Cuando se ocupó en 2008 o 2009, no puedo precisarlo, el edificio emblemático del Banco Español de Crédito en la plaza de Catalunya de Barcelona (España), una enorme pancarta colgó durante días en aquel edificio tradicional de la gran burguesía financiera española, a punto de reconvertirse ahora en una megatienda de […]
Cuando se ocupó en 2008 o 2009, no puedo precisarlo, el edificio emblemático del Banco Español de Crédito en la plaza de Catalunya de Barcelona (España), una enorme pancarta colgó durante días en aquel edificio tradicional de la gran burguesía financiera española, a punto de reconvertirse ahora en una megatienda de Apple para abonar ad nauseam el despilfarro y el consumismo tecnológicos.
«No és la crisi, és el capitalisme», rezaba la pancarta. ¿Exageraron aquellos jóvenes ocupas de izquierda? ¿Se les fue la olla por su izquierdismo genético o memético?
Alejandro Nadal, este economista imprescindible como pocos, en un reciente artículo [1], nos da algunas pistas para intentar disolver tal duda si la hubiera:
¿Cuándo fue la última vez que una economía capitalista -la que fuera, no hay limitaciones temporales ni geográficas- se mantuvo en expansión y en armonía social? ¿Por qué en el imaginario social sigue perdurando la creencia, con algunas grietas eso sí, de que en una época perdida que habría que recuperar con urgencia, como el paraíso de Milton, el capitalismo, el capitalismo realmente existente del que nos habla Elmar Altvater [2], pudo hacer entrega de buenos resultados, por demediado que sea nuestro uso del término «bueno»?
Nadal señala que la historia documentada del capitalismo revela «un proceso de continua expansión y eso ha sido interpretado como señal de éxito». Pero en esa historia hay «una nutrida sucesión de episodios de contracción y descalabro». Es, apunta con razón, como «si la crisis incesante fuera el estado natural», lo que va de suyo, del capitalismo.
La lista crítica es densa. En ella, sostiene AN, se entrelazan la especulación, la caída en la demanda agregada, la sobreproducción y las expectativas (irracional y puerilmente) optimistas de los inversionistas «una y otra vez desmentidas por el mercado». Además, los límites a la acumulación de capital, es historia relativamente reciente, «condujeron a confrontaciones inter-imperialistas y a políticas de colonización que buscaban superar esas limitaciones». La secuela de desempleo y empobrecimiento, destrucción y guerras, señala AN, ha dejado «cicatrices sombrías». Genocidios no excluidos.
Haciendo abstracción de las crisis de siglos anteriores -la South Sea Company inglesa (1720), la depresión post-napoleónica, la crisis de 1837 en Estados Unidos, la de 1847, las de 1857 y 1873-96, la ‘Larga Depresión’-, AN se centra en el siglo XX. El panorama abruma, la desolación de toda quimera está a la orden del día: en 1907 «explota una feroz crisis en Nueva York que amenaza todo el sistema bancario y desemboca en la creación de la Reserva Federal». En 1920-21 se presenta una crisis deflacionaria que precedió a la Gran Depresión. Después de la Segunda Guerra, señala Nadal, viene la llamada «época dorada» de expansión capitalista: la fase, 1947-1970, apenas un cuarto de siglo, «estuvo sostenida por circunstancias excepcionales e insostenibles: la demanda de la reconstrucción post bellum y del consumo postergado desde la crisis de 1929».
Además, habría que añadir, las guerras coloniales, la guerra fría y el dominio político-energético del Próximo Oriente, por no hablar de los golpes criminales en América Latina y en otros países del mundo, contribuyeron lo suyo. La política del poder despótico siempre ha sido economía concentrada. Lo dijo Lenin, el revolucionario que no sabía demasiado. Sea uno o no leninista, aquí acertó. De pleno.
A fines de los sesenta, prosigue el gran economista mexicano amigo de Sin Permiso, «comienza el agotamiento de oportunidades rentables para la inversión». En 1973, finaliza la época de «crecimiento de los salarios y arranca la crisis de estancamiento con inflación, misma que desemboca en el alza brutal de las tasas de interés y desencadena la crisis de los años 80 a escala mundial». En América Latina se acostumbra a hablar de «la década perdida» pero se olvida, nos recuerda AN, que «en los países centrales la crisis se había gestado precisamente en la «era dorada». La crisis de los 80 le pega a todo el mundo».
El listado de crisis tiene, pues, nuevas y destacadas entradas: a finales de los 70 estalla la crisis de las cajas de ahorro y crédito en Estados Unidos. Durante los 90, la economía usamericana «experimenta un episodio de bonanza artificial y hasta las finanzas públicas alcanzan a tener un superávit». Pero mientras en EEUU se gesta una de las últimas burbujas previas a la Gran Burbuja, la de las empresas de ‘alta tecnología’, «en el resto del mundo se presenta una nutrida serie de crisis: México, Tailandia y el sudeste asiático, Rusia, Turquía, Brasil».
No hay pausa para respirar, señala AN, el capitalismo vive a través de mutaciones patógenas continuas. Como si fuera un cáncer social, esa es su esencia, su «estado natural». La metáfora médica sigue siendo útil: «como si se tratara de un enfermo que en momentos de aparente buena salud estuviera preparando los momentos de graves convulsiones… Precisamente en esas etapas de estabilidad se gestan las mutaciones que conducen a más crisis».
El análisis de corte marxista, es opinión documentada del gran economista mexicano, «ofrece las perspectivas más ricas para el análisis teórico de la crisis como esencia del capital». Pero, añade complementariamente, «hasta en una disposición reformista, à la Keynes, es fácil observar que la crisis es el apellido [verdadero] del capitalismo». No existe, apunta, «un mecanismo de ajuste que permita solucionar el problema de la inestabilidad de las funciones de inversión y de preferencia de liquidez en una economía monetaria de tal manera que se alcance una situación de pleno empleo». El punto, remarca Nadal porque es muy importante, es este: no es que no funcione el mecanismo, es que no existe.
Quizás el anhelo profundo del ser humano es ese mundo, comenta Nadal, sea la paz, el bienestar y la justicia. Probablemente. Pero -añade con excelente argumento- «esa aspiración no significa que ese mundo anhelado sea posible bajo la feroz regla del capital».
Así, pues, los jóvenes y no tan jóvenes barceloneses que ocuparon el Banesto y colgaron aquella enorme e inolvidable pancarta, no andaban equivocados del todo. ¿No les parece?
¿Qué hacer entonces? Alejandro Nadal, como si fuera un Lenin revivido, señala el punto esencial, el rovell de l’ou de todos los combates: «la visión ingenua sobre el capitalismo debe ir a reposar en el museo de los mitos curiosos». Se desprende de ello una importante tarea política e histórica para la izquierda, una izquierda que no renuncie a sus finalidades centrales ni a su nombre, la única fuerza política, comenta AN, «capaz de cuestionar las bases del capitalismo», de este sistema económico-civilizatorio canceroso que, además, por si faltar algo, genera crecientemente cánceres con sus apuestas fáusticas y su obsolescencia programa del principio de precaución, y nos lleva con celeridad al ecosuicidio, al mismo tiempo que tiene en puertas un desastre energético de dimensiones dantescas tras la hecatombe nuclear de Fukushima y un ya indiscutible el pick oil por muchas tecno-puerilidades que desee alimentar.
Notas:
[1] Alejandro Nadal, «Su apellido es ‘Crisis». http://www.jornada.unam.mx/
[2] Elmar Altvater, El fin del capitalismo tal y como lo conocemos. El Viejo Topo, Barcelona, 2012.
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