Bajaba el otro día por una céntrica calle de Barcelona cuando me encontré con una escena insólita. Frente a la mirada perpleja de unos obreros que bajaban mercancías de un camión, una mujer caminaba gritando en una lengua incomprensible, tanto para mí como para ellos. Lo extraño de la imagen es que era una mujer […]
Bajaba el otro día por una céntrica calle de Barcelona cuando me encontré con una escena insólita. Frente a la mirada perpleja de unos obreros que bajaban mercancías de un camión, una mujer caminaba gritando en una lengua incomprensible, tanto para mí como para ellos. Lo extraño de la imagen es que era una mujer con la cara totalmente tapada, en una especie de mezcla de burka y de andrajos. Los gritos eran horribles y su aspecto también, parecía que arrastraba en un carro desperdicios recogidos por la calle. Delante mío bajaba una mujer que comentó : «¡Lo que hay que aguantar!». A su lado, un hombre que casualmente coincidía con ella, contesta : «Es una persona».
La verdad es que el pequeño incidente me impresionó. Por una parte yo mismo reconozco que me extrañé, no del comentario de la mujer, sino el del hombre. Tenemos tan interiorizado este racismo cotidiano que no sólo no extraña el comentario de la mujer sino que yo mismo esperaba la respuesta que la mujer deseaba : «Encima que vienen aquí…». La respuesta tan concisa del hombre cogió a la mujer desprevenida y comentó con fastidio y escepticismo: «sí, es una persona…».
Yo me quedé helado porque la imagen de la mujer era el vivo ejemplo de la locura. Sí, digo la palabra con todas las letras. No digo «trastorno grave de conducta» ni «trastorno mental grave» que son palabras cientificistas que pretenden clasificar médicamente los horrores sociales. Esta mujer estaba loca y seguramente lo estaba como resultado de la locura masculina de la dominación, de la locura de un sistema irracional y excluyente. Seguramente había estallado por las continuas agresiones, por la continua miseria, por la continua marginación. Su locura evidente ocultaba otra locura oculta que es la del sistema que la ha producido. Manifestaba lo insoportable.
La mirada de la mujer, racista y sin piedad, es la mirada insolidaria que genera nuestra ideología dominante individualista. La mirada del hombre era una mirada humana, humanizadora. Pero decir «una persona» es decir más que «un ser humano». Porque la mirada humanitaria es mejor que la racista ,pero a lo que interpela es a nuestra caridad, a nuestra compasión: es una mirada moralizadora. Pero al decir persona la elevamos a la dignidad del ciudadano, a la de los derechos.
Es la mirada política que denuncia que exista esta mujer, que está loca porque le han despojado brutalmente, sistemáticamente de unos derechos que posiblemente nunca ha tenido.