El 57,5 % del 53 % de suizos con derecho a voto, es decir, un destacado tercio del censo, votó hace unos días a favor de la prohibición de la construcción de minaretes en Suiza, una iniciativa del ultraderechista Partido del Pueblo Suizo que ha sido acogida con simpatía por mucha gente en el resto […]
El 57,5 % del 53 % de suizos con derecho a voto, es decir, un destacado tercio del censo, votó hace unos días a favor de la prohibición de la construcción de minaretes en Suiza, una iniciativa del ultraderechista Partido del Pueblo Suizo que ha sido acogida con simpatía por mucha gente en el resto de Europa, a juzgar por los comentarios y encuestas en los periódicos.
Lo más significativo de esta propuesta explícitamente racista son los argumentos supuestamente «liberales» o «progresistas» con la que ha pretendido legitimarse. Se trata de una decisión adoptada democráticamente. No se ha prohibido que haya mezquitas, tampoco la práctica de la religión musulmana. Y los suizos tienen todo el derecho del mundo a defender su identidad. Pero la democracia no se limita al rito del voto, la campaña se ha basado no en una crítica urbanística sino en el rechazo abierto de un sector de la población, y la identidad de la que hablan no se está defendiendo sino construyendo con este debate, a expensas de una determinada representación del Islam.
Algunas voces aparentemente críticas no hacen otra cosa que reforzar los estereotipos. El artículo «El islam en Europa«, publicado por El País, recoge algunas perlas de colaboradores habituales del periódico. Antonio Elorza afirma que «atacar al Islam sin hacer distinciones destruye la noción de humanidad, pero el otro extremo, la angelización generalizada, tampoco es la aproximación adecuada.» Para Elorza, si hay que buscar culpables de la sinrazón hay que hacerlo entre los propios musulmanes, y concretamente «los yihadistas«. Fernando Reinares insiste en la misma idea: «esta inquietud [sobre la identidad colectiva] genera en muchas ocasiones hostilidad al extranjero y en este caso islamofobia, lo que debe hacernos reflexionar sobre si está funcionando o no la integración social de los musulmanes». Son los musulmanes los que deben probar que son buenos «suizos», buenos «franceses», buenos «españoles», lo que significa renunciar a la expresión pública de su cultura, como se probó con los moriscos que acabó expulsando Felipe III hace cuatro siglos y cuyo reconocimiento molesta al citado Elorza, no por casualidad.
Quienes invierten la carga de la prueba y responsabilizan a los propios discriminados de los ataques que reciben se niegan a encontrar relación alguna entre el ascenso de la islamofobia y las guerras imperiales en Mesopotamia y Asia, la persistencia de taras coloniales en una política migratoria que levanta muros internos entre los ciudadanos, o la crisis de gobernabilidad que lleva a los Estados a insistir en la identidad nacional como horizonte exclusivo de la política. Identidad, palabra equívoca de la que hay que recelar cuando la enarbola un ministerio.