No sé si Stanley Tookie Williams, ejecutado el martes en la prisión de San Quintín (EEUU), era culpable o no de los asesinatos por los que fue condenado a la pena de muerte. La editora de sus libros afirmó tras la ejecución: «El estado de California acaba de asesinar a un inocente». ¿Fue justa en […]
No sé si Stanley Tookie Williams, ejecutado el martes en la prisión de San Quintín (EEUU), era culpable o no de los asesinatos por los que fue condenado a la pena de muerte.
La editora de sus libros afirmó tras la ejecución: «El estado de California acaba de asesinar a un inocente».
¿Fue justa en su particular y tajante veredicto? No lo sé. Ni me importa.
Stanley Williams negó siempre haber cometido los asesinatos que se le imputaron. Es cierto que su caso pasó por muy diversas instancias judiciales antes de que se le confirmara la pena capital, pero la experiencia ha demostrado que en los EEUU no es nada infrecuente que se condene a muerte y se ejecute a personas que finalmente se descubre que eran inocentes.
¿Y si Stanley Williams fuera uno de ellos? ¿Y si no hubiera matado a nadie? Ni lo sé ni me importa.
Los hechos delictivos que atribuyeron a Williams sucedieron hace muchos años. Todo el mundo más o menos sensato conviene en que, al margen de que participara o no en ellos, el hombre que era ahora se había distanciado de modo tajante, abismal, del broncas pandillero que fue en su juventud. ¿Se había convertido realmente en otra persona? Ni lo sé ni me importa.
Desde que se convirtió en inquilino forzoso de las penitenciarías de California, Stanley Williams demostró una persistente inclinación literaria, que volcó en un puñado de libros dedicados a inculcar toda suerte de buenos sentimientos en la infancia. Tan apreciadas fueron sus obras por algunos -no sé si con razón: no he leído ninguna- que incluso fue propuesto seis veces para el premio Nobel de Literatura.
¿Es un mal doblemente imperdonable ejecutar por doble inyección letal a un reputado literato? Ni lo sé ni me importa.
También han presentado varias veces la candidatura de Tookie Williams para el Nobel de la Paz, aunque yo ignore por qué (y aunque eso no diga demasiado a su favor, habida cuenta de la compañía en la que se hubiera encontrado, de haber recibido el galardón).
En todo caso, y para variar, ni lo sé ni me importa.
A las puertas de la prisión de San Quintín se concentraron en la noche del pasado martes muchas celebridades, desde Sean Penn hasta Joan Baez, que pidieron inútilmente clemencia a esa otra celebridad que atiende por Arnold Schwarzenegger. ¿Fue una vergüenza que su clamor no fuera atendido? No lo sé. Y no me importa.
Miento: claro que me importa. Todo me importa. Lo que me da igual es que en este caso se reunieran éstas o aquéllas circunstancias excepcionales.
Aunque Williams hubiera sido un asesino convicto y confeso, que se declarara feliz por sus muchos crímenes, que escribiera panfletos contra la infancia y dijera odiar la paz, me parecería abominable su ejecución. Igual de abominable. Porque la pena de muerte no está mal cuando es injusta. Está mal siempre.