Si en un golpe de olvido uno pudiera recoger su memoria para siempre y guardarla donde no se advierta ni lastime. Si uno pudiera ir limándole los bordes, hasta empequeñecerla, hasta reducirla a apenas un murmullo y evitar que importune y nos cuestione. Si uno pudiera recortarle todas sus aristas, volverla inofensiva, sin temor a […]
Si en un golpe de olvido uno pudiera recoger su memoria para siempre y guardarla donde no se advierta ni lastime.
Si uno pudiera ir limándole los bordes, hasta empequeñecerla, hasta reducirla a apenas un murmullo y evitar que importune y nos cuestione.
Si uno pudiera recortarle todas sus aristas, volverla inofensiva,
sin temor a que preste testimonio y nos condene a saberla y repetirla.
Si uno pudiera montarla en una amnesia, disiparla, perderla en un atasco, permitir que se caiga y que se rompa, volverla filigrana, subastarla, donársela a la iglesia.
Si uno pudiera evitar su insistencia, enfermarla de olvido, descuidarla o callarle bondades y certezas, hasta que nada la aliente o la permita.
Si uno pudiera al menos mitigarla, sepultarla en apaños y remiendos, donde nunca responda ni convenza.
Qué felicidad poder entonces regresar a la calle, armado de la misma y cotidiana expresión que ahora nos habla y nos sonríe, para abrazar, ya sin memoria, al desalmado que nos quiso cómplices de sus miserias, al hipócrita que nos mintiera afectos o al verdugo que ejecutó sentencia.
Qué felicidad recomponer el rostro en un cordial asombro, en un fraterno pasmo, y así estrechar las manos que mañana seguirán empuñando los rencores.