En un país donde las estructuras sociales tradicionales se ven constantemente desafiadas por dinámicas emergentes, el narcotráfico se ha convertido en un eje central de transformación. Más allá de sus efectos devastadores en la seguridad, ha dado lugar a nuevas castas sociales: el narcoproletariado, compuesto por jóvenes reclutados como sicarios y otros actores de bajo nivel; y la narcoburguesía, representada por empresarios y lavadores de dinero que encubren la economía ilícita bajo la apariencia de legitimidad. Estas categorías revelan cómo el narcotráfico infiltra no solo la delincuencia, sino también la estructura económica y social del país.
Utilizo el término «casta» como una metáfora para describir las nuevas divisiones sociales que surgen en torno al narcotráfico en Ecuador. Aunque tradicionalmente se asocia con jerarquías rígidas y heredadas, aquí la palabra busca resaltar la aparente exclusividad y la separación de estos grupos dentro de la sociedad. Por un lado, el narcoproletariado agrupa a jóvenes reclutados como sicarios y actores secundarios del crimen organizado, mientras que la narcoburguesía representa a los medianos y grandes lavadores de dinero, con vínculos en la empresa privada. Ambos grupos, aunque distintos en poder y acceso a recursos, configuran estas especies de «castas» modernas donde la movilidad y la integración con el resto de la sociedad se ven limitadas por las dinámicas propias de la ilegalidad y la violencia.
El narcoproletariado se compone principalmente de jóvenes provenientes de contextos de extrema pobreza, donde el narcotráfico se presenta como la única salida económica viable. Estos chicos, a menudo adolescentes, son reclutados como sicarios, mulas o vigías, cumpliendo roles esenciales para la estructura criminal pero que los colocan en un lugar desechable. La falta de acceso a educación, empleo digno y protección social los convierte en víctimas y victimarios de un sistema que los margina y los explota.
En una escala superior de esta pirámide delincuencial, la narcoburguesía ocupa un lugar privilegiado en esta nueva jerarquía del crimen. Lejos del estereotipo violento del narcotraficante, estos actores se presentan como empresarios exitosos que participan en la economía formal. Utilizan sectores de estrategia comercial para lavar dinero, mezclando lo ilícito con lo legítimo. Su influencia económica les permite adquirir poder político y social, integrándose en las élites tradicionales y legitimando su riqueza mediante filantropía o inversiones estratégicas.
La consolidación del narcoproletariado y la narcoburguesía como nuevas castas sociales expone las profundas fallas estructurales del nuevo Ecuador: desigualdad, corrupción y exclusión. La lucha contra el narcotráfico no puede limitarse a una guerra de seguridad, como lo ha planteado el régimen de Noboa; debe ser también una batalla por la educación a todo nivel, la justicia social, la inclusión económica y la transparencia, aspectos que este gobierno claramente no ha priorizado. Solo así se podrá desmantelar el poder de estas nuevas élites criminales que amenazan con redefinir el futuro del país, que está en camino de convertirse (como ya algunos analistas más objetivos lo perciben) en un verdadero narcoestado.
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