Un hombre sabio me dijo, creo que con mucho atino, que en España lo político es o bien teología política o bien administración. En ese ambiente viciado, que tal vez no sea genuinamente hispano sino más bien signo de nuestra época, apenas queda oxígeno para que respire una vida ciudadana digna del nombre. La «Segunda […]
Un hombre sabio me dijo, creo que con mucho atino, que en España lo político es o bien teología política o bien administración. En ese ambiente viciado, que tal vez no sea genuinamente hispano sino más bien signo de nuestra época, apenas queda oxígeno para que respire una vida ciudadana digna del nombre. La «Segunda Transición» en la que andamos metidos tiene mucho de las dos cosas.
Administración. En España a la reproducción ampliada de la desigualdad se unen el mafioseo y la incompetencia intelectual. En esas circunstancias los emergentes tribunos de la plebe, que están mejor formados entre otras razones porque para mantener su estatus necesitan compensar la falta de capital económico con capital cultural, caen en la tentación de calcar el discurso tecnócrata de sus rivales. La propugnada «salida social» a la crisis pierde socialismo en su contenido al mismo tiempo que, en su defensa retórica, gana peso el hecho de que esté «diseñada por los mejores». La táctica condiciona el análisis. La técnica mina la democracia. Ganar importa más que vencer. La urgencia del calendario electoral eclipsa la importancia de tomar el control sobre los tiempos sociales.
Teología política. Una consecuencia negativa, ¿una más?, del uso retórico del término «casta» es que éste perdió todo contenido sociológico para convertirse en un dardo moral. Su eficacia es tan implacable que, aunque necesitábamos por encima de todo franqueza, y la guía ética de la integridad, terminamos fundiendo ambas en un anhelo insostenible de santidad.
El caso del expresidente uruguayo Pepe Mújica proporciona un excelente ejemplo. Mújica nos agrada, creo, porque no ha temido reconocer que su margen de maniobra ha sido muy estrecho, es decir, nos agrada por su franqueza. El problema es que en la era del cinismo se desdibuja la línea que distingue la franqueza del descaro, y por eso el segundo atributo que nos seduce de Mújica es su pulsión de integridad. Pulsión, digo, porque en el mundo en que vivimos la integridad plena es una quimera y no un pleonasmo. Quien se considera plenamente íntegro está siendo presa de un delirio. Y hoy en día ese delirio ha adquirido la entidad de un fantasma colectivo, en gran medida inconsciente: la franqueza, transmutada en integridad frente al descaro, se ha terminado convirtiendo en santidad.
España anhela santos, con todos sus (d)efectos. Todos: desde el fervor religioso hasta la creencia en los milagros. Al contrario de lo que suele pensarse, la religión es el opio del pueblo principalmente porque calma el dolor y sólo accesoriamente porque desmoviliza. La potencia de la fe es extraordinaria. En ese sentido, a quienes han encontrado en Juego de tronos un manual de ciencia política les sugiero Dune, de Frank Herbert, como otra fuente inagotable de lecciones. No sé si también como regalo para el monarca. Una de esas lecciones, por eso menciono la serie de novelas, es que apoyarse en la fe entraña costes y riesgos. Juan Carlos Monedero algo debía olerse, «no hay garantías de que no nos corrompamos «, y eso no evitó que fuera el primero en caer. Si la política es un pacto con el diablo, la historia de quien para colmo le pide a Belcebú un aura de santidad difícilmente será escrita bajo otro signo que el de la tragedia. Cabe dudar en ese caso, además, si el Fausto de turno ha comprendido realmente en qué consiste la mancha que deja la política.
Aventuro que esa lección ya la conocen, o al menos la intuyen, quienes temen perder el control de las instituciones. Por eso no debemos creer que los tweets de Guillermo Zapata o la imputación de Rita Maestre han sido descubiertos ahora casualmente. Se ha tomado la decisión deliberada de reservar determinada munición hasta después de las elecciones, simplemente con el fin de maximizar el daño. Ahora los santos del credo del cambio descubren que jamás quisieron ser tanto. Redibujan los límites que distinguen santidad, integridad y franqueza a costa de borrar el historial de sus perfiles en redes sociales. Espero que estos santos no sean inocentes: en el siglo XXI es imposible inventar hagiografías si no se cuenta, como poco, con tanto poder como el Banco Santander. Estando en su posición es necesario partir del hecho de que todo lo que en algún momento se ha dicho o hecho en Internet ya ha sido almacenado y está siendo revisado y clasificado. Y prepararse para la guerra sucia: menos blitz y más batalla profunda.
Blog del autor: https://fairandfoul.wordpress.com/2015/06/16/ni-santos-ni-inocentes/
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