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El Salvador

No hay sangre, no hay pueblo

Fuentes: Rebelión

Puede observarse en algunas vallas publicitarias y la hemos escuchado en radio: «Es tu sangre, es tu pueblo. ¡Por Dios, cambia ya!». En los mupis, la frase es completada con la imagen de un hombre que acaricia una pistola. Los líderes religiosos que difunden este mensaje pretenden crear conciencia en la población acerca de la […]

Puede observarse en algunas vallas publicitarias y la hemos escuchado en radio: «Es tu sangre, es tu pueblo. ¡Por Dios, cambia ya!». En los mupis, la frase es completada con la imagen de un hombre que acaricia una pistola. Los líderes religiosos que difunden este mensaje pretenden crear conciencia en la población acerca de la necesidad de renunciar a la violencia. No obstante, tengo mis dudas sobre si lo mejor es apelar a «la sangre» o «al pueblo», y me da curiosidad saber qué fue lo que pasó por las cabezas que idearon esta campaña.

Apelar a la sangre tiene significados variados, pero no es difícil encontrar algunos que podrían ser alarmantes. Si nos ponemos suspicaces, veremos la sombra del racismo, pues los lazos de sangre parecen ir bien con aquella idea de que «nuestra raza» debe ser defendida a toda costa (lo que generalmente quiere decir que está permitido darle palo a quien «no es de los nuestros»). Pero quizás no deberíamos ser tan mal pensados, ya que se podría estar refiriendo a un lugar común de la ética cristiana tradicional: es la sangre del hermano muerto la que clama por justicia, como Dios se lo hace ver a Caín. No tendría por qué haber racismo o algún otro tipo de exclusivismo, sino el reconocimiento e identificación de cualquier víctima con «nuestro hermano».

Sin embargo, las cosas son más complicadas. Talvez tenga sentido interpretar la narración como una apelación al prójimo que puede ser cualquiera, pero sólo a costa de quitarle fuerza persuasiva a la historia: si Abel era como cualquier hijo de vecino, ¿por qué debería horrorizarnos que lo asesinara «su propio hermano»? En esta historia se entrecruzan una explicación de los orígenes de la humanidad y otra del nacimiento de un pueblo con altas pretensiones de exclusividad (que aún perduran, por desgracia). Y viéndolo bien, ¿no era Jesucristo un descendiente de David y de Abraham? La lectura judaizante del relato toma fuerza y reivindica la referencia a la sangre, incluso entre muchos «seguidores de Jesús», a quienes les fascina adorar a un Cristo Rey proveniente del linaje de David.

Pero estas interpretaciones no sólo se encuentran en la tradición semítica. Antígona -la joven griega condenada a muerte por sepultar el cadáver de uno de los hijos de Edipo- es enfática al señalar que el sacrificio por su hermano Polinices no tendría sentido si no fuera por sus lazos de sangre. De igual manera, si pensamos en el heroísmo de los griegos en Troya o ante los persas, notamos la fuerza que tiene la sangre, la familia y el pueblo al que uno pertenece. Y la misma prescripción que te impide derramar «tu misma sangre» o matar a quien pertenece a tu pueblo puede fácilmente invertirse, para que no te tiemble la mano con el «bárbaro», el extranjero o el inmigrante.

En nuestras tierras, también podemos resbalar dentro de la xenofobia. Es sabido que no nos caen muy bien algunos de «nuestros vecinos», y apelar al pueblo que somos (o creemos que somos) podría implicar dejarlos fuera de las exigencias del respeto. Además, El Salvador recibe a hondureños y nicaragüenses que vienen buscando trabajo, y somos lugar de paso para inmigrantes asiáticos o sudamericanos. ¿No son éstos también nuestros hermanos? Si nos atenemos a la frase de los mupis, no está claro que lo sean.

Las «fronteras» son arbitrarias y las ponemos allí donde dejamos de reconocernos. Basta con que la piel sea más oscura, que se nos hable con un acento extraño o que las creencias, valores y costumbres nos parezcan hostiles. Muchos descartarían de plano que «compartan su sangre» con un pandillero de Soyapango o con una prostituta, o que éstos pertenezcan «a su mismo pueblo». Incluso habrá quien diga que hay que distinguir entre «los buenos y los malos salvadoreños», que es igual a decir que los últimos no son salvadoreños auténticos.

Por todo esto resulta preocupante que ciertos pastores interpreten el mensaje cristiano como si aún viviéramos en el siglo XII. Imaginan a una Cristiandad sitiada por infieles y demonios de todo tipo. ¡Incluso hablan de emprender cruzadas y practicar exorcismos! Es obvio que tienen dificultades para asumir el mensaje del fundador del cristianismo, el que se expresa en un revolucionario texto paulino: «Ya no hay distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o mujer» (Gal. 3, 28). El «olvido» de este postulado debería ser un problema serio para los cristianos, pero también para el resto de nosotros, ya que la expresión religiosa es la figura que adopta el mandato moral, el cual nos interpela a todos y debería interesarnos de igual manera.

Que la responsabilidad solidaria no debe dejar lugar a exclusivismos es una idea bastante difícil de tragar, principalmente para muchos creyentes a quienes les ilusiona encontrarse en el campo de batalla contra los «enemigos de la fe». Para estos «heraldos», la raíz del crimen y los males que nos aquejan se encuentra en la diversidad de creencias de un mundo plural, que para ellos es puro caos diabólico, y piensan que la solución sólo se consigue si logran que todos abracemos su cultura religiosa. ¿Hay algo de «evangélico» en estas ideas?

El apóstol de los gentiles sería el primero en disentir: «Gloria, honor y paz para los que hacen el bien: para los judíos, desde luego, pero también para quienes no lo son, pues en Dios no hay lugar a favoritismos» (Ro. 2, 10). ¿Tendrían sentido estas palabras, si la cuestión clave fuese que hay que compartir tradiciones, ritos y dogmas? No lo creo. Más bien, las palabras de Pablo muestran que la sangre y el pueblo -la familia, la raza, la procedencia étnica, la nacionalidad e incluso la religiosidad- no tienen «sustancia moral». Por el contrario, si queremos justificar el respeto y el fomento de la vida, deberíamos apelar a una humanidad sin barreras. Para la prescripción moral, ni hay sangre ni hay pueblo.

(*) Académico salvadoreño y columnista del periódico digital ContraPunto

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.