El 28 de abril de 1945 un pelotón de partisanos comunistas fusiló a Mussolini cerca del lago de Como. Trasladado su cadáver a Milán, fue colgado boca abajo y vejado en plaza pública como pago por sus muchos crímenes. 64 años después, el espíritu de El Duce ha vuelto con bríos renovados con motivo de […]
El 28 de abril de 1945 un pelotón de partisanos comunistas fusiló a Mussolini cerca del lago de Como. Trasladado su cadáver a Milán, fue colgado boca abajo y vejado en plaza pública como pago por sus muchos crímenes.
64 años después, el espíritu de El Duce ha vuelto con bríos renovados con motivo de la aprobación de una ley que criminaliza la inmigración y la solidaridad humana en Italia, un país con una tradición migratoria -forzada por la penuria- tan amplia como, a lo que se ve, intencionalmente olvidada.
Es la fe del converso, el tic del nuevo rico que machaca a los gitanos en un intento de renegar de su propio pasado de emigrante en carretas tiradas por burros. O, simplemente, con lo puesto.
Personajes como Mussolini o Franco no mueren ni a tiros. Se esconden tras rostros histriónicos como el de Berlusconi, Aznar…
Más aún, albergan la inusual capacidad de reproducirse incluso en las que fueron sus víctimas.
15 de mayo de 1948. El Estado israelí procede a la expulsión por el terror (limpieza étnica) de los palestinos de sus hogares. Aduce para ello la deuda histórica dejada por el Holocausto.
61 años después, el jefe de los católicos ha cruzado con pies de plomo una tierra en la que aún resuenan los ecos de los recientes bombardeos contra Gaza.
«Al César lo que es del César», ha venido a ratificar el austríaco Ratzinger. El jefe de Estado de un Vaticano corresponsable directo, junto con los EEUU, de que Musolini y Franco sigan vivos. Y ante tamaño crimen no existe el perdón divino.