Recientemente, ha surgido entre gentes cercanas el debate sobre la cuestión del «neoliberalismo». Por nuestra parte, no asumimos dicha categoría, aunque no hacemos mayor problema de ello en el terreno de la confluencia práctica con compañeros que suelen emplearla. No es un debate terminológico lo que nos interesa: si afrontamos esta cuestión es porque detrás […]
Recientemente, ha surgido entre gentes cercanas el debate sobre la cuestión del «neoliberalismo». Por nuestra parte, no asumimos dicha categoría, aunque no hacemos mayor problema de ello en el terreno de la confluencia práctica con compañeros que suelen emplearla. No es un debate terminológico lo que nos interesa: si afrontamos esta cuestión es porque detrás de las palabras se esconden conceptos y, a partir de ellos, se derivan tácticas políticas más o menos acertadas.
Tras la caída del Muro, la izquierda (incluso marxista) parece haber entrado en una deriva en la que se avergüenza de su caudal teórico y lo sustituye, a la ligera, por la primera ocurrencia de cada nuevo teórico universitario que se pone de moda. Así, en los 90 y desde el año 2000, de la mano de Antonio Negri, Ernesto Laclau, Slavoj Zizek o John Holloway entre otros, entraron en el vocabulario de los movimientos sociales, como entra un elefante en una cacharrería, una serie de categorías eufemísticas y «líquidas» como la mundialización, la globalización, el neoliberalismo, el populismo, el ciudadanismo, la multitud, la subjetividad o la transversalidad.
Es cierto que existen autores marxistas, como David Harvey, que sí han aceptado el término neoliberalismo. Lamentablemente, este célebre estudioso de El Capital ha aceptado también muchas otras cosas con las que, desde luego, nos vemos obligados a marcar serias distancias, como eso tan «afrancesado» que también enfatiza Alberto Garzón de que el marxismo debe subordinarse al «ideal Ilustrado» y a los llamados «derechos humanos». Lo poetizó a la perfección Benedetti: «¿no sería hora /de que iniciáramos /una amplia campaña internacional/ por los izquierdos humanos?».
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En la gran mayoría de los casos, quienes hablan de neoliberalismo lo hacen porque oponen a ese «modelo» otro capitalismo más regulado, como si otra versión más humana y justa del sistema fuera posible. Como si todas sus concesiones en forma de «Estado del bienestar» no se hubieran producido sobre la base de la sobreexplotación de mano de obra barata en esos países de la periferia del sistema que, aun formalmente descolonizados, siguieron bajo la cadena del imperialismo.
En consecuencia de esto último, y desde nuestro innegociable internacionalismo, nuestra primera precisión será para enmendar la imperante versión acerca de cuáles son los dos campos antagónicos: no estamos ante una lucha entre «neoliberalismo» y «socialdemocracia». La alternativa que tenemos delante sigue siendo entre el socialismo y la barbarie capitalista, aun cuando esta última pueda oscilar, en función de las circunstancias históricas (y solo en ciertas zonas del mundo… y a costa de otras), entre enfoques «socialdemócratas» y enfoques «neoliberales».
Por nuestra parte, pensamos que el caudal conceptual descrito anteriormente (y cuya categoría más señera, la que por lo visto ha hecho más suerte, es precisamente la de «neoliberalismo») no aporta nada a lo ya avanzado por el marxismo, sino a lo sumo desorientación. Partiremos para argumentarlo de lo escrito por Vicente Sarasa en El día D y su gerundio (primera parte, pág. 38): «En realidad, no ha aparecido ninguna mundialización que no venga de antes, si por ella entendemos la «mercantilización» – o sea, la invasión del capitalismo- de todos los sectores de la actividad económica y social en todos los países. Esto es una tendencia intrínseca a este modo de producción y comenzó a materializarse a gran escala no hace dos décadas, sino hace más de un siglo y medio. Ni tampoco hay «economía de mercado» donde los capitalistas no persigan el neoliberalismo, entendido este como el afán de destruir todas las trabas a la obtención de la máxima rentabilidad».
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Así pues, ¿qué hay de nuevo en lo que está sucediendo para alguien que conozca el marxismo? Podría considerarse que eso del «neoliberalismo» alude simplemente a una escuela de pensamiento económico, o a una ideología actualmente en auge. ¿Pero por qué debemos emplear para definir esas ideas una categoría creada por los economistas socialdemócratas en su afán por deslindar los campos antagónicos de un modo nada coherente con el único «otro mundo posible» que no es otro que el socialismo? En efecto, Alexander Rüstow lanza el concepto de «neoliberalismo» en un coloquio de economistas celebrado en 1938. Rüstow defendía «otro liberalismo», frente al «laissez faire» que se consideraba fracasado tras el crack del 29. Posteriormente, en los 50, la escuela austriaca de Hayek le da al término un sentido completamente distinto, más parecido al actual. En los 70, este sentido es recuperado, pero ahora a modo de crítica, por una izquierda que protestaba contra las barrabasadas de los Chicago Boys en Chile.
En todo caso, ni siquiera es un concepto afortunado para describir las dinámicas del capitalismo internacional en las últimas décadas. Prosigue Vicente, en el mismo texto citado, del siguiente modo: «No estamos, por tanto, ante nada tan nuevo que implique cambiar hasta el lenguaje porque las «viejas explicaciones» ya no sirvan. Efectivamente, lo que está pasando tiene mucho de rancio: los imperialistas, tras la desaparición del dique que suponía el «otro sistema» y el debilitamiento de la lucha por el socialismo, se lanzaron en tromba para recuperar el «tiempo perdido» (¡y el espacio!) en su designio insaciable por buscar donde sea y como sea esa máxima rentabilidad del capital. Y se lanzaron en tromba también allí donde se creían seguros en la burbuja del «Estado del bienestar». Y es precisamente la mistificación generalizada de estos como «terceras vías» la que ha llevado a muchos a seguir la corriente y a contribuir a mistificar también el lenguaje».
Más allá del carácter confuso de la categoría, que no es la cuestión principal en juego ahora mismo, está como problema mayor el contenido que suele dársele a este concepto desde el activismo «realmente existente». ¿Qué es el neoliberalismo, según esa nueva izquierda surgida tras el movimiento antiglobalización? En pocas palabras, según nos cuentan sus teóricos, en una sociedad neoliberal el Estado no intervendría en la economía. Pues bien, en ese caso, ¿cómo llamar neoliberal a una sociedad como la actual, en la que el Estado interviene constantemente en el ámbito económico, aunque lo haga siempre en defensa de los grandes capitales, como por ejemplo cuando se rescata a una banca en crisis? Ya decía Vicente en «Línea revolucionaria y referente político de masas» (artículo que aparecerá en la segunda parte de El día D y su gerundio) que «una política a favor de los intereses populares no puede hacerse sin la creación de una banca pública como contrapunto de la expropiación de la banca privada que está en el origen inmediato de la crisis y a la que van cientos de miles de millones de «ayuda pública» negando, por cierto, ese discurso antiintervencionista del Estado en la economía con el que nos han estado tanto tiempo machacando».
Recordemos que el Tesoro de EE UU inyectó 365.000 millones de dólares a la banca de su país. Los británicos, por su parte, pusieron 20.000 millones de libras en Lloyds. Holanda, 10.000 millones de euros en ING. En España, el rescate de Bankia y otras entidades quebradas supuso para el Estado 60.000 millones de euros, de los cuales (pese a las repetidas promesas del nuevo aspirante a vicepresidente del BCE, Luis de Guindos) van a perderse al menos 40.000. ¿Qué hay de extraño, entonces, en que la deuda externa de España se haya disparado hasta el 100% del PIB o en que se haya vaciado la hucha de las pensiones?
Además, esto de las intervenciones estatales en favor del capital no es algo nuevo, excepcional ni que se ciña meramente a los últimos años. Para ilustrarlo, recurriremos nuevamente a El día D y su gerundio, que en su página 153 (en un texto de 2005 y, por tanto, previo a la crisis) afirma: «De haber dejado actuar libremente las «leyes puras del mercado», hace tiempo que las deudas norteamericanas habrían alcanzado el límite de lo imposible. (…) A fin de cuentas, Estados Unidos no es tan «neoliberal» como se pretende. Tanto él como los demás países dominantes ponen en práctica políticas fuertemente proteccionistas, mientras que el neoliberalismo es el sistema de recorte de «las políticas gubernamentales o públicas» que se impone a los países «a colonizar» económicamente». (…) Que se haya estado un tanto obnubilado durante ese periodo de relativa estabilidad que ya pertenece al pasado, y que se descubran de pronto crudas realidades sociales «aquí al lado mismo», no da derecho ahora a complicar el discurso político, pretendiendo que estamos ante una situación cualitativamente nueva que exige acuñar nuevos conceptos tales como el de «neoliberalismo». El neoliberalismo, en tanto que «capitalismo sin complejos», es lo que existe desde hace mucho tiempo en la mayor parte de países del Tercer Mundo sometidos a la férula de las relaciones capitalistas».
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Así pues, ¿de qué neoliberalismo estamos hablando, cuál es su novedad y hasta qué punto existe realmente (en la acepción que se le está dando comúnmente)? Si estos compañeros entienden, como se ha venido defendiendo, que bajo el neoliberalismo los capitales están transnacionalizados, que no tienen una residencia concreta, que ya no hay países imperialistas sino que el capital «vuela por el aire», que se ha producido una igualación entre centro y periferia y que el Estado no interviene en la economía, entonces eso del neoliberalismo ni siquiera existe. No hay neoliberalismo en esa acepción, ni lo ha habido nunca, porque el capitalismo no puede vivir sin el Estado. Como explica el profesor Xabier Arrizabalo en Capitalismo y economía mundial (pág. 375), «es el llamativo caso, por ejemplo, de la intervención de catorce bancos y ocho financieras en Chile, entre los años 1982 y 1984. Esta intervención estatal choca frontalmente con el planteamiento liberal, para el que si una empresa no es competitiva, debe quebrar y ya habrá otra que ocupe su lugar. Sin embargo, el régimen en el que se produce la nacionalización de estas veintidós empresas es la dictadura de Pinochet, una de las experiencias históricas más expresamente identificadas con el liberalismo económico. (…) En realidad, nunca los sectores dominantes del capital, que tienen capacidad de imponer su orientación a los gobiernos, aceptarían el corsé de una política económica regida estrictamente por una pauta teórica (que les obligaría a renunciar, por ejemplo en este caso del liberalismo, a la palanca de la intervención estatal, cuando sus intereses así lo aconsejen».
Es pasmoso entonces que haya quien afirme que ahora el Estado «no interviene en la economía» porque es «muy liberal». El «modelo económico» bajo el que vivimos, con los debidos desarrollos teóricos, enriquecido y confirmado por los aprendizajes históricos y por el estudio de los hechos recientes (la crisis, la UE, el euro, la deuda, la guerra en Oriente Próximo), es aún el del imperialismo, el del capitalismo monopolista de Estado, en el cual ningún capital queda ni puede quedar fuera de un Estado concreto. Es un mito hablar de un «capital internacional». Prosigue Vicente en otro artículo también de 2005 e incluido en la primera parte de El día D y su gerundio afirmando que «debemos dejar de lado esa idea, tan extendida, entre los altermundialistas, de que asistimos a una mundialización del capital «postmoderna» desconectada de los Estados. Estos sirven y son necesarios para proteger y facilitar los intereses capitalistas» (pág. 113). De hecho, todo capital está amparado por un Estado, y no puede ir más allá de adonde dicho Estado llega. Un capitalista norteamericano no trasladaría jamás una empresa a un país en el que su Estado no estuviera en condiciones de protegerlo. Recordemos la historia, contada por Marx en El Capital, del Sr. Peel, que trasladó a Australia obreros y maquinaria pero… no las condiciones capitalistas británicas. Con lo cual, al no haberse producido aún la acumulación primitiva y haber tierras sin ocupar en Australia, todos los obreros se esparcieron y vivieron por su cuenta. O, más sencillamente, recordemos al Rey de España (representante del Estado español) mandando callar a Hugo Chávez, porque este último amenazaba con nacionalizar cierta banca «santanderina» presente en Venezuela.
La gran mayoría de las guerras modernas no constituyen en realidad sino un proceso en el cual un Estado abre mercados para sus correspondientes transnacionales. Es absurdo pensar, como piensan los críticos del «neoliberalismo», que «las corporaciones están por encima del Estado». Las corporaciones y el Estado están entrelazados. El propio Manifiesto Comunista de Marx y Engels lo expresa muy claramente: «Hoy, el Poder público viene a ser, pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa». Lenin, en El Estado y la revolución, denunciaba por su parte «la opresión monstruosa de las masas trabajadoras por el Estado, que se va fundiendo cada vez más estrechamente con las asociaciones omnipotentes de los capitalistas«.
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De nuevo debemos preguntarnos: ¿qué hay, entonces, de nuevo en esto del «neoliberalismo» y del «poder de las corporaciones» que justifique tal vuelco en la conceptualización? Desde luego, no son nada nuevo las privatizaciones de servicios públicos como la sanidad, la educación o las pensiones: de hecho, a fin de cuentas solo han sido servicios públicos en una porción del planeta y durante algunas décadas. Durante el resto de la historia del capitalismo, cuando han existido, esos servicios han sido privados. El error fue pensar que el capitalismo se «humanizaría» de manera permanente, máxime sin una URSS para ejercer presión competitiva en el marco de la lucha entre sistemas a nivel internacional (pues fue eso, como factor principal, lo que posibilitó las conquistas logradas por la clase obrera en los países capitalistas occidentales tras la II Guerra Mundial).
En todo caso, una presunta «novedad» que sí se ha desarrollado en las últimas décadas es la aceleración de la financiarización (si bien la concentración bancaria fue un proceso que empezó mucho antes y que el propio Marx describió, vaticinando que se extendería a causa de la propia dinámica interna del sistema). El peso de las finanzas por sobre la industria ha llegado al paroxismo en los últimos años. Algunos economistas marxistas, como el griego Costas Lavapitsas, hablan de capitalismo financiarizado. Por nuestra parte, hablaremos, sin tanta novedad, de capitalismo monopolista en su estadio imperialista y, dentro de este y en coherencia con su propia definición de partida, subrayaremos cómo las finanzas han seguido creciendo y parasitándolo todo con dramáticas consecuencias en forma de crisis.
Nuestra conclusión es, por tanto, que no necesitamos ninguna «revolución del lenguaje» para analizar la realidad y que más nos valdría centrar los esfuerzos en entender correctamente el mundo que se desarrolla ante nuestros ojos y que tiene poco que ver con las fantasías «alter-mundialistas» que soñaron algunos. Porque dicha «renovación léxica», muy al contrario, está por la vía de los hechos yendo de la mano de pasos atrás en la comprensión de las actuales dinámicas económicas. Y porque, además, es con demasiada frecuencia la antesala de determinadas renuncias, comenzando por la de considerar que el «otro mundo posible» no es el socialismo sino ese selectivo «bienestar» del imperialismo noreuropeo.
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