundo entero, lidera hoy la retirada en todos los frentes. Los renegados ocupan cargos en cada gobierno occidental defendiendo la explotación, las guerras, el terrorismo estatal y las ocupaciones neocoloniales; otros ahora retirados de la academia se han especializado en producir basura reaccionaria en la blogosfera, empleando el mismo celo con el cual excorcizaban a las facciones rivales en la extrema izquierda. Tampoco es nada nuevo. La respuesta de Shelley a Wordsworth, quien tras dar la bienvenida a la Revolución Francesa se retiró a un conservadurismo pastoral, lo expresaba bien:
En la pobreza honrada tu voz urdía
Cantos a la libertad y a la verdad
Que abandonaste y no me deja de afligir
Porque lo que eras ha tenido caducidad.
NOTAS DEL TRADUCTOR: (1) The Black Dwarf fue un semanario político-cultural publicado en el Reino Unido entre mayo de 1968 y mayo de 1972. The Black Dwarf tomó su nombre de una publicación política radical del siglo XIX, con la que estableció continuidad, figurando en la portada del número de mayo del 68, «vol. 13, nº 1». Por sus páginas pasaron Clive Goodwin, Robin Fior, David Mercer, Mo Teitlebaum, Adrian Mitchell, Sheila Rowbotham, Sean Thompson, Roger Tyrrell y Fred Halliday entre otros. Tariq Alí fue su editor hasta 1970, cuando una escisión en el seno de la revista le llevó a fundar con otros miembros de la redacción The Red Mole. (2) Tony Benn (n. 1925), político socialista. Fue secretario de estado para la industria y secretario de estado para la energía en los gobiernos laboristas de Harold Wilson y James Callaghan. Actualmente es representante del ala izquierda (o Old Labour, en contraposición al New Labour de Tony Blair y sus partidarios) del Partido Laborista británico. (3) A diferencia de Enron, Northern Rock o las hipotecas subprime, el escándalo protagonizado por Conrad Moffat Black (1944) no ha tenido la misma repercusión mediática en el Reino de España. Como accionista mayoritario de Hollinger International Inc., Conrad Black llegó a controlar los diarios Daily Telegraph, Chicago Sun Times, Jerusalem Post, National Post y cientos de cabeceras locales en los Estados Unidos. A través de varias sociedades fiscales Black llegó a defraudar más de 6 millones de dólares a los accionistas de Hollinger International Inc., delito por el que fue detenido y juzgado en el 2007 por tres cargos de fraude fiscal y uno de obstrucción a la justicia.
NOTAS DEL TRADUCTOR: (1) The Black Dwarf fue un semanario político-cultural publicado en el Reino Unido entre mayo de 1968 y mayo de 1972. The Black Dwarf tomó su nombre de una publicación política radical del siglo XIX, con la que estableció continuidad, figurando en la portada del número de mayo del 68, «vol. 13, nº 1». Por sus páginas pasaron Clive Goodwin, Robin Fior, David Mercer, Mo Teitlebaum, Adrian Mitchell, Sheila Rowbotham, Sean Thompson, Roger Tyrrell y Fred Halliday entre otros. Tariq Alí fue su editor hasta 1970, cuando una escisión en el seno de la revista le llevó a fundar con otros miembros de la redacción The Red Mole. (2) Tony Benn (n. 1925), político socialista. Fue secretario de estado para la industria y secretario de estado para la energía en los gobiernos laboristas de Harold Wilson y James Callaghan. Actualmente es representante del ala izquierda (o Old Labour, en contraposición al New Labour de Tony Blair y sus partidarios) del Partido Laborista británico. (3) A diferencia de Enron, Northern Rock o las hipotecas subprime, el escándalo protagonizado por Conrad Moffat Black (1944) no ha tenido la misma repercusión mediática en el Reino de España. Como accionista mayoritario de Hollinger International Inc., Conrad Black llegó a controlar los diarios Daily Telegraph, Chicago Sun Times, Jerusalem Post, National Post y cientos de cabeceras locales en los Estados Unidos. A través de varias sociedades fiscales Black llegó a defraudar más de 6 millones de dólares a los accionistas de Hollinger International Inc., delito por el que fue detenido y juzgado en el 2007 por tres cargos de fraude fiscal y uno de obstrucción a la justicia.
Tariq Alí es miembro del consejo editorial de Sin Permiso.
Traducción para www.sinpermiso.info: