Traducido para Rebelión por Lucía Alba Martínez
Es casi embarazoso y produce un cierto malestar tener que escribir pare defender, en el ámbito de la izquierda mundial, un posición simple que debería constituir un suelo común, indiscutible. Sin entretenerme en detalles o largos análisis, prefiero limitarme a pocas palabras. Es verdad que la discusión se ha vuelto áspera como consecuencia del caso libio -efectivamente mucho más compleja- pero desde el comienzo, desde la caída misma de Ben Alí en Túnez, ha faltado un poco el apoyo, el sostén y el entusiasmo por parte de la izquierda. Particularmente evidente ha sido esta ausencia en el caso de América Latina, la cual, gracias sobre todo a la existencia de Cuba y Venezuela, por su enorme valor simbólico, ejerce una gran fascinación sobre las jóvenes generaciones del mundo árabe.
Digo esto porque lo veo y constato entre los estudiantes de la Universidad de Túnez, ciudad donde enseño y vivo desde hace años. Y es a ellos a los que hay que explicar por qué Castro y Chávez no han apoyado sus revoluciones y porque defienden a Gadafi, el cual, entre otros hechos nefandos, tras la fuga de Ben Alí y con enorme desprecio por el pueblo tunecino, se declaró dispuesto a mandar sus propias milicias para ayudar al «legítimo presidente» a reprimir a los rebeldes. Es realmente triste no poder responder a sus preguntas y las de tanta otra gente -de izquierdas- que en Túnez y en otros países árabes sigue luchando.
También en Europa la gente se ha dividido y mientras que el apoyo ha sido inmediato por parte de los partidos y movimientos ligados a ONGs, asociaciones y medios altermundialistas y, por lo tanto, más en contacto directo com las realidades locales, ha habido en general mucha prudencia, cuando no pesimismo, a la hora de juzgar las revueltas del mundo árabe. Ha prevalecido la idea de la intervención externa o el complot, que niega todo papel autónomo a las revueltas. La división se produjo incluso en Il Manifesto, histórico periódico italiano que nació porque creyó y defendió la primavera de Praga, a pesar de los enormes riesgos de manipulación por parte del imperialismo y del capital que entonces existían. Y sin embargo Giuliana Sgrena, la periodista secuestrada en Iraq, con una lectura superficial de la realidad, escribía el 15 de enero en el diario: «Golpe militar. Ben Ali huye». En el caso de Gadafi las divisiones se han acentuado, produciendo incluso declaraciones de estima por el Coronel y por el contenido del Libro Verde.
¿Pero cómo es posible pensar que un complot imperialista haya podido inyectar el virus de la revuelta en tantos países? ¿No es más lógico reconocer que este tipo de dictaduras sanguinarias y corruptas, en el poder desde hace décadas en buena parte del mundo árabe, se han vuelto históricamente obsoletas e insoportables para pueblos compuestos en gran parte de jóvenes cultos y sin futuro? Cualquiera que haya vivido experiencias directas sabe que a las revueltas han faltado sin duda medios, organización, proyectos alternativos, pero no, desde luego, la autonomía. La desesperación, la humillación y la rabia colectiva incubaban la explosión desde hace tiempo, aunque hayan cogido a todos un poco por sorpresa. Una demanda de dignidad y libertad que ha empujado a las multitudes de Túnez, Egipto, de Bahrein y también de Libia a salir a la calle arriesgando la propia vida. Gadafi es odiado no sólo por algunos «extremistas troskistas» -como alguien ha escrito- que denuncia su papel de gendarme de la Fortaleza Europa, los campos de concentración y los lager-burdel para emigrantes subsaharianas, la explotación esclavista de los trabajadores tercermundistas y el racismo institucional. Es odiado también por gran parte de su pueblo, que tiene en los bolsillos tal vez un poco más de dinero que sus vecinos, pero que además de soportar la tiranía vive en un país aplastado sobre sí mismo, sin infraestructuras, son escuelas dignas de ese nombre, sin hospitales, tal y como cuentan las miles de personas que vienen a a que las atiendan a las clínicas tunecinas.
Desmintiendo los esquemas preconcebidos sobre la excepcionalidad del mundo árabe, todas estas revueltas sin connotación religiosa ha demostrado simplemente que ningún tirano puede reprimir a un pueblo eternamente. Las dificultades, los riesgos de manipulación imperialista y el posible fracaso de los distintos movimientos es sin duda alto, sobre todo en Libia, pero esto no hace menos legítimas las revueltas ni menos criminales a los tiranos. La oleada revolucionaria del mundo árabe tiene una extraordinaria potencia innovadora, que se mantendrá con independencia del resultado en los distintos frentes, y es la señal de que algo se está rompiendo en los equilibrios de control global del gran capital. No escuchar las voces de los pueblos insurgentes sería un grave error histórico.
Ahora que la revuelta libia está llegando a su fin, con el ejército de Gadafi que ahogará en sangre la resistencia de Bengasi, se revela con claridad que también en el caso libio, a pesar de las manipulaciones mediáticas y la voluntad de intervención militar, Occidente se encontró desprevenido frente a una crisis que nadie había previsto ni programado. Los argumentos usados para denigrar a los que, después de denunciar las manipulaciones de la información y rechazar toda intervención exterior, han considerado positivamente la revuelta y juzgado criminal el régimen de Gadafi, se revelan cuando menos paradójicos. Se apela en general al papel revolucionario y de lucha anticapitalista jugado por Gadafi en los comienzos de su casi medio siglo de poder absoluto. Es verdad. Como no es menos cierto, sin embargo, que la mafia, al comienzo de su historia, jugó en Italia el papel de la lucha contra el invasor y de contrapoder popular organizado. ¿Eso significa quizás que las personas de izquierdas debamos elogiar la lucha contra el sistema que la mafia libra todavía hoy?
Otra crítica es la de extremismo y la de querer aplicar al mundo criterios absolutos, que después de todo serían sólo, inconscientemente, los del mundo occidental. ¿Pero es posible pensar en serio que el rechazo de la tortura, de la represión sanguinaria, de los poderes corruptos y tiránicos constituyen un criterio «occidental»? El hecho de que Occidente, con la bandera de los derechos del hombre, haga lo contrario de lo que hipócritamente declara de palabra, convierte en criminal y responsable a Occidente, pero no puede falsificar el criterio.
Considerar criminal la invasión estadounidense de Iraq, ¿debería impedirnos considerar criminal la masacre de kurdos por parte de Sadam Hussein? Una de las cosas fundamentales que la izquierda mundial debe hacer, si quiere ser símbolo y modelo, es demostrar al mundo su coherencia, su adhesión a un sentido de la justicia social incondicionado, no hipócrita, no cambiante según las circunstancias. Pensar esto, ¿es «radicalismo trotskista», eurocentrismo? ¿El prejuicio no consiste quizás en creer que la reclamación de dignidad y libertad no pueden provenir de modo autónomo del pueblo árabe?
Pensando en las preguntas sin respuesta de mis estudiantes, me digo con tristeza que, aplicando categorías obsoletas y viejos esquemas mentales, la izquierda mundial ha perdido tal vez una buena oportunidad: la de servir de símbolo y de orientación para todos los pueblos que tratan de construir un destino alternativo al del actual orden mundial.
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