La inserción de la mujer en los diferentes campos de la vida social contemporánea a escala planetaria ya no sorprende, prácticamente, a nadie, aunque -producto de esa visión etnocéntrica inculcada durante siglos por la llamada civilización cristiana y occidental- todavía se vea relegada y discriminada en muchos de los países asiáticos y africanos, sin excluir […]
La inserción de la mujer en los diferentes campos de la vida social contemporánea a escala planetaria ya no sorprende, prácticamente, a nadie, aunque -producto de esa visión etnocéntrica inculcada durante siglos por la llamada civilización cristiana y occidental- todavía se vea relegada y discriminada en muchos de los países asiáticos y africanos, sin excluir algunos pertenecientes a nuestra América.
Sin embargo, los avances en este sentido no han sido producto del azar ni menos de la indulgencia o comprensión de los hombres, sino el resultado de una larga lucha emprendida por las mujeres; unas, en el ámbito laboral; otras, en lo político y en lo social. Todas enlazadas en la lucha común contra lo que podríamos denominar machismo de Estado, respaldado por las jerarquizaciones establecidas, la supremacía económica, el miedo religioso, el autoritarismo, el sexismo, el racismo y la simple negación de la libertad que han padecido -de una u otra forma- las mujeres a través del tiempo.
De la preponderancia femenina absoluta (ginecocracia), expresada en las múltiples imágenes de diosas (Venus) se llegó a una de carácter masculino (patriarcado) generalizado, llegándose al colmo de negarle cualquier derecho a la mujer, incluso el de ser portadora de conocimientos, acusándosele de bruja y sometiéndosele a la hoguera, cuestión que cumplió diligentemente la Iglesia católica. Aún así hubo valiosos intentos por revertir esta situación, como cuando ocurrió la Revolución Francesa, siendo Olympe de Gouge quien escribiera la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana en 1791. El alemán August Bebel, un destacado propagandista y teórico del marxismo, fijaría a finales del siglo XIX la consigna básica del feminismo socialista: «no puede haber ninguna liberación de la humanidad sin la independencia social y equiparación de los sexos». Para Marx y Engels, la igualdad política entre la mujer y el hombre era una condición necesaria para la plena emancipación de la sociedad. Además, los fundadores del socialismo científico entendían que la base fundamental de la emancipación femenina era su independencia económica frente al hombre. No obstante, muchos socialistas hombres no compartían en la práctica lo sustentado en la teoría, de ahí que mujeres como Louise Michel, Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo se vieran obligadas a rebatir y a combatir las posiciones machistas de sus camaradas. Todo esto ayudó a darle fisonomía propia al feminismo y a las luchas de las mujeres en procura de sus derechos plenos.
El socialismo revolucionario, sustentado en las tesis teóricas de Marx y Engels, puso al descubierto las raíces del avasallamiento de la mujer, así como su relación con un sistema de producción basado en la propiedad privada y con una sociedad dividida entre una clase rica, poseedora de riquezas, y otra pobre, productora de riquezas.. Más que eso: explicó igualmente cómo la abolición de la propiedad privada suministraría las bases materiales para traspasar a la sociedad todas las responsabilidades sociales que hoy recaen sobre la familia individual, como el cuidado de los niños, de los ancianos, de los enfermos; la alimentación, el vestuario y la educación. De este modo, las mujeres romperían con la servidumbre doméstica y cultivarían colmadamente sus potencialidades como integrantes creativos y productivos de la sociedad, y no sólo destinados a la reproducción humana. Las relaciones humanas, en consecuencia, se transformarían en relaciones libres de personas libres, en estado de igualdad. Esto comenzó a ser posible en la Unión Soviética, establecida en 1917, la cual legisló a favor de la mujer en relación al salario (equiparado al del hombre), al divorcio, a los hijos naturales y a la pensión alimenticia, también fueron suprimidos todos las prerrogativas ligadas a la propiedad que se mantenían en provecho del hombre en el derecho familiar.
Ahora que se habla de socialismo, especialmente en nuestra América, es importante acotar que aún se requiere de una crítica al sistema de explotación económica y ambiental que supone el capitalismo, incluyendo las expresiones del feminismo indígena, afrolatinoamericano, lésbico y analítico. Hoy los derechos de la mujer se extienden a su derecho a no sufrir violencia doméstica (de cualquier nivel) ni a ser objeto de juicios morales y religiosos excluyentes por exigir la legalización del aborto, el reconocimiento de las disidencias sexuales y el prevención de métodos anticonceptivos. Sin embargo, no se limitan a éstos nada más, sino que abarcan, incluso, una propuesta política de la autonomía femenina que comienza a generarse en medio de la lucha multitudinaria de nuestros pueblos.
(Autor imagen: IMOW)