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Mozart y Shostakóvich, artistas frente al poder

Fuentes: Rebelión

Tratar de presentar como vidas paralelas las de los dos grandes músicos cuyo nombre se une en las conmemoraciones de este año supondría un reto demasiado difícil. Tras el lejano parentesco espiritual que puede haber entre dos niños prodigio nacidos en ciudades señaladas por su amor al arte, como Salzburgo y San Petersburgo, las diferencias […]

Tratar de presentar como vidas paralelas las de los dos grandes músicos cuyo nombre se une en las conmemoraciones de este año supondría un reto demasiado difícil. Tras el lejano parentesco espiritual que puede haber entre dos niños prodigio nacidos en ciudades señaladas por su amor al arte, como Salzburgo y San Petersburgo, las diferencias son de todo punto excesivas. El tiempo de guerras y revoluciones que le tocó vivir a Dmitry Shostakóvich (1906-1975) contrasta demasiado con la calma dieciochesca de los años de Mozart (1756-1791), y el espíritu de la era soviética poco tiene que ver con la liturgia católica o el boato de los salones vieneses que a la fuerza marcaron la música del que fue mucho tiempo maestro de conciertos del príncipe arzobispo. Por otra parte, las coordenadas musicales son también demasiado distantes. Mozart comparte el estilo de su admirado Haydn, y hereda el legado de los maestros barrocos, que se esfuerza por enriquecer, y aunque el espíritu del Sturm und Drang impregne alguna de sus obras, el lenguaje y la mentalidad del romanticismo están aún lejos. Por su parte, Dmitry Shostakóvich vive plenamente la eclosión de ideas del siglo XX en el que todo parece superado y las formas se retuercen hasta disolverse.

Es difícil imaginar universos formal y espiritualmente más diversos que los de los dos artistas, pero hay sin embargo rasgos que nos hacen sentirlos íntimamente hermanados. El conflicto con el poder, por ejemplo, es fundamental en la vida de los dos, aunque presenta vestiduras distintas. En el caso de Mozart, la subordinación al poderoso no tiene sutilezas que la mitiguen, socialmente él es durante largos años un criado del arzobispo Colloredo. Llega un momento en que su actividad creativa es incompatible con las obligaciones que esto le impone y la separación se hace inevitable. Cuando es reprendido altivamente, se rebela. En la escena que motiva la ruptura definitiva, Colloredo se dirige a él usando la tercera persona del singular, como se habla a una persona de rango ínfimo: «¿Cuándo parte el muchacho?», le pregunta. El conde Arco, maestro de cocina de Colloredo, lo despide propinándole un puntapié en el trasero. Después, su música muchas veces es recibida fríamente en Viena, y esto es grave, porque la subsistencia se hace difícil cuando sus obras no agradan a los poderosos. Shostakóvich es denunciado en dos ocasiones, acusado de formalismo, y ve sus obras prohibidas. Incluso tras la muerte de Stalin, su sinfonía XIII es duramente criticada por incorporar un poema de Yevtushenko que comentaba la matanza de judíos en Babi Yar, durante la II guerra mundial.

Podríamos decir que en ambos casos la libre creación del artista se hace imposible por un poder que impone sus normas. Por encima del público, destinatario natural de la obra de arte, se sitúa alguien que se cree con autoridad para hacer valer su opinión. La triste realidad es que el gusto de un ignorante engreído, su ideología y su capricho fijan los criterios de creación del genio. Colloredo y Stalin, unidos en su estupidez y su infamia, son sólo manifestaciones de un proceso universal.

Los tentáculos del poder, a los que nada escapa, tratan de domeñar al músico y convertirlo en una herramienta dócil a su servicio. Y abrumado ante tantas dificultades, sólo hace falta que este sea débil de carácter para que el mensaje que hay en su interior se frustre, y se convierta en un triste lacayo. ¿Cuántas veces ha ocurrido esto? Afortunadamente este no fue el caso de nuestros dos compositores.

Hermanados en el sufrimiento y la frustración que les impone el poder, y en su obra marcada por la impronta de este, vemos a nuestros dos artistas unidos también por esa alegría del genio que refugiado en su arte consigue un completo aislamiento del mundo y un gozo inefable. En la incomodidad de sus continuos viajes siempre tiene tiempo Mozart para componer; y agobiado por los pesares que acompañaron su existencia, sólo tiene que cerrar los ojos para que la armonía venga a tomar posesión de él y se transforme en música. Shostakóvich vive el asedio de Leningrado y tras las jornadas de vigilante de incendios encuentra tiempo para dar forma a los tres primeros movimientos de su séptima sinfonía, destinada a convertirse en un símbolo internacional de la resistencia contra el fascismo.

Son además nuestros dos compositores de aquellos cuya música está muchas veces penetrada de un espíritu jovial y burlón, de una alegría contagiosa que señala a alguien capaz de vencer todas las dificultades.

Vestida de los cánones formales de un tiempo ido y teñida a veces de amargura por los zarpazos del poder, la armonía que aquellos hombres alcanzaron y fijaron llega a nosotros intacta. Está entera en su música, que trae consigo algo de aquel mundo perdido y nos revela a la vez lo mejor de nosotros mismos.

-Wolfgang Amadeus Mozart. 4º movimiento, allegro, de la sinfonía nº 12 en sol mayor, K. 110. Academy of St. Martin in the Fields con Neville Marriner a la batuta .

 

 

-Dmitry Shostakóvich. 4º movimiento, allegro, del cuarteto de cuerda nº 1 en do mayor, opus 49. Cuarteto Fitzwilliam.