Solo el tiempo, o la desesperación enclaustrada en el tiempo, dirá la última palabra acerca de la disyuntiva que se levanta ante la política exterior gringa con respecto a Irán: conversaciones o una guerra abierta que comenzaría con el lanzamiento de misiles desde portaaviones y que posiblemente terminaría ídem, pues una invasión terrestre vendría a […]
Solo el tiempo, o la desesperación enclaustrada en el tiempo, dirá la última palabra acerca de la disyuntiva que se levanta ante la política exterior gringa con respecto a Irán: conversaciones o una guerra abierta que comenzaría con el lanzamiento de misiles desde portaaviones y que posiblemente terminaría ídem, pues una invasión terrestre vendría a ser locura hecha geopolítica.
Por si las moscas, los estrategas norteamericanos preparan todas las cartas posibles. A guisa de «policías buenos», los chicos de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, se estrenan en unas pláticas con motivo de la «seguridad de Iraq», o sea, de concertar posturas frente al caos que medra en aquellas tierras colindantes. Haciendo ver que deja atrás la saga de diatribas, amenazas y tensiones, Washington ha permitido que incluso los más desavisados hablen de un tácito reconocimiento del peso de la república islámica en el desafinado concierto de naciones mesoorientales.
¿Por qué? En primer lugar, porque el peso es tal, y eso lo distinguen hasta los más miopes en la Oficina Oval; en segundo término, por el presupuesto táctico de confundir a la opinión pública internacional y a los propios iraníes, con el señuelo de las buenas intenciones. Y no es que pequemos de escépticos. Al decir del periodista Adrian Mac Liman, ya constituye secreto a voces que, mientras los expertos del Departamento de Estado preparaban, discretos y cautelosos, el primer encuentro bilateral, fuentes solventes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) aseveraban que el presidente George W. Bush había dado luz verde a la puesta en marcha de un plan de desestabilización política y económica del régimen de los ayatolas, plan que incluye campañas de propaganda y desinformación, arremetidas contra el sistema monetario persa, especulación con la divisa del país, así como el sabotaje de las transacciones financieras efectuadas por las autoridades de Teherán en los mercados del planeta.
Se trata de una puja, claro que temporal, entre quienes apuestan por la conflagración, aún replegados, y quienes aseveran que la ofensiva económica resulta más eficaz para acabar con una nación que desafía al Imperio todos los días de este mundo, mediante un programa de desarrollo nuclear, cuyos creadores juran que pacífico en tanto los omniscientes yanquis perjuran que bélico, obligándonos a recordar la campaña sobre las inexistentes armas de destrucción masiva con la cual, en su momento, se granjearon cierto apoyo para barrer del poder a Saddam Hussein.
Pero no verá quien no quiera ver. La guerra es una opción real para los halcones. Si no, ¿para qué la actual concentración de fuerzas navales y aéreas en el Golfo Pérsico? ¿Con qué objetivo la constante acusación a los iraníes de estar armando y entrenando a las milicias chiitas en Iraq?
Con luz de mediodía
Al analista Alan Woods el asunto le resulta más claro que una mañana de estío tropical: las desastrosas consecuencias de la guerra de Iraq para Estados Unidos han cambiado radicalmente la correlación de fuerzas en el Oriente Medio. Ello convierte en necesario, a los fines imperiales, un frente que congregue un ejército de más de 500 mil efectivos, entre otros instrumentos, y que únicamente se haría realidad con el esfuerzo mancomunado de eslabones como EE.UU., Israel y Arabia Saudita, esta última a ojos vista aterrorizada por la «amenaza» persa, chiita.
Siguiendo el pedido de Riad, de Tel Aviv y de los guerreristas internos, Washington se ha enfrascado en un ringlero de provocaciones bullangueras: se ha ciscado en el derecho de los iraníes de proveerse de una fuente de energía segura, dado el previsible final de las reservas de petróleo, y no contaminante; habla hasta por los codos de sanciones contra los ayatolás; y quiere arrastrar con su discurso al Consejo de Seguridad, la Unión Europea y otros elementos, algunos vergonzantes.
¿Los iraníes? No solo se empeñan en ejercer su derecho, sino que se han enzarzado en una creciente espiral de contraataques (defensas) verbales. «Les aconsejamos que no jueguen con la cola del león», ha advertido a USA el presidente Mahmud Admadineyad, luego de comparar a su país con uno de estos felinos «sentado en un rincón». Allí donde quizás algunos vislumbren errores tácticos, en una baza peligrosa en que «los círculos dominantes en Teherán parecen dejarse llevar por su propia retórica», otros aprecian una decisión que rezuma el más genuino sentimiento de patriotismo, la más acendrada dignidad: «Al imperialismo, ni un tantito así», sentenció un héroe de talla universal.
Ni un tantito así, en efecto, porque, a falta de un programa nuclear, otro sería el pretexto. No en balde la Casa Blanca se extrema en el examen de informes de inteligencia sobre nuevos programas de armas. Solo que cuando se nos afirma que Irán ha desarrollado un misil intercontinental capaz de lanzar varias cabezas atómicas contra Europa, debemos darnos cuenta de un «mero» detalle: las fuentes de inteligencia que lo «descubrieron» son israelíes, con sobrados intereses en una embestida antiiraní.
Embestida que, como señalábamos, Israel busca inserto en un eje, de cuya existencia podría dar fe la repentina implicación de Arabia Saudita -otro de los integrantes- en las negociaciones árabe-israelíes, así como la presión que Riad ejerce para que Hamas modere su posición antisionista y comparta el poder con Al Fatah, más anuente a las pláticas con Tel Aviv.
Como las apetencias imperiales no quedan en Irán, el eje de marras pasea la vista, y las garras, por los alrededores. Recordemos que los gringos utilizaron el asesinato de Rafiq Hariri, multimillonario sunita y al morir ex presidente del Líbano, para, sin pruebas, vincular a Siria, la cual se vio obligada a marcharse del País de los Cedros, al que garantizaba la estabilidad que le impide su condición de Estado artificial, dividido en líneas religiosas y nacionales. Y cuando se fueron las tropas sirias, vaya casualidad, Israel ensayó una incursión militar que fracasó gracias al empuje y las tácticas de lucha irregular aplicadas por Hizbolá (Partido de Dios), de confesión chiita y dizque proiraní.
Entonces, Siria vendría a ser una de las dianas del tremebundo eje, ¿no? Ahora, este tendrá que cuidarse del prestigio de Hizbolá, y de las recurrentes y multitudinarias manifestaciones contra el Gobierno de Beirut, tachado de pronorteamericano por quienes no están precisamente equivocados al apreciar otras aristas en este complejo panorama.
Conforme a diversos entendidos, Washington y Riad pretenden coartar un supuesto suministro sirio de armas a Hizbolá. Por eso el apuntalamiento del gabinete de Fouad Siniora, aferrado al poder con las uñas, frente a muchedumbres que le imputan incapacidad para convencer al presidente Bush del cese de los bombardeos israelíes.
Colegas como Alan Woods reprochan a Siniora haber permitido que algo de la ayuda estadounidense acabe en manos de radicales sunitas en el norte del Líbano, el valle de la Bekaa y en los campos de refugiados palestinos del sur. «Con eso pretende fortalecer a estos grupos, aún pequeños, como un parachoques contra Hizbolá. El hecho de que los lazos ideológicos de estas organizaciones estén con Al Qaeda no le importa, ni tampoco a los estadounidenses».
Al parecer, se está preparando una (otra) guerra civil, con Hizbolá (chiita) combatiendo contra sunitas. Con miras a ese enfrentamiento, al Gobierno le habrá venido de perillas el encontronazo con el fundamentalista Fatah al Islam, formado en su mayoría por sunitas no palestinos y que opera dentro de los campos de refugiados. «Líbano ha utilizado la acción policial (y el Ejército) contra este grupo muy pequeño para pedir a Estados Unidos 280 millones de dólares en ayuda militar, para aplastar lo que grandilocuentemente ha denominado un levantamiento», apunta el articulista Michel Chossudovsky.
Siria, Irán, Hizbolá, podrían ser -son ya- los más próximos objetivos bélicos del Imperio y sus secuaces, quienes, en su emponzoñado resquemor sobre todo con el país de los ayatolas, por coartarles el reordenamiento del Oriente Medio en condición de gigantesco pozo petrolero y mercado, obvian predicciones científicas tales como que el bombardeo de los laboratorios donde se produce el combustible nuclear y de los yacimientos de hidrocarburo generaría nubes tóxicas que contaminarían centenares de kilómetros cuadrados. Y la previsible respuesta de Irán sobre el reactor de Dimona, donde Israel almacena decenas de ojivas atómicas.
¿Catástrofe ecológica? ¿Guerra nuclear? Todo dependerá de quien triunfe allá en Washington, «moderados» o halcones; pero, mientras esto se dilucida, algún que otro desaprensivo sigue tocándole la cola al león.