Una vez una persona a quien admiro llevaba el megáfono en la mano en una manifestación y empezó a gritar: no existimos, NO EXISTIMOS. Era el año 2003, esa persona estaba estudiando, después conocería en su piel el paro y otras formas de no existir, por eso hay acaso fuerza más allá de la fuerza […]
Una vez una persona a quien admiro llevaba el megáfono en la mano en una manifestación y empezó a gritar: no existimos, NO EXISTIMOS. Era el año 2003, esa persona estaba estudiando, después conocería en su piel el paro y otras formas de no existir, por eso hay acaso fuerza más allá de la fuerza y un poco de la sagrada actitud en el hecho de haber elegido la primera persona del plural. Tomar la no existencia para sí, aun sea en unos minutos, es distinto de reclamar con justicia: «Queremos existir», aunque no se le oponga.
Distinto porque convoca la potencia sin acto, como las lágrimas que no se lloran pero no debido a un exceso de valor, o por represión del sentimiento, sino por la evidencia de que nunca podrían siquiera contar lo que pasó.
No existimos amplía el «no existen» que pudo haberse referido entonces, casi como hoy, a las personas bombardeadas en Iraq, a los hombres y mujeres refugiados, a las mujeres asesinadas por la violencia de género. La lista continuaría, y «no existimos» recuerda que las listas, como las lágrimas, tampoco pueden contar lo que está pasando. En cuanto al arte, hace ya demasiado tiempo que se dedicó a elaborar crónicas de la existencia, da igual aquí si lo contado es su brillo o su impostura, el sabor amargo o dulce del fracaso, los rastros del horror o la veladura del éxito: siguen siendo al fin crónicas de lo que hay, narrar las huellas de pezuñas que están delante pero nunca el caballo vivo que no existe, el calor de su respiración.
A vueltas con el arte, fluye una corriente, una línea de alta tensión que hace estallar los significados y los días; aunque no siempre se llama política, a su modo lo es, y puede, en ocasiones, destruir cuando crea, atraer cuando quema, crear cuando destruye. Dicen que hoy, pongamos, Jerry Lee Lewis vive en un rancho con piscina en forma de piano y una colección de coches históricos. Es posible que ese segundo Jerry Lee haya llegado de algún modo a sí existir y ya no se prenda fuego ni toque el piano como si fuera una guitarra eléctrica. Pero cada cierto tiempo el piano vuelve a arder, los gatos enloquecen, los cuerpos sienten el escalofrío de lo que no son y, con él, sacuden el mundo. No existimos pone sobre la tierra el desaliento, esa aflicción sin punzada, esa pena sin dolor cuyo alivio debiera ser la razón primera de cualquier política. Nada firme se construirá olvidándolo.
Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/culturas/29828-no-existimos.html