Espero tener fuerza de voluntad y razón para aislarme todo lo posible del frenesí que te mete en el cuerpo eso a lo que llaman democracia con sus elecciones y todo que, aunque menos da una piedra, ante mi conocimiento ha perdido toda credibilidad científica, algo que no es nuevo, por otra parte, sino tan […]
Espero tener fuerza de voluntad y razón para aislarme todo lo posible del frenesí que te mete en el cuerpo eso a lo que llaman democracia con sus elecciones y todo que, aunque menos da una piedra, ante mi conocimiento ha perdido toda credibilidad científica, algo que no es nuevo, por otra parte, sino tan antiguo como Platón, por lo menos.
Aunque soy ateo y lo confieso ante Dios, a mí me va el rollo éste de las Navidades porque representa el paraíso perdido, cuando la vida estaba más ordenada, era mucho más falsa que ahora pero los humanos necesitamos de algún cuento para vivir y que nos meta sosiego en el cuerpo y sentido a nuestra existencia. Las estaciones del año eran un sentido para la existencia del humano por aquello de los ciclos agrícolas pero ahora con la globalización tenemos fruta de todas las estaciones y lugares por todas partes.
La globalización nos obliga a cambiar los chips interiores a fondo y por eso a mí me gusta una vez al año recluirme en mí mismo y gozar de los niños de San Ildefonso, los villancicos, los polvorones y mantecados de Estepa o la «mona» de Pascua, más Papá Noel (que cuando yo era chico ni se celebraba) más los Reyes Magos y cualquier otra parafernalia navideña como las lucecitas por la calle y el anís del Mono.
Pero este año estábamos en precampaña electoral, luego ha llegado la campaña, luego las elecciones y luego la postcampaña, si bien, en realidad, nos hallamos continuamente en campaña electoral, los cuatros años entre elección y elección son campaña electoral, la hacen los políticos con sus actividades y los medios de comunicación con sus titulares. Como no hay o apenas existen responsabilidades penales con lo que se promete a los ciudadanos, ancha es Castilla.
En realidad, la democracia, a estas alturas, se ha convertido en una partida de futbolín elevada al cubo. Los políticos gobiernan pero son otros los que mandan. Los políticos están ahí para cubrir el expediente y el que no lo haga que se atenga a las consecuencias y, si no, que se lo pregunten a Tsipras y antes a Allende o a Chávez. El pescado está vendido y tengo que felicitar una vez más a quienes han ideado este sistema que hunde sus raíces inmediatas en los años cuarenta del siglo pasado y volvió a surgir con fuerza tras la caída de la URSS.
En esa partida de futbolín los jugadores se dividen en dos equipos con dos miembros por equipo. Todos tienen sus personalidades pero forman dos equipos. Como en el futbolín, las figuras a las que manejan los equipos están unidas por la barra de hierro del sistema. Tales figuras se llaman electores. No se exige preparación alguna -o muy poca- para ser elector o para ser de un equipo u otro por lo cual el resultante es todo lo contrario a la democracia platónica. A medida que el juego avanza, las discrepancias que genera van crispando a los jugadores hasta que, en efecto, terminan creyendo que son rivales reales y no jugadores de una dinámica que les han marcado desde fuera los que han fabricado el futbolín.
En el fondo, se trata sólo de una espiral de filias y fobias de todos contra todos donde las diferencias son acaso de matices que no alteran el producto final. La Historia como proceso hegeliano de perfeccionamiento de la Idea en evolución pasa a segundo plano. La Historia como una serie de etapas evolucionistas mezcladas y a la vez diferentes, según Marx, Engels o los empiristas del siglo XVIII, pasa a mejor vida. La Historia como la perfección espiritual del humano según las filosofías orientales o el mismo cristianismo, ya no sirve para nada. El perfeccionamiento está en función del dichoso emprendimiento que termina por enfrentarnos a todos contra todos y a río revuelto ganancia de pescadores que son precisamente los inventores del sistema «democrático».
Y por esto y por muchas cosas más no iré a votar -como desde hace decenios- y me iré a casa por Navidad con la esperanza de que el ruido del futbolín me moleste lo menos posible. Entonces veré en la película La gran familia que, al igual que nosotros, Chencho se ha vuelto a perder aunque la diferencia es que al niño lo encuentran y nosotros aún tenemos un larguísimo camino antes de que nos encontremos a nosotros mismos, si es que eso fuera posible.
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