Al escritor y filósofo de hondura, capaz de penetrar en la entraña de la existencia humana, le bastan unos pocos ingredientes para componer una obra elevada. Un ejemplo es Dostoievski y su novela «El idiota». Los ingredientes serían, a juicio de Javier Llop, autor de «La decisión de Ippolit. Ensayo sobre El idiota de F. […]
Al escritor y filósofo de hondura, capaz de penetrar en la entraña de la existencia humana, le bastan unos pocos ingredientes para componer una obra elevada. Un ejemplo es Dostoievski y su novela «El idiota». Los ingredientes serían, a juicio de Javier Llop, autor de «La decisión de Ippolit. Ensayo sobre El idiota de F. Dostoievski» (Ed. Rasmia), «un joven tísico a quien quedan pocos días de vida, una camelia deseada y despreciada por su círculo social; un hombre bueno, enfermo, «idiota», que se encuentra en el centro de múltiples tensiones…». Con estos materiales, el novelista ruso pinta un fresco genial sobre la muerte, la bondad, la desesperación, el deseo, la fe y el nihilismo, un fresco que no pasa de época.
Según Javier Llop, catedrático de Filosofía y autor en 2010 del ensayo «Rilke y la muerte», Dostoievski es «un psicólogo finísimo de cuerpos y de almas, autor de personajes extremos y tensionados por el sufrimiento». Además, «un sismógrafo que supo advertir lo que ocurría en la Europa que le tocó vivir, a finales del siglo XIX». El libro es un conjunto de reflexiones que le surgen al autor a propósito de «El idiota».
«El idiota» fue la obra preferida de Dostoievski. En un extremo situó a un personaje que actuaba siempre como un hombre bueno (de ahí su «idiocia»), el príncipe Mishkin. Por otro lado Ippolit, un joven nihilista a quien le restan unos pocos días de vida, y que se enfrenta a los grandes principios que rigen la existencia humana: la vida, la muerte, Dios, los otros…
Uno de los motores de la novela es el Cristo de Holbein, cuadro de 1521 que Dostoievski vio en Basilea y le produjo tal impacto que quedó absorto varias horas frente a él. El Cristo de Holbein rompía con las representaciones ideales, con el canon de cristo yacente, pues aparecía tumefacto, martirizado y sin ningún halo de santidad. Un cristo muerto, sin apelación posible a la resurrección ni a la trascendencia. Javier Llop enlaza esta imagen con una de las grandes obras de Nietzsche, «Así habló Zaratustra», donde el protagonista se encuentra (en el prólogo) con un saltimbanqui que se ha pasado la existencia en un cable tensionado. Viene a decirle Zaratustra que no se avergüence, pues ha llevado una vida peligrosa. Merece, por tanto, que Zaratustra le entierre con sus manos.
El significado profundo de este encuentro, de ahí su relación con el Cristo de Holbein, es el valor que implica el ascetismo, el sacrificio, la entrega para ascender hasta lo más alto, una épica que de hecho se perdió con la modernidad. «El hombre moderno se preguntaría: ¿Para qué sirve el cable, realizar el ejercicio y practicar el ascetismo», apunta el autor de «La decisión de Ippolit». Recuerda Javier Llop cómo Kafka, en uno de sus escritos póstumos, dice que el camino verdadero de la existencia es «el cable a un palmo del suelo». Se trata, más que de recorrer el camino, de afrontar los obstáculos que se plantean. De hecho, sólo buscar el camino verdadero ya implica una dificultad enorme. Lo realmente decisivo es que todavía haya «cable» o «camino». Cuando en el poema «Torso de Apolo arcaico» Rilke remata «Debes cambiar tu vida», apela a esa misma tensión existencial, que según el catedrático de Filosofía «es lo que estos autores tratan de salvar, por necesaria y porque nos hace humanos».
Mediante el raciocinio, la aproximación científica o el pensamiento analítico, ¿puede explicarse al ser humano, su esencia y comportamiento? Javier Llop considera que hay siempre «un fondo enigmático que se nos escapa, inefable… Y de ahí debería partir -siempre que el sujeto no la apague- la tensión existencial». Hay además momentos singulares que, a modo de «fogonazos», trastocan el ángulo de observación a partir del cual el sujeto observa la vida; la «chispa» puede desatarla un ataque epiléptico (en los personajes de Dostoievski), la agonía previa a la muerte, pero también un cuadro o una conversación. Momentos de iluminación que desbordan las fronteras de la vida cotidiana.
La tensión extrema, el desgarramiento vital y las acciones compulsivas, «irracionales», están presentes en los personajes de Dostoievski. Tal vez por ello no se dejen atrapar por categorías rígidas. Javier Llop pone el ejemplo del príncipe de Mishkin, en «El idiota». «Es muy ingenuo, pero también un personaje muy complejo». «Los personajes de Dostoievski tienen muchas caras, de manera que son muy difíciles de aprehender». «Por eso el escritor ruso es genial». Mishkin es una persona «buena», «idiota», «sin mundología» y exento de malicia, que no sabe manejarse por la vida real (también con sus demonios internos). Y así deambula por la Rusia de su época, plena de arribistas, usureros y canallas.
La contrafigura del príncipe de Mishkin es Ippolit, un joven que no entiende por qué razón va a morir. En Ippolit se advierte un predominio «brutal» de la inteligencia, sin espacio para la sensibilidad ni los sentimientos. Se trata, según Javier Llop, de «otro gran acierto de Dostoievski, que pinta un personaje de un racionalismo terrible». Llop había estudiado la muerte en Rilke, aunque también ha centrado sus reflexiones en Platón, Descartes, Thomas Mann, Lacan y Gadamer; «pero el mundo ruso es absolutamente diferente», acota. Para escribir «La decisión de Ippolit», «tiré del hilo -me interesaba mucho- de este joven que de una manera tan directa se enfrentaba a la muerte; esa desesperación tiene poco que ver con la muerte en Rilke, un autor que siempre celebraba la vida».
¿Tienen actualidad estas reflexiones? «A los alumnos de Psicología les decía que leyeran a Dostoievski, que si se cansaban lo dejaran, y que después volvieran», revela Javier Llop. «Es un escritor de gran profundidad», pondera, «un hueso muy duro, de enorme potencia y vigencia total; un pozo que nunca se acaba en un mundo como el de hoy, donde todo se administra como papilla»; «a los alumnos les decía que para aprender Psicología había que leer a Cervantes, a Shakespeare, a Dostoievski y a Homero; los manuales de Psicología no sirven para nada».
El profesor de Filosofía, Jesús Fernández, ha destacado en la presentación del libro en la Universitat de València que el príncipe Mishkin es un Don Quijote, pero no cómico, sino trágico. Es «bueno» hasta la ingenuidad más bendita, hasta el punto que perdona afrentas y burlas; no desconoce el mal que tiene alrededor, pero intenta dejarlo de lado; es, por tanto, un perfecto «idiota», que viene a demostrar que es posible la bondad. Cuando Ippolit, enfermo de tisis, contempla el Cristo de Holbein, encuentra otro sentido a la existencia. Ése cristo muerto sólo puede llevarle a perder la fe. Y llega aún más lejos a partir de la observación del cuadro: la bondad es imposible, porque la muerte está ahí presente, en ese cristo. «El hombre que aspire a ser bueno no encontrará la bondad y desesperará, a menos que aspire a ser idiota», interpreta Jesús Fernández a la luz del personaje. Según el docente, la bondad es el primero de los ejes que vertebran «La decisión de Ippolit».
El segundo es la justicia. Porque Ippolit se mira en Mishkin y trata de buscarle un sentido a su muerte. Se plantea que la vida no es buena, pero tal vez pudiera ser justa, a través de la justicia que quizá nos ofrezcan las instituciones de la vida social. ¿Pero hay alguien realmente justo? Tampoco en este punto Ippolit encuentra salida a su laberinto existencial. Además, si fueran posibles la verdad y la justicia, ¿cómo podrían convivir con el dolor, el sufrimiento y la muerte?
Quizá el párrafo con el que Javier Llop empieza el libro revele un apunte de esperanza. Recoge las palabras con que D.H. Lawrence comenzaba, hace un siglo, «El amante de Lady Chaterley»: «Nuestra época es esencialmente trágica, y precisamente por eso nos negamos a tomarla trágicamente. El cataclismo ya ha ocurrido, nos encontramos entre ruinas, empezamos a construir nuevos y pequeños lugares en los que vivir, comenzamos a tener nuevas y pequeñas esperanzas. No es un trabajo fácil. No tenemos ante nosotros un camino llano que nos conduzca al futuro. Pero rodeamos o superamos obstáculos. Tenemos que vivir, por muchos que sean los cielos que hayan caído sobre nosotros».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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