En numerosas ocasiones se han caracterizado detalladamente los rasgos fundamentales del neoliberalismo (o ¿deberíamos hablar ya de ultraliberalismo?), especialmente en su dimensión más estrictamente económica. Privatización de todos los sectores productivos estratégicos posibles, incluso de la vida; dominio de las élites económicas y subordinación a éstas de la clase política tradicional; libertinaje de los mercados, […]
En numerosas ocasiones se han caracterizado detalladamente los rasgos fundamentales del neoliberalismo (o ¿deberíamos hablar ya de ultraliberalismo?), especialmente en su dimensión más estrictamente económica. Privatización de todos los sectores productivos estratégicos posibles, incluso de la vida; dominio de las élites económicas y subordinación a éstas de la clase política tradicional; libertinaje de los mercados, desregularizados y omnipotentes; desigualdad, precariedad y empobrecimiento acelerado de las mayorías…
Sin embargo, menos se ha profundizado en el análisis sobre los elementos más ideológicos que hoy son la esencia constitutiva de este sistema. Y aquí habría que empezar por denunciar abiertamente su carácter radicalmente antidemocrático, ya nos refiramos a los términos de la lucha política que establece para con sus contrarios, ya hablemos de su entendimiento del concepto de la democracia. Si nos referimos a esto último, se podría hablar de la pura y simple prostitución de la misma, pues hace uso y abuso de la democracia, apropiándose de ella y colocándola al servicio exclusivo de los intereses económicos y políticos de aquellas élites que hoy se imponen con este sistema oligárquico. Y la democracia queda reducida a su función meramente de representatividad, de delegación (no participativa), a ser ejercida por la ciudadanía cada cuatro años. En este mismo sentido, habría que dejar de hablar de democracia, para usar más acertadamente el término de plutocracia, es decir, aquel sistema de gobierno en el que el poder lo controlan y ejercen quienes tienen la riqueza concentrada en sus manos.
Pero es la otra dimensión antidemocrática la que ahora nos ocupa, y preocupa; aquella que tiene que ver con los términos que el neoliberalismo define para la lucha política con sus contrarios. Y, aunque mucho de lo que señalemos a continuación puede ser perfectamente aplicado a la lucha partidaria, queremos centrarnos más en cómo se da ésta en cuanto a la relación que establece con el sindicalismo y su obsesión por su destrucción. De hecho, siempre ha considerado la posible fuerza de los sindicatos como un obstáculo mayor en sus fines e intereses de dominio absoluto que los propios partidos políticos tradicionales del sistema; de ahí precisamente su fijación en la eliminación y destrucción del sindicalismo.
El neoliberalismo actúa hacia los sindicatos mediante dos mecanismos o formas fácilmente identificables: la cooptación o la eliminación. Una de las posiblemente mejores (y más cínicas) descripciones de la cooptación la hizo en su día el político socialdemócrata español Alfonso Guerra, cuando señaló que «el que se mueva no sale en la foto»; es decir, si te desvías de lo que el sistema propone, te quedas totalmente fuera y ahí hace mucho frío (y no hay subvenciones, ni desayunos de trabajo, ni desplazamientos pagados, ni tarjetas black, ni…). A partir de ahí, y una vez integrados en el sistema, el neoliberalismo deja patente la inexistencia de la lucha política entre iguales y ésta solo es apariencia entre unos y otros pero sin afectar realmente a la posibilidad de cuestionamiento profundo del modelo (fuera de éste nada existe). A la sociedad, a la ciudadanía, se la hará creer que opta en libertad, pero siempre entre opciones definidas por el sistema. Como decíamos anteriormente todo esto es aplicable plenamente a la inmensa mayoría de las fuerzas políticas clásicas, pero también, y eso es lo que aquí nos interesa, absolutamente ajustable hoy a la mayor parte de los sindicatos: o se está dentro del sistema (cooptado) o se buscará su eliminación.
Así, las fuerzas sindicales poco coherentes con sus postulados de defensa de los intereses de las personas trabajadoras, han sido mayoritariamente cooptadas por el sistema para pasar a ser meras correas de transmisión del mismo. Ningún cuestionamiento y acción profunda contra las injusticas más evidentes, contra los brutales recortes de derechos laborales, sindicales y políticos, contra el progresivo empobrecimiento y aumento de la desigualdad. A lo sumo, leves críticas a las consecuencias, pero sin llegar nunca al cuestionamiento de las causas estructurales, pues supondría la irremediable impugnación, y por lo tanto acción consecuente, del modelo dominante. Y para aquellas fuerzas sindicales que no asumen el sistema neoliberal, la estigmatización y la eliminación, tal y como nos demuestra cualquier repaso de hechos y acciones acontecidas en este campo durante el proceso de implantación del neoliberalismo.
Nos retrotraemos unas décadas y llegamos al Chile de 1973, tras el golpe de estado de Pinochet. Una vez eliminada, o exilada, la oposición política, social y sindical al golpe, este país se convirtió en el primer laboratorio para introducir las medidas neoliberales de ajustes estructural y, evidentemente, de privatizaciones de sectores estratégicos, así como eliminación generalizada de derechos. El siguiente paso se producirá en paralelo en Bolivia y Gran Bretaña. Era el momento de probar el nuevo modelo en regímenes de democracia representativa. Y para ello, en ambos, casos, era esencial acabar con el sindicalismo mediante la acción combinada de cooptación y eliminación. Tanto en un país como en otro el objetivo se fijó en destruir el sindicalismo minero (del estaño en Bolivia y del carbón en Gales) como fuerzas motrices de la potencia de las luchas de los/as trabajadores/as en todos los demás sectores productivos. También estos son años en los que la llamada transición española repite estos esquemas mediante pactos sindicales y arrinconamiento de aquellos que se niegan a entrar en la correa de transmisión que ahora se dibuja para las fuerzas sindicales (y políticas).
Como ya se ha señalado, mediante lo anterior, pactos y cooptaciones, algunos sindicatos renuncian a la vieja aspiración de transformar radicalmente la sociedad hacia otra más justa y equitativa para las mayorías. Pero también a la simple posibilidad de tener voz y participación determinante en la definición de la política económica del país. Se impone la visión del estado del bienestar como el máximo alcanzable para los sectores trabajadores. A partir de ese momento, el carácter pactista se aplica para salvar determinados derechos, sí, pero también demasiadas prebendas adquiridas, y todo ello en clara retirada de los objetivos más evidentes de transformación social y económica, además de política. Y, en esta nueva tesitura y actitud sindical integrada ya en el adn de muchas organizaciones sindicales, es cuando se produce la arremetida neoliberal definitiva para la implantación del nuevo sistema ideológico, libre ya de matices como el estado del bienestar que no fue sino una concesión defensiva del capitalismo en momentos de fuerte efervescencia y presión social. Esos sindicatos huirán, más si cabe, al interior del sistema que han asumido. Evidentemente, quienes salen perdiendo son todos y cada uno de los derechos conseguidos tras décadas de lucha que ahora, en pocos años, se pierden ante la incapacidad absoluta de esas fuerzas sindicales.
Llegados a este punto la implantación y dominio del neoliberalismo se pretende ya como absoluto. En ese campo solo hará falta la puntilla pretendida al sindicalismo consecuente; todo ello para la desaparición siempre buscada del opositor político. Los efectos de las crisis que vivimos producen, entre otros muchos, miedo individual y colectivo ante las incertidumbres, ante el paro, ante las hipotecas, ante la represión y, en el campo laboral, lleva a frenar radicalmente la sindicación, a callar y a obedecer. Complementariamente, la precarización brutal del trabajo con la temporalidad como elemento distintivo es algo también planificado por el neoliberalismo. En el plano que nos ocupa estas nuevas formas de trabajo garantizan la no sindicación ante el miedo a que la simple demanda colectiva de derechos traiga consigo nuevamente la pérdida del puesto de trabajo. Se resta sindicación, se resta fuerza a las demandas colectivas y se pretende, una vez más, como en los años dorados de los inicios de la era industrial, la total sumisión del mundo del trabajo a lo que dicten las élites económicas. Se cierra el círculo de dominio.
Jesus González Pazos. Miembro de Mugarik Gabe
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