En nuestro nuevo milenio hay en muchos lugares del mundo movimientos que reivindican, en formas a veces muy álgidas, nacionalismos separatistas y también autonomía. En este contexto hay una palabra que puede arrojar luz para comprender y valorar esta situación. Dicha palabra es nación. Aproximadamente hasta finales del siglo XVII ella en español, al igual […]
En nuestro nuevo milenio hay en muchos lugares del mundo movimientos que reivindican, en formas a veces muy álgidas, nacionalismos separatistas y también autonomía. En este contexto hay una palabra que puede arrojar luz para comprender y valorar esta situación. Dicha palabra es nación.
Aproximadamente hasta finales del siglo XVII ella en español, al igual que nation en francés y en inglés, designó a un grupo social o pueblo originario de determinada región, cuyos miembros compartían un gran número de tradiciones y modos de ser, así como una misma lengua. Con esta acepción se habló, entre otras muchas, de la nación escocesa, catalana, vasca, borgoñona, corsa y, en el caso del Nuevo Mundo, de las naciones indígenas, la maya, la mexica, la zapoteca, la quechua y muchas más.
Tiempo después, coincidiendo casi con el cambio dinástico en España, es decir, de los soberanos de la Casa de Austria a los Borbones, el término nación fue adquiriendo connotaciones que lo aproximaron a la significación de la palabra Estado. Este se entendió como entidad integrada por un grupo social numeroso, establecido en un territorio y formando una unidad política, con su propio gobierno que ejerce sus funciones de acuerdo con una constitución y otras leyes, y es reconocido como tal por los otros estados
La palabra nación fue perdiendo elementos de su antigua significación, como los de la posesión de tradiciones y costumbres en común, religión y aun lengua, ya que pudo aplicarse a estados plurilingües y multiculturales. Estos habían surgido debido a distintas causas. Unas veces -como ocurrió en España- debido a alianzas matrimoniales, cual fue el caso de los reinos de Castilla y Aragón. Otras, por asociaciones de antiguas naciones, como sucedió con la Confederatio Helvética. Y también hubo entidades plurilingües y multiculturales a consecuencia de conquistas. Esto se produjo en el Nuevo Mundo, donde numerosas naciones indígenas, tenidas a veces como antiguos reinos, pasaron a ser colonizadas en el seno de los virreinatos españoles. Más tarde, consumada la independencia de los países hispanoamericanos, las naciones indígenas quedaron subsumidas dentro de ellos, convertidos ya en repúblicas soberanas. Al referirse a dichas repúblicas se les llamó tanto estados como naciones. Así se dijo la nación mexicana, peruana, chilena… Otro reflejo de ese cambio de significado de la palabra nación se dio bastante tiempo después al establecerse organizaciones como la Liga de las Naciones y la de las Naciones Unidas. Y con el mismo sentido que equipara lo nacional a lo estatal, se han acuñado expresiones como las de «lengua nacional», «Asamblea nacional», «soberanía nacional» y «nacionalidad».
De esta suerte, las palabras Estado y nación llegaron a tenerse en la práctica como sinónimas. Esto, que parecería resultado de una mera evolución semántica, tiene en el fondo implicaciones muy complejas y hondas. Me fijaré en el caso de Francia. Bajo el reinado de los Borbones se acentuó la tendencia centralista que se había producido con el fin de consolidar su unidad. En Francia, como en otros países europeos, entre ellos España e Inglaterra, la integración de un Estado (reino, imperio…) no implicó originalmente la homogeneidad cultural y lingüística de su población. Así, en Francia coexistieron los bretones, alsacianos, normandos, vascos, occitanos y otros. En Inglaterra, además de los anglosajones, hubo y hay galeses, escoceses e irlandeses. En España el mosaico de los diferentes grupos -considerados históricamente como naciones- abarcó a los castellanos, leoneses, aragoneses, catalanes, vascos, gallegos y otros.
Ejemplo claro de una antigua aceptación de la pluralidad de naciones en el interior de un Estado o reino -con diversas culturas y lenguas propias- lo tenemos en el llamado sacro imperio romano germánico. En él eran aceptados como reinos integrantes, distintos pueblos de lenguas tan diferentes entre sí como el alemán, checo, húngaro, italiano, flamenco y aun el francés y otras varias.
Francia, con su actitud centralista, se convirtió, en cambio, en el ejemplo de lo que en ocasiones quiere expresarse al hablar de Estado nación o Estado nacional. Ello significa que el estado busca constituirse en una entidad, en la que las diferencias culturales y lingüísticas no deben ser tomadas en cuenta y, de ser posible, deben desaparecer como un obstáculo a la «unidad nacional».
La tendencia centralista avanzó más, consumada la Revolución Francesa, y se reflejó con gran fuerza en la denominación de las entidades regionales. Se suprimió la designación oficial de las regiones históricas, como la Borgoña, Normandía, Bretaña, Delfinado, Provenza, Languedoc. Las divisiones territoriales oficiales, «los departamentos», adquirieron otros nombres, podríamos decir anodinos, sin tradición histórica. Ejemplos de esto son Alto Rin, Bajo Rin, Loira, Bajos Pirineos, Altos Alpes, Altos Pirineos, Sena inferior. En Francia se produjo además un movimiento expansivo, encabezado por Napoleón. Supuestamente pretendió éste, de forma enloquecida, extender los beneficios de la Revolución Francesa -la libertad, fraternidad e igualdad- a los distintos países de Europa. En cierto modo quiso homogeneizarlos emprendiendo dramáticas y absurdas guerras de conquista hasta que su ambición pudo ser detenida.
En España se produjo también un proceso homogeneizante al establecerse el régimen de provincias, denominadas muchas veces con el nombre de su ciudad capital: así, por ejemplo, Cáceres y Badajoz en la antigua Extremadura; Barcelona, Girona, Lérida y Tarragona en Cataluña, o las correspondientes provincias en los casos Andalucía y Galicia.
En el Nuevo Mundo las regiones consideradas como antiguos reinos, por ejemplo los de Nueva Galicia, Guatemala, Michoacán, Nueva Vizcaya, Nuevo León… se convirtieron en intendencias. Y paralelamente a lo que ocurría en España, se fue haciendo a un lado la antigua política lingüística que había dado entrada a idiomas como el náhuatl, maya, zapoteco, quiché, quechua y aymara, y se buscó imponer universalmente el español. De esta suerte dejaron de enseñarse, tanto en las escuelas de la península como en las del Nuevo Mundo, lenguas poseedoras de ricas literaturas como el catalán o el náhuatl y el maya.
La concepción del «Estado nación» o «Estado nacional» ha perdurado por mucho tiempo, y aún ahora tales designaciones se emplean con frecuencia como ignorando o soslayando lo que realmente implican: un radical centralismo cultural y lingüístico. A partir, sin embargo, de las décadas recientes las cosas han comenzado a cambiar, en algunos casos abruptamente. Me estoy refiriendo a los movimientos que en muchos lugares del mundo han surgido reivindicando los atributos, por no decir los derechos de las antiguas naciones que, con hondas raíces históricas, a pesar de todo, han perdurado en el contexto de diversos estados.
Pasemos revista a la situación contemporánea. Comencemos con lo que ocurre en Europa. En Francia hay movimientos reivindicatorios entre los bretones, los corsos, los vascos y otros. En Inglaterra son los galeses, los escoceses y los irlandeses del norte los que propugnan por sus derechos ancestrales. En España, huelga casi decirlo, están principalmente los vascos, los catalanes y los gallegos. No obstante que, desde su constitución de 1978, se ha organizado España en función de comunidades autónomas tomando en consideración sus raíces históricas, la búsqueda de algo más que autonomía en el caso del País Vasco y la exigencia de un nuevo estatuto en Cataluña, han dado lugar a situaciones, unas veces difíciles y otras dramáticas. Como los corsos y los irlandeses del norte, los vascos han recurrido al terrorismo para dar fuerza a sus exigencias. Y, ¿qué puede decirse de los pueblos de la antigua Yugoslavia que, separados, han dado lugar a no pocos «estados nación»?
En el continente americano son los grupos indígenas los que demandan autonomía. Ello ocurre en México, en el que el levantamiento armado de los zapatistas de Chiapas se ha hecho oír en el ancho mundo. Y también la exigencia de autonomía se ha dado entre no pocos grupos indígenas de Canadá, Estados Unidos, México, Guatemala, Ecuador, Perú, Bolivia y otros países.
¿Podrán encontrarse soluciones que vuelvan viable la convivencia de distintas naciones o pueblos con sus culturas y lenguas diferentes, en el seno de un mismo Estado? ¿Nada tiene que enseñarnos a este respecto el caso de Suiza? En la Confederatio Helvética vive en paz gente de lenguas y culturas diferentes, de origen germánico, francés, italiano y romanche. En Europa ha habido además una larga tradición de convivencia histórica entre pueblos de lenguas y culturas distintas. Esa convivencia pacífica fue la que precisamente propició la perduración de las diferencias culturales y las distintas lenguas dentro de un mismo país. En el Nuevo Mundo hasta hoy conviven en paz muchos pueblos indígenas, aunque oprimidos por la sociedad mayoritaria. Las demandas de una autonomía consensuada, no necesariamente implican ruptura de la unidad de un país. Autonomía no significa soberanía.
Sin duda el proceso de reivindicación de los pueblos y naciones históricas exige amplia consideración. Es éste un tema de nuestro tiempo y podría añadirse que, si es visto como problema, habrá que encontrar las formas de encauzarlo por caminos pacíficos aprovechando experiencias positivas. Muestran ellas que, a pesar de problemas, las diferencias culturales han sido fuentes de creatividad.