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Mi pobre América (1)

Fuentes: Der Spiegel

Traducido para Rebelion por Mikel Arizaleta

«Lo primero que llama la atención en Los Ángeles es su pobreza: Las casas diminutas y torcidas se asemejan a las dachas, descoloridos los paneles de anuncios, cables de corriente y alumbrado colgando de los tejados como lianas en la selva, en las carreteras grietas en el asfalto. Los baches y agujeros en el Wilshire Bouleward son tan profundos que al circular por él uno siente miedo de romper el eje del vehículo. Parece como si desde años el gran terremoto largamente anunciado jugara con la ciudad enviando a pocos su mensaje, que va dejando surcos y ranuras en casas y calles. Ese sustento y fondo quebrado y roto es alegoría y símbolo del ánimo que por el momento reina en esta ciudad, en este país.

Los Ángeles es un lugar del que cada uno tiene un concepto, y siempre uno agradable. Hemos visto Los Ángeles en cientos de películas. Surfistas, patinadores (Skater), actores…, creemos conocer bien la cultura vital californiana. Nuestra imagen de Los Ángeles está marcada por Hollywood: sol, estrellas, belleza. El mundo occidental lo ha elegido como meta de sus anhelos. La ciudad de la esperanza, que puede ofrecer gloria, renombre e inmortalidad. Quizá es la más americana de todas las ciudades porque aquí el sueño americano es donde más se ansía, donde con más intensidad se percibe. Y cada uno tiene la sensación de que puede intervenir y decir algo sobre Los Ángeles aunque nunca haya estado allí. Los Ángeles es la desconocida conocida.

También yo interioricé esa idea de lujo y glamour y vine a vivir, escribir y trabajar durante siete meses a Los Ángeles, a USA, con mi marido y mi hija.

El primer día en Los Ángeles llueve tan fuerte que bajan riachuelos por la colina de delante de nuestro piso en Silver Lake. Árboles arrancados y tumbados, casas arrastradas ladera abajo… Una primera demostración de la potencia y el poder de la naturaleza aquí. Nuestros vecinos podrían ser el resultado de un casting para una serie de televisión: un actor joven de Italia que espera su irrupción y se ha afeitado el pecho, un negro que ha combatido en el Vietnam, un señor mayor a quien desde hace años los demás no le ven. Se habla de que es muy tímido. Los únicos indicios de su existencia son las plantas de la terraza que probablemente las cuida por la noche.

Abajo, en la casa, cuelga un letrero indicando que vivimos sobre un escorial químico y el dueño no sale garante de los daños que ello nos pudieran causar en la salud. Algo que no parece molestar a nuestros vecinos. Quien vive en una ciudad, que cualquier día puede ser destruida por un terremoto, por el fuego o la sequía, que tiene la transitoriedad ante los ojos a diario, no presta atención a estas ñoñerías. Esta sensación en un principio difusa se vuelve más consciente y marcada con el paso de los meses: En Los Ángeles se vive el momento. Pasado y futuro son categorías de las que deben preocuparse otros.

Nuestro barrio, Silver Lake, es una mezcla del distrito berlinés Prenlauer Berg y Kreuzberg, de alternativos y gente ya establecida. En cada casita hay alguien que escribe un guión de película o tiene intención de hacerlo. Son figuras trasnochadoras, vestidas de negro, los leotardos (leggins) están de moda en hombres y mujeres. También por primera vez veo aquí la pobreza de los sin techo (homeless), los señores de la calle en Los Ángeles en continuo movimiento, empujando sus carritos de la compra colina arriba colina abajo. Esperan que les dejemos libre el acceso al garaje para inspeccionar nuestra basura y recoger lo aprovechable.

¿Por qué estamos aquí? El culpable es el Sr. Schindler, mi maestro de geografía en la escuela del Dr. Richard Sorge, ubicada en el Berlín Este de los años 80. En la novena clase tratamos USA, observamos mapas en los que se dibujaban las riquezas del subsuelo. El Sr. Schindler nos mostró días de New York. Quedé entusiasmado con los rascacielos. No sé si el señor Schindler pretendía horrorizarnos y presentarnos aquellas torres como burdos símbolos del imperialismo. Más bien creo que sentía algo parecido a lo que yo sentí. Lloré de emoción y sentí un nudo en el estómago. Transcurrió el día. Me había enamorado del enemigo en clase.

Por desgracia el amor no fue atendido en un primer momento. New York y USA se ubicaban en un lugar equivocado del mundo, allí donde me estaba prohibido ir y al que tal vez pudiera viajar una vez jubilada. Y me convertí desde la distancia en una fan de la cultura americana sin tener la más remota idea de ella: de la calle Sesam por películas como Beat Street y Fame, de libros como Franny y Zooey y Tom Sawyer, de Madonna y Michael Jackson. El país me parecía libertino, relajado, fresco. Lo contrario de lo que me ocurría.

Mi primer gran viaje a New York lo hice tras la caída del muro, en 1991. Acababa de cumplir 18 años. En modo alguno entusiasmó l idea a mi madre, todavía yo no podía beber legalmente alcohol. Viví sola en la Upper West Side en un piso de amigos y marché, también sola, a un concierto en el Central Park. New York era la suma del nuevo mundo, de la nueva libertad, de mi nueva vida. Estaba entusiasmada.

Dos años después viajé con quien más tarde sería mi marido en un Mitsubishi Colt roñoso por todo el país. En la costa Este fue difícil pedir algo que no fuera hamburguesas, en Texas había terrones de petróleo en la playa, en Santa Cruz vivimos un tiroteo en nuestro hotel. Había pobreza, diferencias sociales extraordinarias, criminalidad, pero también un increíble optimismo, una fe ingenua en el futuro. Jamás olvidaré cómo nosotros con los padres de una amiga en St. Pauls, Carolina Norte, nos sentamos en el suelo, a nuestra espalda el frigorífico metiendo ruido. El padre de nuestra amiga nos presentó los cubitos de hielo fabricados por el frigorífico y nos mostró el cebo para pescar, de un plástico reluciente, que acaba de comprar. La imagen quedó grabada en mi mente: Una clase media contenta, disfrutando del consumo. Aun cuando yo no encontraba todo bello y con sentido, quedé impresionada por la numerosa oferta de objetos, de bienestar. Pensé, un país que florece.

También estuvimos entonces en Los Ángeles. Vivimos cerca de la playa, la arquitectura me entusiasmó, una casa que se semejaba a unos prismáticos quedó en mi retina. Todo me parecía tan nuevo, tan moderno. Escribí en mi dietario: «En ninguna ciudad me siento tan a gusto como viviendo aquí»

De esto hace ya 20 años. Desde entonces han sucedido muchas cosas. He estado muchas veces en USA. El sueño de vivir allí durante un tiempo ha seguido en pie. Sigue siendo aún el país más occidental del mundo occidental. Su centro. No podía ir más lejos desde el antiguo Berlín Este. ¿Y que ha sido de mi sueño?

Tras una semana en Los Ángeles buscamos un nuevo piso, el nuestro es demasiado pequeño y muy sucio, no funciona nada. Imposible encontrar un apartamento cuyos muebles no tengan la pinta de deshechos. Los Ángeles es una ciudad de los advenedizos. Todo el mundo llegó algún día de alguna parte, la mayor parte huyendo de algo: de la familia, del amado, de la ley, de la desesperación. Y esto ocurre en toda América, pero Los Ángeles es la capital de los desenraizados, desarraigados. Quien no lo consigue se marcha. Lo tengo claro: Pisos, casaso muebles que no son de uno son tratados con desprecio. Se cuida sólo lo que es de uno. Todo lo demás es intercambiable, sin valor. Los Ángeles es la ciudad en tránsito. Nada está planeado para permanecer: ninguna de las casitas de madera, ningún trabajo, ninguna relación.

Encontramos un piso en Downtown desamueblado. Nadie se muda a aquí. Amigos a los que conocemos de antes nos miran admirados: «¿Ahí queréis ir?» Pero todos vienen de visita por curiosidad.

Cuando en 1993 estuve por primera vez en Los Ángeles vine a Downtown a la búsqueda de un centro. Entonces las calles estaban desiertas, muchas casas y tiendas abandonadas, yo era la única blanca. Downtown fue dominada por el crack, sucumbió totalmente a la droga.

Desde hace un par de años se desarrolla el proyecto de la revitalización del casco viejo. Las viviendas, los antiguos bancos han sido renovados y transformados en residencias. Se han abierto restaurantes, bares, clubs. Downtown parece como la plaza para estar, por lo menos en una primera vista pasajera. Cada día se abre un nuevo café y se pueden alquilar antiguas inmensas estancias acorazadas. Pero también aquí hay mucho vacío, la crisis financiera e inmobiliaria ha herido el corazón de la ciudad y propiciado un final a los bellos proyectos antiguos. El Broadway, la en otros tiempos gran avenida, se estira por Downtown como una culebra muerta, colorista y barata, se extinguió el viejo esplendor. En los grandiosos cines de la época del cine mudo se han instalado tiendas de baratillo mejicanas e Iglesias que ofrecen expulsiones de demonios.

Nosotros alquilamos un piso en el noveno del antiguo Banco de América. El día de la entrada me sorprende un completo equipamiento de piso en la basura. En los meses siguientes experimento a menudo cómo mis vecinos tiran a menudo sus mubles. Lo denomino cambio total de domicilio. Cuando uno se marcha lo tira sencillamente todo. To start all over again, para comenzar en algún sitio de nuevo. Los sofás, mesas y camas dejadas se asemejan a vidas evacuadas. Se olvida, se elimina, se extingue lo que se deja atrás. Me estremece la falta de respeto por el propio pasado, por la propia vida.

Nuestra administradora Andrea pregunta siempre por nuestra credit history. Hemos presentado extractos de cuentas corrientes, contratos de trabajo y pagos de salarios, pero no tenemos deudas y desde el punto de vista americano no somos fiables. Sólo quienes pueden mostrar que pagan sus deudas regularmente son buenos inquilinos. Nosotros somos peores que malos deudores. Sin crédito no somos nada, hojas en blanco. Por tanto tenemos que pagar 100 dólares más al mes de alquiler y depositar la mayor fianza posible. No es posible girar el alquiler, ni tampoco pagar en mano, Andrea no puede recibir dinero en efectivo. Es decir, cada mes una semana antes del vencimiento tenemos que comenzar a sacar dinero del automático hasta juntar la suma necesaria para canjear el dinero en la liquor store (tienda de vinos) más cercana por un money order (giro postal), una especie de cheque, que finalmente entrego a Andrea metido en un sobre. Y parecido ocurre con la cuenta del teléfono, con Internet y los gastos de guardería de mi hija. El pago de gas debo abonar cada dos meses personalmente en Gas and Power Building en la Hope Street. Allí aguardo en la cola con un montón de latinos y pago en efectivo. Me siento como en un siglo del pasado. No encuentro al USA descrito como el paraíso de las prestaciones de servicios, al contrario, todo dura muchísimo y es extraordinariamente complicado.

Recuerdo el entusiasmo de mis primeros viajes a USA, entonces los Estados Unidos me parecían acaudalados y progresistas, por delante de los europeos en casi todos los campos. Ahora vivo un sistema bancario construido sobre un servicio de pagos con cheques incómodo, en los que, si quiero hacer efectivo, tengo que dejar mi huella digital después de haber mostrado ya dos documentos distintos de identificación. Veo que es un sistema que le obliga a uno a tener deudas para ser tratado como un miembro de pleno derecho de la sociedad. Veo en la casa de enfrente de nuestro piso a los mejicanos del mañana planchar y coser desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche. Veo muchas tiendas con letreros en las ventanas en los que se dice: «Aceptamos también marcas de alimentos». Y cuando llueve mucho se va la luz. Hay bastantes cosas que me recuerdan más a un país del tercer mundo que al Estado más poderosos de la tierra.

Cuando voy al parque de detrás de casa apenas si puedo respirar, tal es hedor existente, los perros de nuestros vecinos y los sin techo utilizan las callejuelas como wáteres. Puedo ver a gente cagando en la calle, bailando medio idos por la zona y vagando en sillones de ruedas. De noches llegan las voces dementes hasta el piso noveno, a veces hay alguien que grita durante toda una hora repetidamente: «God, help me!» (Dios, ayúdame). A esto hay que añadir las sirenas y ruidos de los helicópteros. Ver la miseria humana a diario me resulta como un mazazo. Mi hija llama ahora a todo señor mayor: «pobre hombre viejo».

A dos bloques de nuestra casa comienza el homeless country, el país de los sin techo. Viven cientos, miles de personas en distintos estadios de miseria en tiendas de campaña, en la calle: enfermos, locos o por temas de droga incapaces de llevar una vida normal. Si nos movemos por las mañanas por el barrio en coche podemos observar cómo literalmente se levanta una ciudad desde el asfalto. A veces hay gente tumbada en las aceras sin estar claro si todavía siguen vivas. Pero nadie llama al 911.

A menudo he visitado USA y muchos países pobres de este mundo. Pero esta vez es distinto, más existencial. Y cuando cuento a los americanos conocidos lo afectada que estoy por la pobreza en uno de los países más ricos del mundo, en el que resulta casi comprensible que las familias tengan dos coches grandes, me miran como si les contase algo indecoroso. El tema es desagradable, no apto para hablar sobre él. Responden a menudo, es típico de nuestro Downtown. En otras partes los sin techo no son tan perceptibles, no están tan a la vista. Pero no es verdad, están por doquier, hasta en la misma Beverly Hills y en la playa. Amigos sostienen que muchos sin techo quieren vivir en la calle, que viven así por propia decisión. Algo que me resulta como un puñetazo en el cerebro. Al principio porté también los carteles de Feeding America, la mayor organización nacional para combatir el hambre, en pro de una acción cultural o una exposición histórica. Hasta que vi claro que: El diseño-de-los-años-20 tiene que centrarse en un problema muy actual: que cada seis americanos uno pasa realmente hambre.

En enero viajé a Tucson, en Arizona, para informar sobre el atentado de la diputada demócrata al Congreso Gabrielle Gifford. Muchas cosas en Tucson me recuerdan al St. Paul de entonces, en Carolina Norte, una ciudad de clase media. Sólo que ahora no me presentaría mi tertuliano orgulloso su cebo de pesca sino que hablaríamos sobre lo mucho que han perdido, lo mal que les va a ellos y al país y lo malo que les espera todavía. A su ojos los culpables son los otros: los emigrantes, los débiles sociales, el enemigo político, el gobierno (fin de la primera parte).