Si vivís en la ciudad donde los hombres con zapatos de charol y cuellos planchados manejan el dinero de las aduanas, no digáis que los que andan descalzos y medio desnudos son felices, porque no lo son. Si habitáis en casas de ladrillo y de piedra, con vidrios en las ventanas y puertas que juntan, […]
Si vivís en la ciudad donde los hombres con zapatos de charol y cuellos planchados manejan el dinero de las aduanas, no digáis que los que andan descalzos y medio desnudos son felices, porque no lo son.
Si habitáis en casas de ladrillo y de piedra, con vidrios en las ventanas y puertas que juntan, no digáis que están contentos los pobres en sus escondrijos de barro, porque no lo están.
Si coméis pan blando, carne bien guisada, y bebéis vino perfumado, no entonéis himnos de alabanza al inmundo locro de los ranchos, porque mentís.
No mintáis, graves doctores, hermanos míos. Coméis y vivís excelentemente; se os saluda con todo respeto; vuestras mujeres contemplan sobrecogidas vuestros diplomas de marco de oro; vuestros hijos, hasta cierta edad, os tienen por sabios, y cuando calláis, se os escucha con la misma devoción que cuando hablaís. ¿No os basta eso? ¿Por qué habláis de «pueblo»? Hablad de vuestros honorarios, de vuestros expedientes, de vuestros informes sesudos, de folletitos académicos que os regaláis llamándoos ilustres, insignes y salvadores de la patria. Hablad de vuestros pleitos. Hablad de política. No habléis de pueblo. No.
Pero si queréis ver a ese pueblo, cara a cara, si queréis tocar y oler esa carne que suda y sufre, no tenéis necesidad , no, de que yo os lleve a las soledades de Yabebyry. Id a vuestra cocina, oh doctores, y allí encontraréis alguna que os lava plata y lame vuestras obras. Preguntadla cómo se alimenta «el pueblo soberano» y cómo vive. Preguntadla por la salud de sus hijos, y si sus hijos pueden contestar, preguntadles quién fue su padre.
No, hermanos escribas. Acaso entendáis de finanzas. Acaso el presupuesto no tenga misterios para vosotros. Pero no entendéis de pueblos. No mintáis de pueblos. No mintáis de lo que no entendéis. No mintáis.
Mientras el dolor no os abrase las entrañas, mientras un día de hambre y abandono – siquiera un día – no os haya devuelto a la vasta humanidad, no la comprenderéis. Creeréis «frasecitas de afecto», las que se escribieron llorando. Sois incapaces ya de distinguir la verdad de la mentira, los que aman vuestro país de los que le sacan el jugo. Callaos, pues, única manera de que no mintáis. Esperad en silencio que el sagrado dolor os abra los ojos.
Y dejadnos hablar a los que sufrimos, a los enfermos, sí, a los que hemos conocido el hospital y la cárcel. Pero no escribo para vosotros, sino para aquellos de mis dolientes hermanos paraguayos que han aprendido a leer.