La Bestia va y viene por la historia. Una vez tras otra. Llega, desbarata las naciones con sus garras, desgarra a los hombres —ángeles fallidos— con sus dientes, eclipsa de pánico los sueños de paz y futuro, y ahoga en sangre las esperanzas de los pueblos, llenando los corazones de luto y amargura.
Yo no estaba cuando entonces; aún no había nacido. Cuentan quienes lo vivieron que jamás hubo tiempos tan oscuros: los relojes se atascaban en horas eternas; las calles eran canales de muerte; cualquier muro, un paredón de fusilamiento; no hubo dios en las iglesias, ni libertad sin cadenas o un secreto pensamiento que fuera luz en aquella tiniebla, so pena de muerte. Permanentemente aullaban las sirenas, en los campos sembraban cadáveres y el terror se escondía tras cada esquina, anidaba al amparo de cada sombra y calaba con su pecina todas las almas.
Muchos no reconocieron a la Bestia cuando llegó al reino. Vino ungida de cosméticas, ensalzada por los medios y vitoreada por sus devotos. Escondía su horridez en un verbo exuberante y florido, y su contrahechura en la seducción de una geometría perversa que prometía falaces placeres indescriptibles; pero quien quiso ver, pudo hacerlo: concurrían en abundancia los acentos de muerte en su semántica y su timbre renunciaba a cualquier significado de la vida.
Mientras sus prosélitos la glorificaban, los prudentes callaron por prudencia; por tibieza lo hicieron los tibios y los cobardes por cobardía. Nadie dijo nada; nadie se la opuso. Una bravía ola de silencio sobrecogió todas las almas, cuando la bestia escarbó el suelo y apuntó a los tendidos con sus astas.
La Bestia se sintió cómoda entre el regocijo de sus siervos y las reverencias de pánico de quienes la temían, hincó sus pezuñas en el fango de la patria y, empuñando como un arma la mentira, disparó a quemarropa su loa de odio y resentimiento, proclamando mil edictos raciales al tiempo que señalaba a las víctimas que habían de ser sacrificadas en la misa negra de la maldad, para honor del siniestro dios del abismo al que servía.
Entonces fue cuando comenzaron a ser asesinados los inocentes. Los de allá lejos y los de acá cerca conocieron el verdadero rostro de la Bestia. La muerte se extendió como una gélida sombra siniestra por las naciones, las ciudades y los campos, y los hombres supieron que conocía todos los nombres y los apellidos, los credos, los sueños, las esperanzas…
Apartó primero a sus adversarios y los encerró en calabozos; luego, a quienes no mostraban ser sus adeptos los llevó a campos; y más tarde pareció amenazar a todos. Ningún lugar se hizo tan peligroso como la cercanía: no tenía amigos, ni aliados, ni compañeros; a nadie amaba o mostraba lealtad sino a sí misma, que era decir a la muerte. La Bestia solo conoce su imagen, y redujo a escombros la justicia.
En la patria del hombre se estableció el infierno, y recias columnas de humo negro se elevaron desde los crematorios, sosteniendo el cielo tenebroso bajo el que se amparaban por igual la Bestia, sus devotos, los prudentes, los tibios y los cobardes, todos unidos en el aquelarre animal de continuar latiendo, aun sin más propósito que el sufrimiento.
Un día los soportes que sostenían ese tétrico cielo se quebraron abatidos por la luz de algunos justos que llegaron desde allá lejos, se desplomó su infierno sobre los cimientos y huyó la Bestia. Entre el cisco de las ruinas se pudo ver, entonces, a las víctimas: decenas, centenas, millares, millones de cadáveres, todos con las miradas vacías y con las manos trenzadas aún aferradas a sus fes, a sus sueños, a sus esperanzas, a sus hijos o a sus muñecos… Inocentes de todas las edades como los culpables que habían sobrevivido amparándose en sus crímenes, su prudencia, su tibieza o su cobardía.
Todos ellos espumaron por los ojos lágrimas vivas, invocando unos la obediencia debida y los otros la prudencia políticamente conveniente, la necesaria tibieza de los equidistantes o la comprensible cobardía de los cobardes. Huyendo de sí mismos, sus llantos exigían los latidos que negaron a los inocentes y la misericordia que se ahorraron de entregar a los que clamaron por ella.
Entonces aún no había sido alumbrado; pero, cuando tuve conocimiento de lo sucedido, sentí vergüenza de mi especie y maldije a los criminales por sus crímenes, a los prudentes por su prudencia, a los tibios por su tibieza y a los cobardes por su cobardía. Eran los cuatro ángeles negros travestidos que retenían a la humanidad contra las cuerdas del pánico y la injusticia, y me conjuré a combatirlos.
Ahora, la Bestia está de regreso. Setenta y siete años —¡qué osadía tan divina!— ha tardado en eclipsar la luz de aquellos que la expulsaron de su infierno, y regresa con ellos, ahora como sus devotos hijos de su tiniebla, y los mismos verbos bañados en pomposa semántica que enmascara el horror venidero a sangre fría.
No había nacido cuando entonces, y nada pude hacer por aquellas criaturas; pero ahora vivo y palpito, y sí que puedo hacerlo, siquiera sea no permaneciendo en el bando de los criminales, los prudentes, los tibios o los cobardes.
No guardarán ahora mis labios silencio.
No será ahora indiferente mi corazón a los inocentes.
Ni mis manos permanecerán ahora inanes ante los crímenes.
El objetivo del mal no es el daño de los otros: es el mal en sí mismo. No sabe ser o hacer otra cosa. Lo mismo le da si son enemigos, indiferentes o amigos: sus sufrimientos le regocijan lo mismo. A todos sacrifica porque su placer es el sacrificio.
La Bestia se siente cómoda entre el regocijo de sus siervos y las reverencias de pánico de quienes la temen, ha hincado sus pezuñas en el fango de la patria de Occidente y, empuñando como un arma la mentira, dispara a quemarropa su mensaje de odio y resentimiento a través de todos los medios, proclamando mil edictos raciales al tiempo que señala con sus garras a las víctimas que han de ser sacrificadas en la misa negra de su perversidad para honor del siniestro dios del abismo al que sirve.
La Bestia dice «Rusia es culpable, los rusos deben ser castigados», y sus devotos corean «Amén, así sea», y en procesión se dirigen a Kiev para sellar el pacto con el ósculo negro al sacerdote de la Bestia que está cantando misereres en la misa negra ucraniana. Los devotos pugnan entre sí por agradar a la Bestia, y dicen los criminales «Matemos a todos los rusos», y los prudentes «prohibamos la existencia de todos los rusos de todos los tiempos», y los tibios «es justo que les robemos lo que es suyo» y los cobardes «¡Crucificadlos!, ¡crucificadlos!, ¡crucificadlos!»
Por encima de leyes y convenios nacionales e internacionales se ha robado cuanto era ruso, así en lo público como en lo privado, se han infiltrado tropas occidentales con uniformes ajenos para multiplicar el incendio de la guerra que provocaron y cada día desde Washington y Bruselas se arroja más gasolina la hoguera de las matanzas. La Bestia quiere más muerte, la Bestia quiere más guerra, más inocentes sacrificados, más cadáveres de todas las edades aferrados a sus fes, a sus credos, a sus sueños, a sus esperanzas, a sus hijos, a sus muñecos…
Ha sustituido la Estrella de David de entonces en las mangas por la cruz rusa en las víctimas que hoy anhela; pero tal vez ahora quiera más. Ha tardado setenta y siete años en volver del Hades y eclipsar la luz de los justos, y vuelve con sed de sangre y ansias de ruina, no de unos pocos, sino tal vez de casi todos los mortales para ofrecerlos en holocausto nuclear en el coliseo, incluidos sus siervos criminales, los prudentes, los tibios y los cobardes.
Los rusos son los judíos del nuevo holocausto.
La historia se repite, ahora con otro pueblo.
Todo lo demás es solo una excusa para la sangre, la muerte y el miedo. Y ahora que vivo y que conozco nadie volverá a hacerlo, al menos en mi nombre.
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