Tengo ante mis ojos dos volúmenes de fotografías. Trato de fijar la atención en cada una de las instantáneas, mas no puedo hacerlo en la medida que deseo. ¿Estaré aprensivo, o será que la ira y la repulsión me juegan una mala pasada, y pugnan por estallar? No son gráficas de las que se despliegan […]
Tengo ante mis ojos dos volúmenes de fotografías. Trato de fijar la atención en cada una de las instantáneas, mas no puedo hacerlo en la medida que deseo. ¿Estaré aprensivo, o será que la ira y la repulsión me juegan una mala pasada, y pugnan por estallar?
No son gráficas de las que se despliegan en subidos tonos y nos traen las últimas impresiones de Hollywood, o las hazañas de inclaudicables paparazzi. Confieso que bien poco me importan los raptos amorosos de las princesas, los triunfos estudiantiles de los herederos, o la pasión que despierta una plebeya en cierto cortesano.
Las fotos a que me refiero constituyen la faz sombría de una realidad que algunos pintan color de rosa. Un pie, cercenado, yace en el pasto, verde e inocente telón de fondo. Por doquier, restos pútridos de gente que nos figuramos bailando, gesticulando, feliz o cejijunta, amándose: viviendo. Un niño nos obliga a hurtar la vista. La sensibilidad nos sustrae de su pequeña cara incompleta; del pedazo que la metralla borro de su rostro…
Son testimonios de una matanza ejecutada con saña eficiente. Saña anglosajona, europea, aliada. Son retazos de Yugoslavia. Y, por favor, que no me acusen de desactualizado por el grito contra una guerra que fue, que «ya pasó». Yugoslavia es hoy Afganistán, Iraq, regiones extensas del África irredenta, negra. Yugoslavia es el planeta.
Puede que estos volúmenes hagan daño. Me pregunto si no crearán un cisma en la capacidad de reflejar cabalmente -una especie de rompimiento esquizoide entre mundo exterior y mundo interior-, porque, según juran algunos, lo que vemos simplemente no es. Las desgarradoras imágenes no pueden erigirse en testigos silentes de una de las más flagrantes violaciones de la legalidad en los últimos tiempos, pues no «hubo violación».
Es decir, con la profusa utilización de sus armas de nueva generación, la OTAN no transgredió ninguna legislación humana o divina, ningún principio básico de la convivencia. Al menos esa fue, en su momento, la conclusión tácita de la fiscal jefa del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia. No se procesó a la Alianza Atlántica, como reclamó Belgrado; no procedía, en el impertérrito criterio de Carla del Ponte. Como no procede hoy juzgar a quienes diseminaron sobre Faluya la estela infernal de fósforo blanco, de napalm.
Enseguida, el entonces Secretario General, George Robertson, se frotó las manos. Carraspeó frente al espejo. Ensayó su mejor voz, y exclamó de corrido: «La OTAN actuó de acuerdo con la ley internacional en Kosovo.»
Sí que quiero recordar, quizás como catarsis, para limpiarme la culpa de haber sido feliz con una miríada de pequeñas, domésticas cosas mientras los niños yugoslavos morían, como ahora mueren los iraquíes. Y me resisto a dudar de la capacidad de rememorar, cuando tantos y tantos se muestran dubitativos. Claro que es real ese recuerdo de un tren de pasajeros partido por un cohete tan inteligente como una supercomputadora de la NASA. A esta «apenas» se le desintegra uno que otro aparato espacial; entre aquellos -los misiles del Pentágono and Cía-, «unos pocos» trastabillan, se confunden y van a parar a hospitales, puentes, plantas de sustancias químicas, vías férreas, canales de televisión, embajadas de «países amigos»… y últimamente hasta a concurridas bodas al más puro estilo centroasiático, musulmán.
«La decisión del Tribunal Internacional ayuda a asegurar que la atención mundial se centre exactamente donde debe: en llevar a los criminales de guerra auténticos a la justicia de La Haya», sentenció Robertson, para hacerme evocar a una psiquiatra amiga, la primera persona en explicarme, hace unos cuantos años, eso que en psicología llaman proyectar. En otras palabras: el ladrón cree que todos roban.
En un orbe alucinante y alucinado, los líderes del infatigable Washington y algún que otro adlátere insisten en extraditar a diestra y siniestra presuntos criminales de lesa humanidad, siempre que no se trate de los que están bajo su tibio cobijo (Posada Carriles es la prueba por antonomasia). El terrorismo es un fantasma ambulante en los cuatro puntos cardinales, y tras él marchan legiones de cazadores. Cazadores especializados, además, en atisbar la paja en el ojo del vecino cuando la vista propia padece la nube de una gigantesca viga.
La OTAN, Occidente por los derechos humanos, caramba, me susurro en tanto me cercioro de que no estoy paranoico. Los volúmenes que hojeo se erigen en testimonio inigualable, la mejor higiene mental, el mejor recordatorio.
Cierro los libros y me dispongo a escribir, aunque al principio casi no atino, pues mi mente intenta desesperadamente reconstruir el rostro perdido de un niño. Un niño de Kosovo. O de Afganistán. ¿De Iraq? Da igual. El rostro de un niño.