DIAGONAL: ¿Cómo fue tu llegada al cine? VÍCTOR GAVIRIA: Casualidad. Me regalaron una cámara y grabé en una escuela de niños ciegos. Sería mi primer documental, Buscando tréboles. Gané con él un concurso donde por primera vez en Medellín se presentaban documentos reales y me entró la fiebre del cine. D.: ¿Qué hace tu cine […]
DIAGONAL: ¿Cómo fue tu llegada al cine?
VÍCTOR GAVIRIA: Casualidad. Me regalaron una cámara y grabé en una escuela de niños ciegos. Sería mi primer documental, Buscando tréboles. Gané con él un concurso donde por primera vez en Medellín se presentaban documentos reales y me entró la fiebre del cine.
D.: ¿Qué hace tu cine especial?
V.G.: Me interesaba también el género argumental, pero encontraba a los actores sobre actuados. Entonces busqué actores naturales, gente de la calle que viviera en una experiencia como la que quería plasmar, aportando otra forma de realismo y autenticidad impresionante. Es un cine de choque ante ciertos prejuicios que busca un diálogo social. Es criticado y atacado, pero mucha gente sabe que necesitamos volver a conversar, porque hay muchísimos prejuicios, clasismo, racismo… Es aparentemente violento e insoportable, pero lo que en el fondo busca es un diálogo.
D.: Los colombianos te culpan de dar mala imagen al país. Tu primer largo, Rodrigo D. No futuro, historia de un grupo de amigos marginales de Medellín, fue el pionero en este cine de género social que vislumbra una realidad que se quiere ocultar…
V.G.: Esos actores naturales y las situaciones que contaban dieron el resultado de un cine realísimo. Me metía en los barrios a buscar el sentido de la vida de los ‘pistolocos’, los sicarios, los mafiosos… Al comienzo, el espectador no sabía bien qué decir, pero al ver la segunda pensaban que estaba dejando mal al país, que Colombia no era sólo eso. La crítica se ha generalizado en cambiar los temas a partir de la saturación, puesto que algunos colegas cineastas se guiaron por mi trabajo. Colombia es un país que está estupidizado por el consumo, si una película no es de entretenimiento no la ven. Pero lo que creo que molesta es la verdad que hay detrás de las películas: un país de muchísima desigualdad social, donde la gente vive al borde del hambre, la pobreza cultural… Pero que la carta de presentación del país sea el narcotráfico no es culpa de las películas.
D.: Para crear los personajes destilas historias reales de gente corriente hasta encontrar la esencia de la película. ¿Cómo es este trabajo? V.G.: Converso y convivo con la gente. Los actores naturales tienen toda la verdad de su vida; les pregunto qué piensan, el día a día, su familia, sus problemas… Busco una buena relación con esa población con la que me siento muy identificado, que son los excluidos sociales. Con ellos elaboro otra forma de dramaturgia de gran realidad.
D.: ¿Cómo te desenvuelves en esos difíciles ambientes de sicarios, mafias, niños de la calle? ¿Cómo llegan a aceptar tu ‘estudio’ sobre su vida?
V.G.: Es una actitud de diálogo sincero. Se dan cuenta de que la sociedad necesita saber su verdad, salir de la burbuja social y aceptar que es un país de guerra y confrontación. Esta guerra de guerrillas, de delincuencia, de narcotráfico, de los paramilitares… está ahí, nadie se la inventó. El país busca la paz pero la guerra continúa por la falta de diálogo. Esos niños de la calle necesitan un diálogo, y a través de él sienten alivio, escuchados y parte de algo, el cine. Igual mafiosos y sicarios.
D.: Tu trabajo con los actores es más psicológico que el estudio de un guión. ¿Estudiar psicología te ha llevado a profundizar en la humanidad que darás a los personajes?
V.G.: No hago análisis psicológicos, les permito ser ellos mismos. No cuestiono moralmente a los actores, los acepto tal como son. No controlo los diálogos, ellos improvisan, por eso las películas tienen esa forma de hablar que molesta tanto porque tiene mucha jerga, que se hace difícil de entender pero que desvela una gran verdad. El pensamiento de los actores entra en la película tal como es, sin traducciones. Obviamente hay un trabajo de guión, que lo único que trata es de organizar esas verdades para que el espectador pueda entender una historia al mismo tiempo que ve la realidad.
D.: ¿Qué encuentras en los actores naturales que no tengan los profesionales?
V.G.: Cuando empecé a hacer cine, el que había en Colombia copiaba la televisión y dejaba fuera la autenticidad que uno encuentra en la calle. Quería romper con todo eso. Los actores naturales no han estudiado actuación, tienen una dramaturgia que copian de la vida misma, sacan las cosas de dentro, lo que le da a la película un realismo muy distinto al de la televisión y el cine convencional que se alejan de la verdadera historia del país.
D.: La vendedora de rosas es una interesante versión del cuento de la cerillera de Hans Christian Andersen…
V.G.: Desde niño quise mucho a ese cuento, no tiene la fórmula exacta del cuento de hadas. Aquí el hada es la abuelita de Mónica, que se la lleva a la paz que es la muerte. Entonces me encuentro con estos niños de la calle, que consumen pegamento que les hace alucinar. Esa alucinación me parece exactamente la misma que en el cuento de Andersen, que describe la última hora de una niña en la calle tratando de vender fósforos sin éxito y muere de frío. Lo que hago es ampliar la vida cotidiana de estos niños, pero el final viene a ser el mismo. La experiencia de conocerlos y su amistad son hermosas. Son niños excluidos pero con un ánimo de vencer las dificultades y un deseo de vivir enormes. Pero algunos han sido asesinados, están inválidos o en la cárcel, o han caído en la prostitución… Es una realidad social muy agresiva y no se le puede dar la espalda.
D.: ¿Qué sentimiento te produce el trágico sino de muchos de tus actores?
V.G.: Si no fuera por esas películas no sería consciente de esa destrucción y castigo social continuo, que mis películas lo único que han hecho ha sido testimoniarlo. Cuando me encuentro con los actores de Rodrigo D. me dicen que van a morir. Son ‘punkeros’ que han tomado la muerte joven y el no-futuro como forma de vida. Los niños ‘sacoleros’ de la calle no lo aceptan así pero desaparecen rápidamente. Es un país cruel y sin compasión por su juventud popular; la pone a combatir en sus ejércitos, abandonados en el campo, aguantando hambre no solo física sino también existencial.
D.: En Sumas y Restas dices que «lo que vivimos hoy es sólo un resultado». ¿Crees que es aplicable a la situación actual colombiana?
V.G.: Sí, es la acumulación de no transformar las instituciones, clasistas y desiguales, que no comparten el país con toda la población. Pero ese gobierno paralelo, injusto y asesino, que es la derecha convertida en ejércitos paramilitares financiados con dinero del narcotráfico, se ha puesto en evidencia, y ojalá que sirva para que no vuelva a ocurrir.
D.: Cine de ficción con envoltorio documental. ¿Crees que el espectador confunde la ficción con la realidad en tus películas?
V.G.: Sí, como trabajamos desde documentos reales mucha gente piensa que lo que ocurre es verdad. En La vendedora de rosas creen que la niña fue asesinada por El Zarco. Él me dijo que era importante que su personaje muriera en la película; si lo dejábamos vivo la gente lo podía matar en la realidad… No sólo se representan a si mismos sino a un sector social, pero a pesar de eso hacen ese acto de sinceridad que los revive como persona.
D.: Tu próxima película será la primera no ubicada en Medellín. ¿Seguirá la línea de las anteriores?
V.G.: Sí. Es la historia del drama de la migración latinoamericana a España, y las relaciones que se crean, para que desde ambos lados se entienda esa experiencia tan dura.
D.: Unas últimas palabras.
V.G.: La vida es efímera y sus momentos son un tesoro que se pierde. El cine los guarda y los recupera.
CINEASTA DE LA SUPERVIVENCIA
Víctor Manuel Gaviria nació en Medellín (Colombia) en 1955. Estudiante de psicología, acabó siendo poeta, ensayista, narrador y cineasta. Comenzó haciendo cine en súper-8 a finales de los ’70 y maduró durante los ’80, época en que el narcotráfico, la guerrilla y los grupos paramilitares cambiaron la vida de su ciudad natal. Después de filmar documentales centrados en temas como la infancia, la marginalidad y la supervivencia, realizó su primer largometraje. Rodrigo D. No futuro tuvo un gran impacto nacional e internacional al descubrir al mundo la humanidad invisible del Medellín marginal, algo que también mostró en La vendedora de rosas, que plasma la tragedia de los niños de la calle. A partir de aquí la crítica popular se le echó encima y comenzó a sufrir el ostracismo, teniendo que levantar cada producción de la nada o de una excelente idea sin apenas financiación, a pesar de haber sido el único director colombiano llamado a Cannes en competición oficial, con sus dos primeros largos. En 2004 terminó su tercer largo, Sumas y restas, que se centra en el mundo de los traficantes de segunda. Realista y poético, regional y universal para la representación de un mundo violento y lleno de ternura, hace de su cine un arte verdadero y único.
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