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¡Me lo habéis quitado todo! Reflexiones sobre la urgente necesidad del comunismo

Fuentes: Iohannes Maurus

«¡Mirad lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!» Esto es lo que gritaba hace unos días una mujer cuando, en una sucursalbancaria se prendió fuego con gasolina. Cuentan los periódicos que es una persona de 47 años, con tres hijos y amenazada de desahucio. Ada Colau, la representante más célebre de la […]

«¡Mirad lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!» Esto es lo que gritaba hace unos días una mujer cuando, en una sucursalbancaria se prendió fuego con gasolina. Cuentan los periódicos que es una persona de 47 años, con tres hijos y amenazada de desahucio. Ada Colau, la representante más célebre de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) afirmaba en el Congreso, en una de esas raras veces en que dentro de esa cámara de resonancia del poder se ha oido una verdad, que el representante de la banca que intervino antes que ella para oponerse a la dación en pago y al conjunto de la iniciativa legislativa popular (ILP) promovida por la PAH era un «criminal».

Los desahucios son actos de violencia extrema. La persona desahuciada, expulsada de su vivienda queda por ese mismo acto expulsada de la sociedad normal, marginada, en los términos precisos de Ada Colau, condenada a la «muerte civil». No olvidemos que la muerte civil, la incapacidad para tener una vida social y una vida pública coincidía en la antigüedad con el estatuto de los esclavos. Ahora bien, el esclavo es quien debe a alguien su vida y con su vida entera debe pagar su deuda. No muy alejado del estatuto antiguo del esclavo está el del moderno desahuciado quien no solo pierde su vivienda, sino que sigue teniendo -a pesar de su carencia de recursos- una deuda impagable con el banco. Alguien a quien se lo han quitado todo se convierte automáticamente en esclavo. La muerte civil propia del esclavo es ese periodo de tiempo anterior a la muerte física en el que ya no se está propiamente vivo, puesto que la potencia y el deseo propios se encuentran casi extinguidos, oprimidos por un poder exterior.

Algunos no lo aceptan y se rebelan. Esa rebelión puede tomar dos formas: una forma abstracta e individual en la que se considera que está todo perdido y una forma concreta que apela a la potencia de lo colectivo, a la potencia de la indignación. Ambas formas son perfectamente respetables y constituyen afirmaciones de la dignidad. El suicidio es, ciertamente, como afirma Spinoza el resultado de la acción de una causa exterior, pues no hay nada en la esencia de una cosa que tienda a destruirla. La proposición 4 de la parte III de la Ética afirma sin matices: » Nulla res nisi a causa externa potest destrui » (» Ninguna cosa puede ser destruida sino por una causa exterior » ) . Todo suicidio está pues precedido por un asesinato, por una transformación de la esencia del individuo por una causa exterior que lo destruye desde el interior, como un cáncer o una enfermedad autoinmune, pero también, bajo la forma fenomenológica del suicidio puede incluirse la elección de la muerte como «mal menor», en cuyo caso, la propia muerte es una afirmación de la vida, una forma extrema de perseverar en su propio deseo. «Así pues,-nos dice Spinoza en Etica IV, proposición XX, escolio- nadie deja de apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su ser, como no sea vencido por causas exteriores y contrarias a su naturaleza. Y así, nadie tiene aversión a los alimentos, ni se da muerte, en virtud de la necesidad de su naturaleza, sino compelido por causas exteriores; ello puede suceder de muchas maneras: uno se da muerte obligado por otro, que le desvía la mano en la que lleva casualmente una espada, forzándole a dirigir el arma contra su corazón; otro, obligado por el mandato de un tirano a abrirse las venas, como Séneca, esto es, deseando evitar un mal mayor por medio de otro menor; otro, en fin, porque causas exteriores ocultas disponen su imaginación y afectan su cuerpo de tal modo que éste se reviste de una nueva naturaleza, contraria a la que antes tenía, y cuya idea no puede darse en el alma (por la Proposición 10 de la Parte III). Pero que el hombre se esfuerce, por la necesidad de su naturaleza, en no existir, o en cambiar su forma por otra, es tan imposible como que de la nada se produzca algo, según todo el mundo puede ver a poco que medite.» El suicidio es así, siempre el resultado de una «muerte sin cadáver previa» o del encuentro del individuo con una fuerza exterior destructiva e invencible. Un «encuentro» de este tipo explica el sucidio de Séneca, pero también el de los insurrectos del Gueto de Varsovia, tal vez también muchos de los suicidios que están ocurriendo últimamente en territorio español. Aunque a veces, la única manera de conservar su propia dignidad sea suicidarse, existe a menudo la posibilidad de rebelarse junto a otros, de reconocer el mal que sufrimos en otros. Es lo que se llama indignación. La indignación es una tristeza, pero una tristeza que saca a la superficie el nexo social, la solidaridad, la comunidad, y puede incluso dar lugar a una potenciación del individuo cuando este es capaz de constituir con otros y frente a un poder hostil una nueva realidad que haga posible vivir.

Hoy es indispensable restablecer, o incluso crear sobre una nueva base mucho más sólida, las condiciones sociales que hagan posible la vida. Si volvemos sobre la frase con que empezamos estas reflexiones: «¡Mirad lo que me habéis hecho, me lo habéis quitado todo!», podemos sacar ya unas primeras conclusiones a partir de ella. Creo que es el mejor homenaje y la mejor muestra de respeto que podemos rendir a la persona que, envuelta en dolor y fuego, las pronunció. En primer lugar, señala a los criminales que la condujeron a ese acto de autodestrucción, nombrándolos como los verdaderos responsables de su desgracia. En segundo lugar, y esto es lo más importante, explica que su desdicha consiste en que «se lo han quitado todo». Esto es decisivo y obliga a una reflexión. No en todas las sociedades es posible quitárselo «todo» a alguien como lo es en la » nuestra «. La mayoría de las sociedades humanas que han conocido el crédito y la moneda basada en el crédito han tenido también instituciones que perdonaban las deudas. El «perdónanos nuestras deudas» del Padre Nuestro cristiano evoca la antigua institución hebrea del jubileo en la cual se restituían sus tierras cada 50 años a los campesinos expropiados por impago de sus deudas y a sus familias. Declara así el Levítico 25.10 : » Y santificaréis el año cincuenta, y pregonaréis libertad en la tierra a todos sus moradores; ese año os será de jubileo, y volveréis cada uno a vuestra posesión, y cada cual volverá a su familia. » Existían tanto en el antiguo Israel como en las sociedades del creciente fértil desde la más remota antigüedad normas que establecían el perdón de las deudas dentro de la propia comunidad. Tanto entonces como ahora, una deuda unilateral infinita conduce a la esclavitud y a la muerte civil y ninguna sociedad, ni siquiera una sociedad esclavista, puede reducir a la mayoría de su población a la esclavitud.

La deuda es un tipo de relación social basada en algo tan poco «natural» como el intercambio de bienes y valores. La deuda se basa en una promesa de pago en el futuro que la distingue de las demás transacciones en las cuales el pago acompaña al cambio de propiedad de un bien. Esto, que nos parece tan evidente a los habitantes de una sociedad compuesta de individuos que intercambian mercancías, es, sin embargo, el tipo mismo de relación que las sociedades primitivas -descritas por una larga de serie de antropólogos desde Clastre hasta David Graeber- reservan exclusivamente a los enemigos. Con la gente de la propia comunidad, se comparte la riqueza, con el enemigo, se comercia, incluso se comercia con su propia persona esclavizándolo, pues la esclavitud, como bien sabía John Locke se basa en una deuda infinita e impagable. Sólo podemos comerciar con quienes podemos también matar o esclavizar. De ahí la gran cantidad de límites puestos a las relaciones comerciales en las sociedades no capitalistas: en todas ellas se trataba de que nadie pudiera «perderlo todo».

El capitalismo es la única sociedad basada en la relación comercial generalizada, aquella en la que, como decía Marx en los Grundrisse, el hombre «lleva sus relaciones sociales en el bolosillo», pues casi todas ellas dependen del dinero. Esto conduce, naturalmente al estado de guerra pemanente, de hostilidad generalizada entre los individuos que percibimos a diario. La relación que otras sociedades humanas consideraban tan violenta y tan reservada al trato con enemigos como la propia guerra se ha interiorizado en el capitalismo con efectos nefastos sobre la sociedad. En las sociedades capitalistas que se han «liberado» de toda barrera política o moral como las neoliberales, la relación social es sumamente tenue y precaria. Las sociedades se sostienen en la medida en que conservan una base mínima, ontológica, antropológica, de cooperación directa entre los individuos, al margen de las relaciones propiamente capitalistas. Cornelius Castoriadis insistió muchas veces en que es imposible que una sociedad basada en el mercado o en la jerarquía de fábrica, o en el control estatal, es decir una sociedad atomizada, pueda funcionar, si no intervienen otras dinámicas de cooperación. Puede parecer una paradoja, pero el capitalismo, para funcionar, presupone el comunismo: el comunismo del lenguaje al que Marx se refiere con frecuencia, el de la cooperación, el del conocimiento, el de los afectos, etc. Todo ese denso tejido de relaciones que el capital y sus dos instituciones fundamentales, el mercado y el Estado son incapaces de poner por sí mismas y que deben explotar, vampirizar, para poder funcionar.

Hoy el capital está poniendo en peligro esa base comunista mínima con la que tiene, sin embargo que convivir si quiere sobrevivir, intentando someterla a la ley del mercado y de la propiedad, haciendo de los comunes cognitivos, afectivos, incluso lingüísticos, formas aberrantes de mercancía no caracterizadas como cosas, sino como acceso a «formas de vida». El capital, lo que intenta vendernos hoy para valorizarse son nuestras propias vidas expropiadas/apropiadas. El problema es que la relación de propiedad conviene muy mal a los comunes: es difícil apropiárselos, pues no son cosas sino relaciones. Los comunes no nos pertenecen, más bien pertenecemos nosotros a ellos. De ahí el intento desesperado de asirlos mediante la más sutil de las relaciones, la que se basa no ya en el tiempo presente o en el pasado como la relación que se expresa en el valor-trabajo, sino en el futuro y en la extensión total de nuestras vidas, la relación de endeudamiento, la relación financiera. El espacio de la explotación se convierte en un espacio ilimitado, en un universo infinito, pero por eso mismo, es incontrolable, por eso mismo se convierte en un espacio de resistencia como fue la inmensa estepa rusa para las tropas de Napoleón o de Hitler.

Hoy mismo Mariano Rajoy intenta convencer a los ya convencidos de que es capaz de gobernar una crisis que ya se ha hecho inseparable del propio sistema. Propone como receta los «minijobs», que la Señora Merkel ya ha puesto en práctica en Alemania, esos puestos de trabajo ultraprecarios, sin derechos, y con remuneraciones muy inferiores a lo necesario para reproducir la fuerza de trabajo. Se trata de una medida más en el camino de la introducción tendencial, asintótica, de una nueva forma de esclavismo en la que se mantiene la libertad formal del trabajador, pero se estrecha al mínimo su capacidad de negociación. Cuando la curva de la variante salario alcance el valor cero y la curva del tiempo de trabajo tienda a infinito, habremos llegado a un restablecimiento del esclavismo. Lo que pasa es que esto no puede ocurrir del todo en el marco de un régimen que necesita imponer políticamente la ley del valor como fundamento de un régimen jurídico basado en la propiedad como el que hoy conocemos. El valor ya no se determina en tiempo de trabajo, sino mediante convenciones financieras basadas en apuestas sobre el valor que se producirá en el futuro, pero al mismo tiempo, el Estado mantiene incólume un entramado jurídico basado en la relación entre valor y trabajo, imponiendo sus efectos mediante la violencia.

Para evitar el nuevo esclavismo, es necesario disociar valor y trabajo, pero de otra manera, haciendo que los ingresos, el reparto del valor producido, se independicen del trabajo asalariado y de sus formas, practicando una disociación no orientada al neoesclavismo sino al comunismo, al acceso generalizado y libre a la riqueza común. No tiene sentido aceptar que esa disociación sólo valga para el 1% que ya la practica cobrando sobres y demás prebendas y no para el resto. El 1% ya vive en el comunismo del capital, tenemos que aprender a hacer que las relaciones comunistas se extiendan al conjunto de la sociedad. Hoy como en la época de Marx, sigue siendo válida la divisa saint-simoniana hábilmente desviada ( détournée , dirían los situacionistas…) por el Moro: «De cada cual según sus capacidades a cada cual según sus necesidades». Si queremos que no puedan «quitárnoslo todo», tenemos que garantizar la existencia de bienes y recursos comunes inalienables. No basta para ello que sean de titularidad estatal, pues los Estados pueden comportarse como cualquier propietario y privatizarlos (es lo que están haciendo): es necesario que los bienes comunes estén inscritos en la constitución, tanto en la constitución material como elementos fundamentales de las relaciones características de un modo de producción comunista que no tiene nada que ver con los socialismos de Estado, como en la constitución formal que debe establecer las instituciones políticas y las leyes de un mundo libre más allá de la propiedad. El comunismo hoy no es ninguna utopía, sino una ncesidad vital para las sociedades y los individuos.

Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.be/2013/02/me-lo-habeis-quitado-todo-reflexiones.html