El capitalismo ha entrado en una fase de descomposición que le hace imposible, si quiere mantener la tasa de ganancia, garantizar la reproducción de la vida en condiciones dignas. El modo de producción capitalista sólo puede mantenerse a costa de la explotación de las personas y de la naturaleza. La economía se financiariza y uberiza, […]
El capitalismo ha entrado en una fase de descomposición que le hace imposible, si quiere mantener la tasa de ganancia, garantizar la reproducción de la vida en condiciones dignas.
El modo de producción capitalista sólo puede mantenerse a costa de la explotación de las personas y de la naturaleza. La economía se financiariza y uberiza, explotando a un cada vez mayor porcentaje de la población mundial, al mismo tiempo que la minería y el agronegocio van destruyendo nuestras montañas, lagos y bosques, fundamentales para regular el clima y proveer alimentos y agua.
Al mismo tiempo, y como bien señalaba Gramsci, es en los momentos de crisis como este, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, donde surgen los monstruos. La trumpización de la política es ya una realidad.
Es por todo lo anterior que, en Brasil, y tras la aplicación de un golpe parlamentario contra Dilma y el lawfare contra Lula, ha surgido un monstruo como Bolsonaro, que avanza a paso firme en la destrucción social y ambiental del país más grande, geográfica y económicamente, de América Latina.
Los incendios que surcan la Amazonía, pulmón del planeta, son la cristalización del nuevo tiempo que nos toca vivir. Son más que un síntoma, son la metástasis de este mundo de monstruos regido por el modo de producción capitalista.
En primer lugar, no podemos obviar que Bolsonaro llegó al gobierno apoyado por la coalición BBB (Biblia, Bala, Buey), la unión de sectores evangélicos, milicias paramilitares y agronegocio. Y a ellos se debe y para ellos está modificando las leyes. En el caso del agronegocio, le recompensó entregándoles el control sobre Agricultura, Medio Ambiente y Pueblo Indígenas.
El resultado: alrededor de 75.000 incendios en la Amazonía en los menos de 250 días que Bolsonaro lleva en el gobierno, la mayoría de ellos provocados con el objetivo de deforestar bosque amazónico y expandir el territorio del agronegocio, incendios que ya han afectado más de 3.000 km2 de superficie.
El desastre ambiental es ya un hecho en un Amazonas que con su sola existencia impide la desertificación de toda su cuenca, conformada por 8 países: Brasil, Bolivia, Perú, Colombia, Ecuador, Venezuela y Surinam. Un Amazonas que produce un 20% del oxígeno que respira el planeta, y captura asimismo otro 20% de CO₂, que es emitido a la atmósfera en la medida en que los árboles se van quemando, aumentando el calentamiento global.
Pero antes de la destrucción ambiental, y en menos de 9 meses de gobierno, Bolsonaro ya ha consumado una destrucción social en Brasil. La ofensiva contra los derechos sociales no tiene precedente. Desde la defensa de la dictadura militar o la tortura, a la legalización de facto de la posesión de armas, la flexibilización laboral, el recorte a las pensiones o la privatización de la educación universitaria.
En cualquier caso, que las ramas no nos impidan ver el bosque (si es que no se quema antes).
El debate en torno a la quema de la Amazonía está cargado de hipocresía. Desde quienes nunca denunciaron el encarcelamiento de Lula (germen de la tragedia social y ambiental que vive Brasil hoy), hasta veganos que critican a quienes consumen carne, pero no denuncian la explotación laboral de la clase trabajadora, especialmente quienes en el campo producen los vegetales que consumimos en las ciudades. Por no hablar, en un plano más estructural, de la hipocresía de los países del Norte que quieren convertir a los países del Sur en sus guardabosques. Un Norte que pudo crecer y hacer sus revoluciones industriales y tecnológicas a costa de la explotación de los pueblos y recursos naturales del Sur.
El debate sobre el modelo de desarrollo es uno de los grandes pendientes que tenemos como humanidad. El equilibrio entre el derecho al desarrollo, a sacar a cientos de millones de personas de la pobreza, y los derechos de la Madre Tierra, es un debate todavía no resuelto.
Pero es un debate en el que las responsabilidades deben ser compartidas, pero diferenciadas entre Norte y Sur. El 10% más rico de la población genera el 50% de las emisiones de CO₂, mientras que el 50% más pobre de la población mundial genera tan sólo el 10% de las emisiones. Está claro quienes son los responsables del problema y quienes deben ser los primeros en buscar soluciones.
Mientras tanto, algunas certezas sí tenemos. La solución no pasa por ningún tipo de capitalismo verde, ni mucho menos por soluciones individuales que satisfagan nuestras conciencias, pero no generen cambios estructurales. Las soluciones deben ser colectivas, y pasan por replantear el modelo de desarrollo y modo de producción capitalista, para preocuparnos por la supervivencia de la Madre Tierra, entendida esta como la unión entre la humanidad y la naturaleza con la que compartimos el planeta.
Tenía razón Fredric Jameson cuando decía que es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo. Esa es la gran victoria cultural de un sistema que parece adentrarse en una obsolescencia no programada. Aunque es probable al paso que vamos que antes se consuma el planeta, y con él la humanidad entera.
Pero mientras haya un resquicio de esperanza para la acción, no nos confundamos, no es el fuego, es el capitalismo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.