La crisis de poder que acusaba el Estado-nación desde el asentamiento del proceso de globalización económica ahora es evidente a todos los niveles.
El instrumental político del que se sirve el capitalismo para someter a sus intereses a las políticas nacionales, es decir, los Estados-hegemónicos de zona y los organismos internacionales, capaces de controlar no solo la economía, la sanidad, la cultura e incluso toda actividad existencial significativa conforme a la doctrina capitalista, les han dejado escaso recorrido en su autonomía. Hasta hace poco tiempo, al primero se le permitía jugar a hacer leyes, estableciendo olas de derechos y libertades de papel para ilusionar a los súbditos, que le servían para promocionar su papel benefactor y con ello reforzar la imagen de cara al auditorio local. Por otro lado, la consigna a seguir era que al capitalismo ni tocarlo en lo que se refería a sus intereses comerciales y, ya dentro de ese neoliberalismo —en realidad la nueva fórmula para el intervencionismo inverso— el capitalismo, auxiliado en términos de mercado por las políticas estatales, imponía privilegios crecientes para sus intereses a los Estados. Aunque se venía debatiendo en el marco de la doctrina política sobre la existencia de una crisis de soberanía estatal, la situación no se decía que estaba totalmente clara, aunque lo estaba.
Dada la situación de dependencia de la organización política internacional y el dominio capitalista, durante los últimos años, los Estados menores, a las órdenes del respectivo Estado-hegemónico que manda en su zona, se han mostrado tolerantes con el empresariado, siguiendo órdenes políticas superiores. De esta manera, las grandes multinacionales han venido operando con total libertad, siendo ellas las que han venido marcando las reglas del juego económico, al amparo de la globalización, con las que todos estaban contentos y las principales beneficiadas mucho más. En cuanto a los Estados mayores se les dejaba de cuando en cuando que dieran muestras de su poder político y sancionaran más o menos simbólicamente a quienes jugaban y juegan saltándose las normas del mercado, pero sin pasarse, para no llamar demasiado la atención.
De forma sorprendente, incluso los grandes Estados, se han encontrado ante la realidad de que las multinacionales resulta que en la práctica mandan más que ellos mismos, porque el hecho es que son totalmente independientes en su funcionamiento, pese a las apariencias, y los Estados totalmente dependientes del mercado global por ellas dirigido. A lo que hay que añadir que el poder económico de las grandes multinacionales y no solo de las conocidas big tech es demasiado evidente como para tratar de ponerles no solo barreras, sino de formularlas exigencias. Al Estado como aparato del orden nacional se le va de las manos el control de la situación y solo puede mostrar impotencia, puesto que el patrón capitalista controla todo el sistema del que depende la existencia colectiva. En este duelo, más real que simbólico, entre ficciones de dimensiones monstruosas, el Leviatán económico está devorando al que un día se llamó Leviatán político.
Por el momento, resulta una simple utopía cualquier ocurrencia dirigida a combatir la doctrina capitalista y menos aún con discursos, pero no estaría de más que el poder político fuera fijando posiciones y poniendo orden ante el desaguisado económico que sale a la luz en los momentos de crisis. Los grandes y poderosos Estados —no hablemos de los otros— se encuentran con que apenas puede hacer algo ante la indisciplina mercantil de las multinacionales, con las que en el plano de sus respectivos negocios han venido marchando en pleno entendimiento, tanto por la cuestión del dinero impositivo oficial como de ese otro que camina a la sombra y se agradece en el plano de las individualidades que ejercen el poder. Acudir de vez en cuando a las sanciones ejemplarizantes o a los nuevos impuestos no resulta problemático para el negocio empresarial, basta con trasladar sus efectos a los sufridos consumidores o simplemente cambiar de Estado protector; en todo caso la empresa siempre a flote.
Esta crisis sanitaria —cuestión básica de la pandemia— puede servir de ejemplo teórico de ese espíritu de supervivencia propio del capitalismo, en el que se hunden unas empresas mientras aumenta el negocio de otras, va desplegando perfiles de que el capitalismo sale reforzado de cualquier crisis, simplemente porque tiene capacidad para adaptarse a las nuevas situaciones del entorno. En tanto que los Estados se desangran económicamente y el dinero se va en la otra dirección, pero fortaleciendo a las empresas capitalistas, las masas, como en cualquier contienda bélica —en este caso vírica—, sufren las consecuencias directas. Por otra parte, se habla de vacunas, en realidad un mercado regido por la oferta y la demanda, y como exige la doctrina capitalista es natural que se inclinen por el mejor postor o emerja esa otra cara que es la simple especulación Parece ser que en este punto no sirve el ritual de los derechos, la solidaridad y la cantinela habitual, simplemente se impone la economía. Y lo significativo a efectos del mercado es que el negocio que se ha abierto a la sazón parece prometedor para el gran empresariado, porque con mutaciones y previsibles nuevas cepas de este virus o de otros incluso más agresivos, el negocio tiene visos de ser inagotable.
Parece evidente, aunque solo sea con ocasión de la crisis de las vacunas, la necesidad de poner orden en el espectáculo, no solo en este punto sustancial sino en un plano general, y el argumento para ello no es otro que, si los mandatarios no imponen la ley a todos por igual, sus disciplinados ciudadanos se les van a alborotar. Por otra parte, está claro que, si no responden con energía al desafío capitalista, al final va resultar que los poderosos Estados no serán más que tigres de papel, que solo sirven para asustar a sus nacionales y para que se rían en sus narices las grandes multinacionales.