Se consumó lo que la historia registrará en los anales de la ignominia como uno de los mayores despropósitos: otorgar el Premio Nobel de la Paz al Presidente de los Estados Unidos Barak Hussein Obama antes de que cumpliera un año en funciones y atendiendo exclusivamente a unas promesas que cada vez se ven menos […]
Se consumó lo que la historia registrará en los anales de la ignominia como uno de los mayores despropósitos: otorgar el Premio Nobel de la Paz al Presidente de los Estados Unidos Barak Hussein Obama antes de que cumpliera un año en funciones y atendiendo exclusivamente a unas promesas que cada vez se ven menos posible que se cumplan, no solo porque se ha pospuesto la fecha para el cierre Guantánamo, que clama el mundo, o porque la salida de Irak tiene fechas que se interpretan a discreción de la Secretaría de Estado y del Pentágono muy probablemente en función de los planes de inversión del Complejo Militar Industrial y no en atención del objetivo declarado de «democratizar Irak», sino porque Obama desde su campaña electoral al tiempo que engañaba al mundo con el cierre de Guantánamo y la salida de las tropas estadounidenses de Irak, anunciaba el escalamiento de la agresión militar y colonial sobre Afganistán y, por si fuera poco, una vez instalado en el Salón Oval encendió la mecha de la guerra en Pakistán y avaló, patrocinó y dejó que miembros de su equipo promovieran el golpe de Estado en Honduras. De manera que ningún asidero razonable posible servirá para justificar haberle otorgado el Nobel.
Para escarnio del Comité, el parlamento Noruego y los que se aferran a seguir creyendo que Obama hará una diferencia respecto de sus antecesores en la Casa Blanca, se presentó a recibir el premio como Comandante en Jefe de las fuerzas armadas más agresivas en la actualidad recordando al mundo en su discurso que Estados Unidos hará la guerra para alcanzar unos objetivos que sin referentes en los hechos a lo largo de la historia se vinculan sibilinamente a la defensa de la democracia, los derechos humanos y la paz: «Entiendo por qué la guerra no es popular, pero también sé esto: la convicción de que la paz es deseable rara vez es suficiente para conseguirla» (…) «habrá veces en que las naciones, de manera individual o en común acuerdo, encontrarán que el uso de la fuerza no solo es necesario, sino moralmente justificado«. Solo diez días antes de la ceremonia, ya con la nominación anunciada, decidió el envío de 30 mil soldados más a Afganistán arrastrando al resto de la OTAN a colaborar con 7,500 soldados.
El Comité Nobel ha legitimado la violencia como vía para alcanzar propósitos, solo haría falta que esos propósitos fueran «benévolos». El problema, más allá de la legitimación de la violencia, radica en quién define esa legitimidad, quién determina qué causas son justas y cuáles no, ¿el Consejo de Seguridad de la ONU? Ese organismo dispone de nula credibilidad porque es un club de privilegiados que cuentan con arsenales atómicos y está más preocupado por preservarse ese monopolio y poder determinar en función de alianzas o conveniencias geopolíticas el destino de la humanidad, que por atender los conflictos internacionales y darles una salida pacífica. Aunque esto no es novedad y la mendacidad mediática siempre encuentra formas de confundir y engañar a la opinión pública, en adelante los pueblos que luchan por sus reivindicaciones históricas no podrán ser compelidos a renunciar a ningún método que la circunstancias imponga, especialmente si se trata de defender su soberanía o sus derechos. La lucha pacífica que muchos movimientos se empeñan en hacer prevalecer a pesar de la frustración y desesperación que provoca en los pueblos un sistema injusto y ajeno a sus necesidades más elementales, ha recibido una cachetada cargada de desprecio y soberbia con un claro mensaje: el uso de la fuerza es potestad exclusiva de los poderosos para defender o ampliar las bases de su poder. Ya veremos como una crisis que apenas empieza y causará estragos mucho más severos y que a diferencia de la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado encuentra un sistema de dominación debilitado en sus estructuras y sin un liderazgo con los fundamentos que le permitieran hacer algo parecido al New Deal. Sin embargo, aunque se ensayara una parodia de aquel momento de la historia no habría que olvidar que:
- Estados Unidos es consciente de haber perdido la hegemonía y de estar a la defensiva, es consciente de que no cuenta con la solidez financiera, industrial y comercial, ni con la moneda que le permitió imponerse al mundo como superpotencia, pero sus oligarquías se aferran a la ilusión del destino manifiesto y algunos de sus segmentos más influyentes están convencidos que la fuerza militar es un recurso que puede sustituir a la fortalece económica, la reputación y la credibilidad o todo aquello que sustentó la influencia de los valores estadounidenses.
- Los energéticos abundantes y baratos que permitieron al capitalismo apretar el acelerador hoy escasean y los mecanismos de distribución de la riqueza para crear la base social (un consumo masivo) para la expansión, han sido cercenados al desmontarse el estado de bienestar y los mecanismos solidarios apuntalados por el Estado. De manera que un rápido crecimiento hoy solo acarrearía descomposición del habitad sin el beneficio de un mayor acceso a las mercancías en el corto plazo.
- El capitalismo actual no solo es incapaz de generar empleos suficientes para una población que sigue creciendo, especialmente en las periferias del sistema, sino que su aparato industrial se ha convertido en la fuente principal de degradación ambiental y ha depredado los recursos naturales que sirvieron de materia prima para lo que se dio en llamar progreso; ni es capaz de hacer compatible la inversión en tecnologías -forma vigente de mantener el ritmo de expansión de las utilidades y la brecha con los competidores- con la creación de empleos y la generación de ingresos, sino que debe apoyarse privilegiadamente en el dominio financiero para mantener un ritmo de utilidades absolutamente insustancial que al fomentar la especulación financiera conduce a crisis recurrentes y alienta el endeudamiento.
De manera que la salida se angosta rápidamente y no se ve estrategas con la inteligencia de Keynes, por citar un caso, capaces de sacar al sistema de dominación del capital del atolladero en el que se encuentra. Por eso se recurre festivamente a Keynes como si sus ideas y políticas fueran intercambiables con las de Friedman, Hayeck o von Misses según la fase de ciclo económico. En estas circunstancias el recurso a la guerra aparece como una necesidad inexorable para transferir a otros los costos de la debacle.
O los que entregaron el premio a Obama son muy ingenuos o se trata de una estratagema para legitimar los actos de guerra y el vandalismo de los ejércitos regulares o de mercenarios occidentales cuando de imponer estrategias e intereses se trata. En cualquiera de los casos asistimos a la miseria del Premio Nobel de la Paz. ¿Novedad? Ninguna. En 1973 Se entregó el Premio Nobel de la Paz a Henry Alfred Kissinger, ¡en plena guerra de Vietnam! El premio antecedió los momentos más sanguinarios de la guerra e hizo caso omiso del Napalm, la matanza de My Lai y un abrumador arsenal de atrocidades cometidas por los ejércitos estadounidenses dirigidos por el estratega Kissinger. Ese mismo año Kissinger daba rienda suelta a un nuevo ciclo de golpismo fascista en el «patio trasero» al más tradicional estilo de defensa de los intereses de las transnacionales estadounidenses.
Los del Comité Nobel podrán escudarse en que cuando los premios se otorgan a individuos solo se toma en cuenta la calidad del sujeto, pero jamás podrán hacer creer a nadie que la actividad de esos individuos en instituciones o con responsabilidades que anteponen el uso de la fuerza al noble objetivo de la paz, no deberían de contar al momento de asignarlo. Este es el mayor de los envilecimientos del premio Nobel de la Paz.
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