El capitalismo es un objeto fractal: a todos los niveles y escalas sociales (desde el individuo hasta la nación, pasando por la familia nuclear y la empresa) repite el mismo modelo de competitividad exacerbada y acumulación insaciable. «Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra nuestro primo; nuestro primo, mi hermano y yo contra […]
El capitalismo es un objeto fractal: a todos los niveles y escalas sociales (desde el individuo hasta la nación, pasando por la familia nuclear y la empresa) repite el mismo modelo de competitividad exacerbada y acumulación insaciable. «Yo contra mi hermano; mi hermano y yo contra nuestro primo; nuestro primo, mi hermano y yo contra nuestro vecino…», dice un viejo aforismo popular que, con ligeras variantes, se puede oír en diversos países.
¿Por qué para tantas personas supuestamente adultas (en su mayoría varones) el fútbol es mucho más que un juego o un espectáculo deportivo? ¿Por qué desata pasiones desmedidas y da lugar a aberraciones sociológicas como los holligans o los ultrasur? Porque es la perfecta metáfora de un sistema que identifica el éxito propio con el fracaso ajeno, de una desdichada cultura para la que el fin es el poder (o lo que en un mundo-mercado viene a ser lo mismo: el dinero) y la lucha es el medio, y cuya consecuencia inevitable es el fascismo. Los futbolistas son luchadores ricos y famosos, y el fútbol, a imagen y semejanza de la sociedad que lo mitifica, también es un fractal de la violencia: dentro del propio equipo, los jugadores compiten entre sí para destacar individualmente; cada equipo pugna por vencer a los demás equipos locales; cada selección nacional y cada liga aspiran a ser las mejores del mundo… Y entre competición y competición, los héroes de esta guerra simbólica se venden al mejor postor, como los vulgares mercenarios que son, sin detrimento de su prestigio.
¿Por qué tantas personas supuestamente civilizadas (en su mayoría varones) llaman «fiesta nacional» a la conmemoración del mayor genocidio de todos los tiempos, así como a la tortura pública de un animal? ¿Por qué tantas personas supuestamente pacíficas (en su mayoría varones) se enardecen exhibiendo o presenciando la exhibición de la parafernalia bélica en los obscenos desfiles militares? Porque esa es la perversa poética de un sistema basado en el expolio y el exterminio, una poética hecha de brutales metáforas y violentas metonimias; como, por ejemplo, una horda de legionarios frenéticos (ciento cincuenta pasos por minuto) con una cabra como mascota y emblema (¿qué mejor símbolo del triunfo de la muerte sobre la inteligencia que una cabeza diseñada para embestir, con más cuernos que cerebro? Millán Astray se sentiría orgulloso de su camada).
Inciso: Pocas perversiones del lenguaje manifiestan tan claramente el desaforado machismo de nuestra sociedad como la antonimia cojonudo-coñazo. Lo masculino genital como superlativo de lo bueno; lo femenino como máxima expresión de la pesadez y el tedio. Es comprensible que las paradas militares aburran al mismísimo Rajoy; pero el término para referirse al fastidio provocado por tan grotesca machada debería ser, en todo caso, «cojonazo». Fin del inciso.
¿Por qué tantos supuestos demócratas siguen reivindicando la España «una, grande y libre» de Franco e Isabel la Católica? Por la misma razón por la que un enano clava una bandera gigante en la plaza pública o un matarife vestido de lagarterana clava una banderilla en el ultrajado lomo de una víctima propiciatoria: para exorcizar su propia insignificancia mediante el atropello de lo ajeno-otro y la apropiación simbólica de aquello de lo que se carece. Porque España, como supuesta «unidad de destino en lo universal», no es más que una entelequia fascista: no es una ni dos, sino ninguna. Y si entendemos el término en su único sentido tolerable, es decir, como sinónimo de Estado español, entonces España es múltiple, pequeña y cautiva.
Múltiple en sus culturas, lenguas, pueblos, naciones, identidades, que siglos de represión brutal no han podido abolir ni silenciar.
Pequeña en su desarrollo real, que solo se puede medir en términos del respeto a los derechos individuales y colectivos (empezando por el derecho de autodeterminación de las personas y de los pueblos), así como por la preeminencia de los intereses públicos sobre los privados («Roma no es más grande que el bienestar de los romanos», le advirtió Cicerón a César).
Cautiva del imperialismo estadounidense, cómplice de sus expolios y sus masacres, sierva de su economía devastadora. Cautiva de la oligarquía y de la Iglesia, de los herederos del franquismo y de la generación de los GAL, de los policías que torturan y los jueces que los absuelven, de las mafias mediáticas y los mercaderes de la cultura… Cautiva del capitalismo, en una palabra.
Pero cada vez más personas, y no necesariamente radicales (ni en el buen ni en el mal sentido de la palabra), rechazan esa españolidad de talante y pandereta, cerrado y sacristía, que pretenden imponernos tanto desde la derecha como desde la seudoizquierda. Cada vez más personas se dan cuenta de que no hay otra «unidad de destino» que la de una humanidad amenazada que, si quiere sobrevivir, tiene que defenderse, en todos los frentes y por todos los medios, de un capitalismo furioso que en su huida hacia delante destroza países y paisajes, culturas e identidades, tiempos y espacios. Y que esa defensa de la humanidad solo es posible desde una unión de los pueblos sólidamente enraizada en su diversidad.