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Negarse a caer en la trampa

Fuentes: Rebelión

Hace unos días, expuse una idea que, a priori, sorprendió a algunos lectores: los neoliberales tienen la razón. El neoliberal dice que, si no recortamos los salarios, el sector público y los derechos laborales, entonces el capital dice ‘good bye Lenin’, se contrae, vuela de nuestro territorio, nos deja solos, desamparados, hundidos en la más […]

Hace unos días, expuse una idea que, a priori, sorprendió a algunos lectores: los neoliberales tienen la razón.

El neoliberal dice que, si no recortamos los salarios, el sector público y los derechos laborales, entonces el capital dice ‘good bye Lenin’, se contrae, vuela de nuestro territorio, nos deja solos, desamparados, hundidos en la más abyecta miseria. Que en un sistema capitalista, como su propio nombre indica, sin capital no se puede vivir. Que lo mejor para el perfecto funcionamiento del capitalismo es, naturalmente, capitalizar, privatizar todos los sectores. Y todo esto que dice es (no ya cierto, sino incluso) obvio.

El socialdemócrata, en cambio, defiende una utopía irrealizable: un mundo capitalista pero en el que no haya que recortar esos salarios, ese sector público ni esos derechos laborales. Por supuesto, su manera de encubrir su propio utopismo infantil es tachar de utópicos a los demás (sobre todo a los revolucionarios). Pero miente y sabe perfectamente que miente.

Si le preguntamos al socialdemócrata si vivimos en una democracia, dirá que sí. Si le preguntamos si la televisión (que es privada o depende de la publicidad privada para financiarse) podría dejar de fomentar el bipartidismo y de calumniar a los comunistas, dudará. Pero si le preguntamos si estos podrían ganar las elecciones y colectivizar la banca sin sufrir un golpe de Estado como en el 36, contestará claramente que no. Que precisamente por eso él propone hacer reformas leves, ir poco a poco, con moderación, buen gusto, realismo.

El socialdemócrata llama «moderación» al pinochetismo, a la tétrica amenaza de golpe de Estado que se cierne sobre cualquier país rebelde, a la espada de Damocles sobre nuestras propias vidas por parte de los poderes fácticos; «buen gusto» al secuestro sangriento y armado de la humanidad por parte de una élite de banqueros, oligarcas y mercenarios; «realismo» a la utopía más irrealizable de toda la historia: la que promete un mercado capitalista pero controlado en función de fines sociales.

El revolucionario rompe y renueva el discurso, porque sabe que la propiedad es la génesis, que basta tirar del hilo de la propiedad privada capitalista para llegar a este mundo atroz e indecente en el que vivimos, que la única manera de satisfacer las necesidades sociales básicas de la humanidad es colectivizar la banca y los medios fundamentales de producción (empezando por las grandes fábricas y la tierra). Pero ahora, cuando por fin hablamos de cosas importantes, los neoliberales y los socialdemócratas, anteriormente enzarzados en la falsa discusión inherente al bipartidismo y a su apariencia-de-diversidad-sin-diversidad (para los primeros, los recortes son buenos en sí mismos; para los segundos, no pero igualmente deben adoptarse «porque vienen de Europa»), resultan encontrarse repentinamente unidos y claman a coro: «¡el revolucionario propone imposibles!».

Si continúas dialogando con tu amigo socialdemócrata descubrirás la verdad. Al indagar por qué es imposible (¿tal vez por motivos genéticos de nuestra especie?) que la banca sea colectiva en lugar de estar en manos de unos cuantos vividores, le encerrarás y le harás decir que no, hombre, no es que sea imposible, sino que estamos en una situación política organizada de tal modo, que nos impide llegar a esa otra situación política; te dirá poco más o menos que, de intentarlo, acabarás siendo crucificado por el poder como el esclavo Espartaco.

Y si empezáramos a construir la sociedad de nuevo, partiendo de cero, ¿qué sería mejor? ¿Volver a construir una banca privada en manos de unos pocos? ¿O  establecer, esta vez sí, la titularidad pública de la banca y los medios fundamentales de producción, prohibiendo su privatización? Ante esta pregunta, el socialdemócrata dirá que lo segundo. Con ello, una vez más, estará admitiendo implícitamente que no vivimos en una democracia; que, bajo el actual marco, sólo podemos modificar estupideces, mientras que las decisiones fundamentales nos están vedadas (las cosas son así, siempre han sido así y no pueden ser de otra forma); que esas decisiones vienen de otro lugar, brotan en Wall Street y están garantizadas por el poder lógico de mil fusiles que virtualmente nos apuntan, estrangulando nuestra voluntad y nuestra autonomía de movimientos como una enredadera invisible.

Si cada día a la humanidad le roba el bocadillo el matón del instituto, el neoliberal dice que eso está bien y el socialdemócrata dice que tal vez esté mal pero que será mejor callarse, por lo que pueda pasar. Esa es la trampa. Ambos son cómplices del matón, y su diferente estilo de complicidad constituye todo el debate posible. No hay más. Si alguien quiere discutir quién es el verdadero dueño del bocata, será tildado de radical, terrorista, loco, totalitario, degenerado. Y así es nuestra vida en la dictadura más perfecta de todas: aquella que, controlando los medios de comunicación, controla las mentes; aparentando diversidad mediante la falsa pugna entre neoliberales y socialdemócratas, impide la diversidad; acabando con el debate sobre la propiedad, acaba con cualquier verdadero debate.

Mientras todos los cómplices del matón (incluyendo a todos los Toxos y todos los Valderas) se empeñan en caer en la trampa, el revolucionario se niega a hacerlo. No pacta con el PSOE para evitar que, tras las elecciones, nos gobierne el PP, sino que pacta con la clase trabajadora para salir a la calle; para que antes, durante y después de las elecciones resuene en todos los barrios ese célebre cántico que con tanta razón nos recuerda que «PSOE y PP la misma mierda es».

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.